Media hora después de Yalta comenzó otra guerra. La llamaron fría, pues era más de inteligencia y estrategia que de batallas y soldados.

Las  guerras son como los juicios. Las únicas que verdaderamente se ganan son las que no se emprenden. En las guerras sólo ganan los fabricantes de armas y en los juicios los abogados.  Pero los participantes, todos sin excepción, pierden algo o mucho.

Todo hace pensar, entonces, que las guerras no convienen, aunque la humanidad haya tenido algunas —vamos a llamarlas con un eufemismo— provechosas. La última de ellas, la llamada Segunda Guerra Mundial, sirvió para acabar con el llamado triángulo del mal, la Alemania nazi, la Italia fascista y el Japón militarista, aunque el cuarto participante, la España franquista, se salvó gracias a la capacidad de escurrir el bulto y pasar ‘agachao’ como decimos en Venezuela. Quizás por una cierta habilidad de brincar de un bando a otro.

El fin de la Segunda Guerra Mundial supuso, bajo el liderazgo indiscutible de EEUU, el triunfo de la democracia sobre el autoritarismo y el horror. En esta guerra los llamados Aliados, estaban no solo formados por las democracias occidentales sino que incluían también a la Rusia comunista, constituida ya en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Al terminar esta guerra, en la llamada Conferencia de Yalta los ganadores más poderosos —EEUU, Reino Unido y URSS— se repartieron el botín.

Es indiscutible que EEUU tuvo, posterior a la guerra, un papel fundamental en la reconstrucción y desarrollo de Europa mediante el llamado Plan Marshall, que fue precisamente cuando Franco, muy hábilmente, se pasó de grupo y se acomodó calladito a ese tren. Contrariamente a lo sucedido en las llamadas democracias occidentales, en el área de influencia soviética la URSS se fue convirtiendo en un monstruo devorador de países, incorporando a su sector, no sólo de influencia, sino ya de control absoluto, a toda la Europa oriental y buena parte de Asia, intentándolo también en algunas regiones de África y logrando esa perla de la corona, que fue y sigue siendo la Cuba comunista, ahí mismito, en la trastienda de EEUU.

Media hora después de Yalta comenzó otra guerra. La llamaron fría, pues era más de inteligencia y estrategia que de batallas y soldados. Pero era también de una intensidad muy alta. Los principales contendientes, además de infinidad de adláteres, eran EEUU, defendiendo los principios de la democracia, y la URSS, defendiendo el comunismo. En 1989, aparentemente se acabó el comunismo, y Reagan y los norteamericanos y el papa Juan Pablo II creyeron inocentemente, que se había acabado la guerra. No, no. La vaina sigue. EEUU cometió el error de creerse vencedor absoluto y que Cuba se caería por su propio peso, no hicieron presión alguna al respecto y ese error, o esa inacción, la están pagando con creces.

Cuba, que había sido la carne de cañón de la URSS en África, se encontró sola, cané y descangallada, y decidió que puesta a pelear contra su vecino grandote, los soldados no le servían de un carajo y decidió aplicar lo que había aprendido del KGB soviético, de la Stassi alemana y de la policía franquista: jugar a la inteligencia. Y mírenlo ustedes, parece que sesenta años después siguen, si no ganando por lo menos empatando con EEUU.

Después de tener un control casi total de la América de los latinos, gracia al Alba, el Foro de Sao Paulo, sus colonias venezolanas y nicaragüenses, siguen dando la pelea, disminuidos, pero jodiendo aún y de qué manera. Ya los cubanos habían aprendido, gracias a la experiencia en Grenada, que con soldaditos y tiritos no iban a ningún lado, y por más que chillaron y patalearon y fusilaron a los comandantes de sus batallones en esa isla, la pelea, de esa forma, duró como media hora, incluida la ida al baño, mientras los gringos los arrasaban. Se metieron el rabo entre las piernas y siguieron haciendo lo que saben hacer —y muy bien—: jugar a la inteligencia y la contrainteligencia, que por algo habían penetrado la CIA, el FBI, los anticastristas y todo lo que fueran penetrable.

Volvamos al asunto de las guerras. Creo —y desmiéntanme si no estoy en los cierto— que desde la Segunda Guerra Mundial, EEUU no ha ganado ninguna otra guerra. La de Corea vamos a decir que la empató, porque la península quedó —y sigue estando— dividida. La de Vietnam y sus vecinos, evidentemente la perdió y feamente, sobre todo por el alto costo en la vida norteamericana. En la de Afganistán todavía están empantanados, negociando ahora con los talibanes. En la de Irak, el caos nos hace pensar que ganar-ganar, no la ganaron del todo, más allá de descabezar al bicho de Hussein. Con Cuba, como decíamos antes, creo que siguen empatados, por más que en los últimos tiempos le estén apretando las tuercas después de hacer intentos de negociación previa. De hecho, algunas teorías conspirativas que circulan por la Florida —pero que no me constan— hablan de que Cuba sobrevivió, ofreciéndose como espía de la URSS ante EEUU. Quién lo sabe o la sabrá. Pienso que nadie —de ser cierto— lo divulgaría.

Lo que sí es cierto es que EEUU con una ‘invasioncita’ veloz acabó con la influencia de Cuba en Grenada y con el malandraje de Noriega en Panamá, y pienso que eso es lo que muchos venezolanos están deseando para la destruida patria. Ahora bien, en el caso de la sufrida Venezuela ¿una invasión se puede convertir en guerra? Quién lo sabe, sobre todo porque Venezuela se ha trasformado en la unión de todos los malandros del mundo: Cuba, sus adláteres latinoamericanos y europeos, las guerrillas cocainómanas y las fundamentalistas, los chinos —aunque de lejitos—, los narcomilitares, el turquito Erdogan y, sobre todo, el hijo de Putin, que parece ser que tiene mucho poder sobre EEUU también. Y en este sándwich, entre el pan de la maldad y el pan de la bondad, los venezolanos, como queso derretido nos estamos resbalando por el mundo.

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