“Esto es horrible, muchos muertos, muchos enfermos”, dice Verónica Batista, una uruguaya residenciada en La Gran Manzana desde hace 17 años.

El teléfono de Verónica Batista, uruguaya de Piedras Blancas, sonó a las 4:15 de la madrugada. Lo que oyó fue el llanto desesperado de su amiga Katherin Laparra, guatemalteca, cuya madre acababa de morir en el hospital Jamaica de Queens y de la que nunca se pudo despedir.

“Me había llamado una semana antes, quizás 10 días, para decirme que su mamá se había desmayado en el baño y se había partido la cabeza”, recuerda.

Laparra se comunicó con el 911 para pedir una ambulancia que se llevó a su mamá — Herlinda Ferrez, que padecía de lupus— y en la que no pudo subir ella.

La ambulancia esperó 40 minutos antes de poder entrar en la emergencia del hospital ya desbordado de pacientes. Cuando la bajaron, fue la última vez que Laparra la vio.

“No podía entrar, no podía verla, que se fuera para la casa y que volviera”, sigue Batista, compañera de Laparra por años en la promoción de eventos.

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Volvió al Jamaica al día siguiente sin hallar una razón del estado de su mamá. Por teléfono le dijeron, luego, que su madre estaba entubada y que “estaban haciendo todo lo que podían”.

Laparra y Batista suponen que Ferrez se habría contagiado en una anterior visita al hospital para seguir su tratamiento del lupus.

“El Jamaica y el Elmhurst son los peores hospitales de Queens, siempre poblados de gente, ahora desbordados”, afirma Batista, viuda y madre de tres hijos, que vive desde hace 17 años en Nueva York.

No cree en las cifras que dicen que bajan los contagios y las hospitalizaciones. “Hay que llamar al hospital antes de ir y si no tienes un fallo respiratorio te dicen que te quedes en casa, los enfermos están en las casas”.

Batista no recuerda nada igual en la ciudad, ni siquiera cuando el huracán Sandy, que mantuvo a su familia encerrada en la casa en el barrio de Bayside, en Queens, por unos días. “Esto es horrible, muchos muertos, muchos enfermos, amigas que me cuentan que se desmayan al salir de sus casas por miedo».

Mayra Mercado, nacida en la ciudad, de padres peruano y puertorriqueña, asociada médica y conocedora de la realidad hospitalaria de Nueva York, aunque reside en Queens prefirió irse fuera de la ciudad, —a dos horas, en Long Island— cuando resultó contagiada por coronavirus. «Yo me fui lejos, porque los hospitales de la ciudad estaban peor, se mueren 13 o 15 cada jornada», dijo

Aún ahí estuvo solo tres día en el hospital Winthrop de Long Island porque les suplicó a los médicos que la sacaran de allí lo más pronto posible

. «Yo trabajé 14 años en intensivo en hospitales, y yo vi que todo estaba tan horrible que les dije sáquenme de aquí, que aquí me muero, a pesar de que era un hospital privado»

La fiebre que le había empezado en su casa le remitió después de 12 días de temperaturas altas y la autorizaron a salir. Fue tratada con azitromicina e hidroxicloroquina. Ahora se repone en su casa, junto con su esposo, Peter Anderson, también contagiado. «No lo tiene tan fuerte como yo lo tuve, más atenuado que lo que a mi me dio».

Mercado insiste en que la medicina en Nueva York «es fatal» porque está privatizada y comenta el caso de una conocida que no se ha podido hacer la prueba de diagnóstico porque no tiene plan de seguro.

Sin familia en la ciudad, ella y su esposo han contado con la ayuda de compañeros de trabajo que le han llevado comida mientras ambos se recuperan. «Me lo dejan en la entrada de la casa y me avisan por un mensaje», dice.

Pánico

A Daniel Kerner ir a hacer su trabajo de limpieza en las estaciones del Metro de Nueva York se convirtió en verdadero pánico.

Nacido en Brooklyn, de ascendencia judía, Kerner está casado con la bogotana Martha Alejandra Ficti, quien llegó hace ocho años a la ciudad. La pareja vive el barrio de Maspeth, cerca del área de Jackson Heights, de las zonas más castigadas por la propagación del virus.

“Él no está infectado pero está incapacitado. Y yo en un mes he salido tres veces de casa, me da mucho miedo. De hecho han abierto una línea telefónica para atender los casos de ansiedad y depresión”, cuenta Ficti.

Ella trabaja para la escuela de inglés Zoni Language Center, en el área de contabilidad, lo que pudo continuar haciendo desde la casa. El marido tenía que desplazarse todos los días hasta alguna estación del metro para cumplir su jornada diaria, entre las esenciales para mantener el menguado ritmo de la ciudad.

La pareja diseñó todo un operativo de desinfección para cuando él regresaba a las nueve de la noche.

“Tenemos un patio en la parte posterior de la casa, él entraba por allí, se sacaba toda la ropa y  se quedaba en ropa interior, yo le abría la puerta, le daba una bata y él entraba sin tocar nada y se metía en el baño, yo le abría la llave de la ducha y antes de tocar el jabón o el shampoo se desinfectaba las manos”.

Aunque no se contagió, no soportó el estrés y la ansiedad y ahora bajo medicación Kerner intenta recobrar la calma y poder dormir. “Yo sé lo que es, dice la esposa, porque me ocurrió lo mismo al comenzar la pandemia en la ciudad. Sentía el miedo en el cuerpo, en los músculos”.

Zaza y Coco

Mónica Rivas, de La Blanqueada, en Montevideo, vive en Queens desde 1986.

Desde hace un año renunció a su trabajo y diseña desde casa joyas, collares, y ayuda a su esposo, Juan Montoro, cubano, que tiene una empresa de traducciones y editorial.

Viven en Jackson Heigths, el epicentro del epicentro, rodeados de miles de casos de contagio y de historias de gente enferma y que lo está pasando mal.

“Sé, dice, de una pareja de uruguayos, de origen armenio, dueños de la panadería La Gran Uruguaya, entre las avenidas 37 y 87, que son muy queridos por la comunidad, que están infectados”.

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Zaza y Coco, como los conocen, fueron contagiados por un empleado y tuvieron que cerrar el negocio. “Hablé con un familiar que me dijo que  la esposa ya dejó el respirador pero que él aún no, y no quiero preguntar. No quiero escuchar una mala noticia”.

Jackson Heigths, donde vive, es un barrio cosmpolita. Cerca de su residencia, está la pequeña India, también hay gente de Bangladesh, europeos , colombianos, venezolanos.

“Hay de todo, quizás menos uruguayos, que estamos más desperdigados, somos pocos y nos confunden con argentinos”, dice.

Rivas, que estuvo el año pasada en Montevideo y pensaba volver en este marzo pasado, reconoce que es difícil llevar el encierro. “Pero hay que aceptarlo. Mi esposo, mi hijo de 25 años y yo nos quedamos tranquilos en casa. Todos tenemos miedo a salir”.

Por los hijos

Glenda Pino llegó a Nueva York hace tres años. De Tovar, en Mérida, es ingeniero en sistemas, y una más en la larga diáspora venezolana.

Trabajaba en limpieza en edificios hasta el pasado 30 de marzo cuando la compañía que la contrató la dio de baja. “Nos dijeron que se exponían a una multa de 10.000 dólares si seguían operando”.

“Yo me arriesgué a ir hasta lo que más pude. Soy madre soltera, tengo dos hijos, no he reunido nada y lo que ganó se me va en pagar el alquiler”.

Vive en Corona  —vaya nombre en esta época de pandemia— en un apartamento estudio donde los tres se resguardan  y esperan mejores tiempos. Logró entrar en Estados Unidos como asilada política. “Lo tuve que pelear y gastar en abogados, pero siempre he sido una luchadora”, afirma

Con programas de ayuda del gobierno local de Nueva York, ha podido recibir alimentos. “Como una cajita Clap de Venezuela (la ayuda del gobierno bolivariano a sectores necesitados”, y, en medio de la penuria, suelta una risa.

También en Corona, vive desde hace 12 años la dominicana Evelyn Nivar, junto con su esposo y el pequeño hijo, Jonathan, de dos años. “Solo miramos por la ventana, oímos las noticias y salimos en caso de extrema necesidad”.

Corona es un barrio hispano, de acentos mexicanos, salvadoreños,  colombianos, de gente que le cuesta vivir encerrada.

“Yo nunca había visto nada como esto en mi vida. Ni siquiera el 9/11, por lo que me han contado porque aún no había llegado aquí”, comenta Nivar.

Dedicada a colocar pólizas de Medicare, en un programa para personas mayores de 65 años o deshabilitadas, Nivar intenta seguir haciéndolo desde su casa pero no encuentra receptividad.

“La gente está  muy nerviosa y asustada, refugiada en las casas y no quieren dar información, prefieren esperar a que todo esto pase”.

Una compatriota de Nivar, Rita Taveras, con 25 años de residencia en la ciudad, también vive por los lados de Corona. Trabaja para una agencia de viajes que desde el 10 de marzo la mandó para su casa. Su hija es la única que sigue saliendo cuatro días de la semana para atender su empleo en una farmacia.

«Me cuenta que llega mucha gente enferma pidiendo medicinas», dice. El hermano de su esposo, que vive en New Jersey, se contagió y tuvo que ir a un hospital «y lo pasó mal, porque no tenían medicinas».

Taveras aún tiene en su memoria el 9/11 (el ataque a las Torres Gemelas). «Fue muy fuerte con tanta gente muerta en el mismo momento pero aquí se están muriendo día tras día»

En las afueras de Nueva York, en Long Island, el uruguayo Miguel Micky Lowenstein, dedicado al área de transporte, siente que el virus se extiende hacia esa zona en la que habitan cerca de un millón 400 mil personas y en la que hay más de 20 mil casos confirmados.

“Aquí hay seiscientos muertos”, dice, y lo compara también con el 9/11 de 2001. “Aquello fue más impactante, pero esto es mundial, afecta la economía de todos”.

La zona del condado de Nassau donde reside es de casas, de menos aglomeración y se puede caminar y  montar bicicleta e incluso salir en el auto “aunque sin bajar de él”, precisa Lowenstein. “Vivimos asustados y encerrados entre cuatro paredes”.

Publcado originalmente en https://www.elobservador.com.uy/nota/latinos-en-nueva-york-morir-de-miedo-y-angustia-por-el-coronavirus-202041021380

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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