Tomás Eloy Martínez vivió aquel tiempo entre nosotros y dio cuenta de él de innumerables y magníficas maneras: artículos, crónicas, ensayos literarios y guiones de cine.

Un tuit de Clarín nos recuerda que hace justo diez años murió Tomás Eloy Martínez, novelista supremo entre los novelistas latinoamericanos y de quien Gabriel García Márquez dijo que fue el mejor periodista de la lengua castellana.

Los venezolanos de mi generación, nacidos bajo una dictadura militar, alcanzamos a vivir nuestra primera juventud en un tiempo de libertades democráticas en el que confluyeron el auge de precios del crudo —que siguió al embargo impuesto a Occidente por los países árabes de la OPEP, a fines 1973—, y el desembarco masivo de los perseguidos del Cono Sur que se exiliaron en Venezuela.

Ese nudo de circunstancias, y los dispares efectos que tuvo en la consciencia de mi país, ciertamente no bastan para explicar del todo lo que hoy somos. Sin embargo, cada vez que, pensando en Venezuela, me hago la pregunta de Zavalita, sitúo en aquellos años la era en que nuestras auspiciosas potencialidades y nuestras irreductibles taras todavía se cancelaban mutuamente y ni el arúspice más agorero podría haber pintado los estragos por venir.

Tomás Eloy Martínez vivió aquel tiempo entre nosotros y dio cuenta de él de innumerables y magníficas maneras: artículos, crónicas, ensayos literarios y guiones de cine. El escritor y editor venezolano Sergio Dahbar, que fue su amigo íntimo, me señaló hace años un viejo edificio, al final de la ruidosa avenida Casanova, donde estuvo el pequeño apartamento en que el autor de Santa Evita se alojó al llegar a Caracas. Dahbar me dijo que Tomás Eloy escribió allí las entregas, digamos venezolanas, de su mejor libro, Lugar común la muerte, publicado en Caracas en 1979.

Mientras componía ese libro sencillamente imprescindible en el que, para usar sus palabras, mezcló por primera vez las aguas de la imaginación y del documento, Tomás Eloy cambió por completo y para siempre el periodismo que se hacía en Venezuela. No dudo ni por un instante que la excelencia alcanzada por nuestros periodistas, hoy reconocida por sus pares y aborrecida por la dictadura, es heredera en línea directa del legado de Tomás Eloy.

En el prólogo a una antología de textos en torno a Venezuela titulada Ciertas maneras de no hacer nada, aparecida en 2015, Dahbar afirma que Tomás Eloy “dinamitó la profesión tal como se la conocía” en nuestro país. “Con años de rutina y falta de competencia –dice Dhabar−, era un periodismo que se arrodillaba ante la noticia (en desmedro de otros géneros y complejidades), construida con escasas fuentes y un afán de declaracionitis (dijo, afirmó, aclaró) que exasperaba”.

Todo eso cambió radicalmente cuando Tomás Eloy, ya una leyenda para nosotros, lectores de sus trabajos publicados en Primera Plana y La Opinión de Buenos Aires, comenzó a trabajar en Caracas, dirigiendo páginas literarias, y también —algo que destaca en esa antología— como reportero, cronista, guionista de cine y, en suma, descubridor y pensador de un país que, incluso para los venezolanos de entonces, parecía carecer de interés.

De lo mucho que Venezuela pudo infundir de la obra periodística y literaria de Tomás Eloy hay una pieza que siempre me ha turbado y a la que vuelvo a menudo por su perfección compositiva y el embrujo de su lenguaje. Se trata de una crónica conjetural, la llamaré así, sobre el tenaz insomnio que, en 1930, llevó al suicidio al poeta José Antonio Ramos Sucre, mientras servía como cónsul de Venezuela en Ginebra. Sucre hizo coincidir su muerte con su cumpleaños número cuarenta.

Hace un par de años, comentando en esta misma columna la compilación hecha por Dahbar, escribí: “No he leído sobre Caracas nada parecido a sus nueve breves y penetrantes apuntes sobre la ciudad donde Tomás Eloy vivió seis años. Su crónica sobre la caraqueña parroquia de La Pastora, camino ya entonces a ser derrelicto colonial, es insuperable. Sus entrevistas a ingenieros petroleros, peones del llano, actrices de teatro de provincia o biólogos marinos lo llevaron a todos los rincones de Venezuela con amorosa curiosidad”.

En una nota sobre Andrés Bello, Tomás Eloy nos habla de un sentimiento moral que llama “desinteligencia de la patria”, uno de los males que trae consigo el exilio. Creo haber podido vencerlo hasta ahora leyendo al Tomás Eloy venezolano. Esta columna testimonia mi gratitud al gran escritor argentino en un nuevo aniversario de su muerte.

About The Author

Deja una respuesta