La globalización ha creado hoy una trama que nos amenaza con un naufragio global.

Un pinchazo a la cámara de abstracciones, un reventón inaudible en la esfera platónica y nada impedirá que el planeta siga girando impávido, con el seseante silbido de una fuga. Este accidente en la producción de sentido puede ser tan importante como la pandemia o el calentamiento global, aunque no estará monitoreado.

Los impulsivos discursos, las exhaustas memorias, los valores imprevistos y sus diversas exclamaciones, no podrán emparchar ese agujero, menos dramático que el del ozono, pero con similar desamparo cósmico. Se trata de un percance nuevo, el estertor de la veterana espiritualidad. Lo que se esfuma en ese boquete silencioso es un soporte colectivo, el fiel horizonte trascendente, la madre última de las ideas. Crecerá el remolino de su desvanecimiento, pero con un mutismo gigantesco, sin alarma. No será claro si una inflación de pensamiento vacío descontroló las capas de su epidermis, o la atravesaron en aluvión los perdigones de la estupidez pública o los rasgones violentos de las fake news. Esos espolones incesantes pueden perforar todo. Es notorio que por el boquete se fugará el sentido que hace milenios acompañaba como sombra y luz a los humanos. La envoltura que transforma cada sensación particular y verdadera en un concepto que agrupa y comunica. Una tela protectora contra la pavorosa presencia infinita. Invadida por la realidad en bruto, la humanidad podría ahogarse en perplejidad. Sin esa protección, las multitudes y sus micromundos, desde los indios guaraníes a los artistas del Soho, los detectives de Suecia o los notarios de Kaifeng, se convertirán en astronautas sin escafandra. No es una revolución lo que se avecina, como creen los peligrosos optimistas de siempre, sino la desolación innominada de los espacios infinitos.

Cien años de cuarentena no es hoy una derivación del realismo mágico; la magia y la realidad perdieron el fundamento. Es el fin de algo que no cesa de no saberse. Cada acontecimiento puja por su cuenta, desde la violencia patológica contra las estatuas hasta los ridículos lenguajes inclusivos; hay zombis ideológicos por todas partes. La violencia ancestral desatada en Estados Unidos, los innumerables designios del Asia, la terca dinastía Ming despertada entre fantasmas, la telaraña eslava del imperio ruso, la patética ineptitud histórica de Inglaterra, desbordan las circunstancias y señalan el remoto porvenir de generaciones enteras. Ninguna de esas desgracias tiene esbozos, no hay propuestas para el peligro, excepto la sobrevivencia salvaje, y nadie escucha el escape del sentido. La fuga intelectual pita rabiosamente por el agujero, pero ningún concepto o intuición global podría emparchar esa pérdida.

Se palpa aire de final, el silencio de la Isla de Pascua o el desenlace misterioso de los mayas. Un Cartago derrotado, salado y solitario, sin la esperanza de una Roma que perdure. No hay gestos de largo plazo en un orbe desconcertado. Vacía de amigos y enemigos, no solo la política se hunde en la destreza digital, tampoco soplan nuevos sentidos vitales. La realidad, tan buscada y tan temida, amoblará un mundo de meros habitantes indiferenciados. La caída de los hielos, el viaje de los témpanos, será solo una señal de este apocalipsis mayor en la esfera del significado.

En este cielo vacío, los graves textos de Aldous Huxley están retomando su voz. La novela Contrapunto, de 1928, llega intacta después de atravesar 90 años. Su trama y sus diálogos, los debates y las exhortaciones, sucedían sobre una población y un progreso amenazante, pero todavía reformable. La individualidad inteligente, la lucidez sensible, todavía no habían sido tan afectadas por la publicidad, la prensa, Stalin, el tráfico, Hitler, el cine, Mussolini o las pretenciosas vanguardias. Pero Huxley advertía la acechanza de esas presencias inminentes. Las reconocía como un costo ignorado de la civilización moderna, sucesora del bizarro desvarío de la Primera Guerra, cuando aún nadie sabía que era sólo la primera. Es notable lo que veía este erudito casi sin vista. Es provechoso recordar Contrapunto, su honesta, ingeniosa y matinal reflexión, cuatro años antes que su famoso Mundo Feliz —New brave world— y veinte años antes que 1984 de George Orwell. Estas dos últimas novelas solían competir su capacidad profética sobre nuestro presente. Hoy parecen vertiginosamente complementarias: el goce del poder y la alienación conformista, la deformación del lenguaje versus el control tecnológico, el trastorno lógico y la manipulación genética, el miedo contra el placer. En Contrapunto se advierte que se potencian mutuamente, y sus diálogos son el huevo de la serpiente del ominoso futuro.

La globalización ha creado hoy una trama que nos amenaza con un naufragio global. Pero también guarda en flotadores y compartimientos estancos las múltiples interdependencias económicas, nexos imposibles de controlar. Esos oscuros pistones nos fijan su rumbo. El mejor optimismo parece reducirse al termómetro: reducir el calentamiento climático y enfriar las polarizaciones bélicas. Ahora estamos en la segunda guerra fría, y lo mejor que podría ocurrir es que simplemente continúe. Vigilar la temperatura. Lo que no puede restañarse es la hemorragia fatal del sentido viviente. La economía o la cultura puede ser global o local, pero el sentido habita la lógica y respiraba siempre en la dimensión universal.

About The Author

Deja una respuesta