En esta tarde hay ojos de candela,

ojos de medianoche, de alma en vela,

de no sé cuánto amor abandonado.

Rafael José Muñoz

Según la psicología lacaniana, lo Real es aquello que no puede ser simbolizado, que no puede ser reducido por la palabra; aquello cuyo núcleo puede ser disminuido pero nunca eliminado. Lo Real tiene su asiento en el cuerpo y, desde allí, nos grita, nos convoca. Lo Real duele en la carne y es como una herida que nunca sana y con la que tenemos que aprender a vivir.

Los gritos de una mujer en la entrada de la clínica me hicieron asomarme: “¿Dónde están los médicos? ¿Es que acaso este no es un ser humano? ¿Cómo es posible…?”  Los gritos atrajeron a un grupo de curiosos. Por entre el bosque de piernas alcancé a ver un cuerpo, un charco de sangre. La mujer, pulcra, bien vestida, seguía gritando, medio imploraba, medio amenazaba. El grupo de curiosos iba en aumento y una publicidad gratuita e incómoda, de esas que no cuestan nada pero pueden pesar mucho en las páginas de los medios, hizo salir a un médico. El grupo de curiosos se apartó. Recién entonces vi que el hombre en el suelo era un indigente y que el charco de sangre que seguía creciendo venía de su brazo derecho. El médico le aplicó un torniquete por encima del codo y en las venas abiertas (sin alusiones literarias a Galeano) una cinta cohesiva. Luego entró por donde había salido y el grueso del grupo comenzó a dispersarse. Sólo quedaron cerca dos chamos que llamaban por celular a los bomberos. Mi hijo bajó a ayudar, a poner algo entre el pavimento y ese cuerpo semidesnudo, yo me quedé clavada en la ventana, llamando también a los bomberos que “ya vamos, señora, que no tenemos unidades disponibles”.

De pronto, y como pudo, el hombre se levantó del suelo y comenzó a caminar calle abajo. La gente le abría paso, se alejaba. A su alrededor crecía, muda y sola, la soledad. Ningún policía vino. Nadie lo detuvo en su ir hacia ninguna parte, en su alejarse de allí, quién sabe a dónde, a qué. Sólo los dos chamos y mi hijo lo escoltaban de atrás, le hacían como un cortejo, como si quisieran impedir que el otro indigente que lo había herido volviera para finiquitar una tarea que le había quedado a medio hacer. El hombre cayó un poco más adelante y comenzó a gritar.

No sé qué furia, qué impotencia, qué desmadre de emociones me pasaron por el corazón o la cabeza. No sé siquiera si lo hacía por él, por mí, por la patria, por la humanidad, por todo lo poco que nos va quedando de humanos. Salí a la calle y me senté junto a él. Me miro como desde otra dimensión, los ojos vidriosos.

¿Qué se le dice a alguien en esas circunstancias? ¿Cómo se lo consuela? ¿Cómo se atenúa el horror, la soledad, el miedo a la muerte? Y no a una muerte cualquiera. A una muerte en soledad sobre el pavimento húmedo de su propia sangre, a una muerte que, como la vida que se le estaba yendo, venía sola, apartándolo hasta el final de esa especie humana a la que pertenecía por derecho. No ese derecho social tan cacareado y poco eficiente, sino al otro, a ese que nos une desde el principio de los tiempos y que nos hace prójimos y próximos. “Ya vienen los bomberos, quédate tranquilo, no te muevas, mantén el brazo en alto”. “Pero me duele, me duele mucho. A mí, cuando me balacean o me cortan no me duele, y esto me duele, me van a cortar el brazo”. “No seas pendejo, chico, que no te van a cortar el brazo nada. Respira conmigo, despacio”. Tenía la ropa empapada en sangre, la boca llena de sangre y otras heridas de las que seguía manando, despacio, la sangre. Entonces sólo pude comenzar a pasarle la mano por la cabeza, a canturrearle bajito como cuando mis hijos eran pequeños y tenían algunos de esos dolores que sólo curan las manos de mamá. El hombre se fue calmando. “Estoy llorando, ¿ves? Pero yo no lloro nunca, perdona esa”. “No le pares, llora nomás, ya vienen  los bomberos, ya vas a ver, ya vienen”. Pero él no creía nada y me miraba a los ojos, para ver si yo mentía. “¿Cómo te llamas?” “Alberto, me llamo Alberto”. “Bueno, Alberto, vamos a seguir esperando, porque hoy no te toca, hoy no te vas a morir”. Se agarró de mi otra mano y seguimos esperando. Y yo, que casi nunca tengo paz, que casi nunca me siento “perteneciente”, que casi siempre estoy fuera, sentí que esa mano me centraba y me devolvía, con creces, a ese lugar que está dentro de nosotros pero que necesita el concurso del otro para revelársenos.

Y, por fin, a lo lejos, se escuchó la sirena, y al hombre se le iluminaron un poco los ojos. “Vienen por mí, ¡por mí!”. Y justo antes de que llegaran me preguntó: “¿Dónde estabas tú?” “Mirándote desde la ventana…”. “No. ¿Dónde estuviste todo este tiempo de mi vida?”. Y yo sentí que él había reconocido en mí a la madre, a la hermana, al prójimo. Y era un reconocimiento mutuo.

No sé dónde andamos todo el tiempo de la vida de los otros, ni siquiera en todo ese tiempo de la vida propia. No sé en qué nos ocupamos, con qué nos distraemos, nos engañamos, nos justificamos. Pero todos, en algún momento de la vida, sentimos que hemos vivido solos y que vamos a morir solos. Todo ese tiempo de la vida de ese hombre debe de haber sido pura soledad y, sin embargo, en su principio, debe de haber estado en unos brazos maternos, debe de haber bebido de un seno tibio, debe de haber sido algo más que un deshecho social, alguien a quien quisieron llamar Alberto.

No sé cómo se le torció la vida, no sé si lo abandonaron desde temprano, o si se fue solo, llevado por su destino. No sé si todavía hay por ahí una madre que espera verlo llegar. No sé en que hueco de esta ciudad vive, no sé siquiera si ahora está en un hospital, a salvo, de nuevo perteneciendo a eso que llamamos humanidad. Pero una cosa sé y es que la muerte, o la cercanía de la muerte, es terrible cuando no hay una mano para compartir el pavor, una mano que nos haga sentir, siquiera en el último momento, que pertenecemos a la misma especie, que somos —mucho más allá de cualquier reivindicación social— habitantes de un mismo planeta, próximos y prójimos y que, definitivamente, somos un solo cuerpo o un mismo cuerpo, y que en él lo Real se inscribe y se enconcha y nos duele y nos grita y nos convoca. Ignorarlo es ignorarnos como especie. Y es condenarnos.

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