El coronavirus en un cuerpo humano no es una danza íntima con el diablo.

El cierre del Puente Europa, que une la frontera de Alemania y Francia entre las ciudades de Kehl y Estrasburgo, desde el 16 de marzo a las 8.00 horas, para reforzar las medidas de control contra el nuevo coronavirus Covid-19, es también una potente metáfora de las dificultades que enfrenta la política global. Los latigazos del síndrome agudo respiratorio grave son reveladores también del fracaso de los líderes mundiales para enfrentar a una pandemia letal que espanta a toda la humanidad.

El avance de la prédica de líderes populistas como la del presidente estadounidense Donald Trump y la fortaleza de regímenes autoritarios como el del presidente chino Xi Jinping, han sido un cóctel explosivo para combatir un virus diabólico.

La lucha contra un desconcertante patógeno requiere de la confianza y diálogo permanente de los principales jefes de Estado y de Gobierno del mundo, de gobiernos defensores de la libertad y transparencia y de una coordinación internacional que solo es eficaz y potente en la institucionalidad que deviene de la multilateralidad.

Aunque diferentes, los dos principales gobernantes del mundo, Trump y Xi, promueven valores y un conjunto de ideas que socavan la buena salud de la gobernanza mundial.

El presidente Trump ha puesto en entredicho el modelo multilateral que se ha construido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que sus críticas han caído como rayos en las reglas de juego del comercio mundial, pero es lógico que su enojoso estado de ánimo termine golpeando a todas las agencias mundiales.

Es notoria la desconfianza que existe entre el líder estadounidense y sus pares de Europa Occidental que han sido históricos aliados. Hay diversos hechos que dejan en evidencia que la alianza occidental en la era de Trump se está deshilachando: la disputa tecnológica y de comercio entre los Estados Unidos y China; el comercio entre Europa y los Estados Unidos; el papel de la OTAN; la política expansionista de Rusia y el conflicto en Medio Oriente.

La falta de sintonía de los referentes de la política mundial deja sin esperanza la posibilidad real de una respuesta global apropiada.

Una desconcertante pandemia letal no se puede enfrentar con medidas aisladas de los países y menos aún con un vacío en el liderazgo mundial.

Como escribió Mark Landler, jefe de la oficina de Londres del New York Times, la semana pasada, el coro de líderes mundiales carece de director, un papel desempeñado por los Estados Unidos durante la mayor parte del periodo posterior a la segunda guerra mundial.

Si algo ha quedado en evidencia es que no existe un trabajo en conjunto de los líderes políticos para pensar una respuesta en común para enfrentar calamidades como el Covid-19.

Desde la semana pasada, no hemos escuchado a músicos de una orquesta con instrumentos afinados, sino un coro inarmónico que provoca más incertidumbre en el público. Peor aún, la falta de una política común, sumada a las drásticas restricciones que imponen las cuarentenas, aumenta el miedo y el desasosiego en la gente, una señal de la pérdida de credibilidad de los gobiernos.

La denuncia reciente del gobierno alemán de Ángela Merkel —que dirige el principal país europeo— de que el presidente Trump intentó apropiarse de un proyecto de vacuna contra el coronavirus desarrollado por un laboratorio germano a cambio de una gran suma de dinero, revela el grado de deterioro de las relaciones internacionales.

Aunque el laboratorio supuestamente involucrado desmintió la información, dicha posibilidad no deja de tener verosimilitud. No sería algo totalmente descabellado, teniendo en cuenta el proceder político de Trump desde la Casa Blanca.

Los líderes de Occidente están pintando un cuadro realista muy sombrío, ideal para que el público, en esta era de la posverdad dominada por las emociones, caiga rendido a los bulos y a las campañas de desinformación.

El preocupante escenario mundial se completa con la gestión oscura de China en torno al coronavirus, que informó oficialmente al mundo en enero, un mes después de su irrupción en Wuhan. Hay evidencia de que el régimen chino intentó ocultar el mal, con lo cual provocó un aumento exponencial de la epidemia que terminó esparciéndose por todo el mundo.

Nada más punzante para comprender el hecho que la pluma de Mario Vargas Llosa en su última columna en El País de Madrid: «Nadie parece advertir que nada de esto podría estar ocurriendo en el mundo si China Popular fuera un país libre y democrático y no la dictadura que es. Por lo menos un médico prestigioso, y acaso fueran varios, detectó este virus con mucha anticipación y, en vez de tomar las medidas correspondientes, el Gobierno intentó ocultar la noticia, y silenció esa voz o esas voces sensatas y trató de impedir que la noticia se difundiera, como hacen todas las dictaduras».

Desde la funesta experiencia de la gripe española, los políticos y los expertos saben que censurar y minimizar el peligro nunca funciona. El camino es el inverso del que tomó Xi: difundir información veraz de manera objetiva y en el momento adecuado.

El daño originado por la actitud cerrada del régimen de Xi empaña cualquier mérito que tenga el gobierno comunista en su combate a la enfermedad e incluso menoscaba el relato exitista que exhibe Pekín en estos días.

Hoy el mundo está pagando un enorme costo por el ascenso de China en el siglo XXI, una responsabilidad en parte del multilateralismo de Occidente que legitimó a una potencia que abrió la economía más no la política, como si la democracia tuviera un valor inferior a un capitalismo de planificación estatal. El coronavirus está demostrando las consecuencias nefastas de un régimen político de férreo control estatal y de falta de libertad.

El coronavirus en un cuerpo humano no es una danza íntima con el diablo. La ciencia ha puesto al servicio de los gobiernos un volumen de conocimientos inédito en la historia de la medicina.

Y aunque siempre hay un espacio para la incertidumbre acerca del resultado de la interacción entre un huésped y un agente causante de la enfermedad, siempre latente desde que la humanidad comenzó su camino gregario, una gobernanza mundial robusta tiene un papel central en el combate a una enfermedad pandémica.

Pero para ello hay que reverenciar el significado de la estatua ubicada junto al Puente de Europa, que simboliza la reconciliación de Alemania y Francia tras la Segunda Guerra Mundial. El monumento de dos hombres abrazándose nos dice que la unión y los gestos de entendimiento son los mejores antídotos de la política, en este caso, para enfrentar los estragos del coronavirus que extiende una larga sombra sobre la humanidad.

Gabriel Pastor

Gabriel Pastor

Periodista uruguayo radicado en Washington, DC. Analista de asuntos latinoamericanos. Maestrando en Filosofía Contemporánea. Licenciado en Comunicación. Exprofesor de tiempo completo de la Escuela de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Sergio Arboleda, Bogotá. Corresponsal del diario «El Observador» de Montevideo.

Publicado originalmente en https://dialogopolitico.org

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