Víctor Guédez
Guédez: «en el marco de nuestra realidad precaria, limitadora e intimidadora, no nos queda otra opción que convertir a Víktor Frankl en una referencia modélica.»

Palabras de Víctor Guédez durante el homenaje que la Universidad de Margarita, la Universidad de Oriente y el Círculo Internacional de las Artes de Nueva Esparta le ofrecieron durante la entrega de los Premios CIANE.

Debo confesar sinceramente que no estoy conciente de las razones, virtudes y méritos por los cuales se me convoca para este homenaje. Pero no por esa falta de conciencia voy a negarme a recibirlo, pues creo que una oportunidad como esta y una presencia tan distinguida en esta audiencia, me motivan muy especialmente para hacer algunas reflexiones.

Lo primero que desearía recordar es que, en 1947, a muy poco tiempo de terminar la segunda guerra mundial, Karl Jaspers publicó un libro titulado El problema de la culpa. El filósofo hablaba en esas páginas de cuatro tipos de culpa. La primera es la culpa penal asociada a las faltas cometidas contra las normas jurídicas y los códigos legales. La segunda es la culpa moral inscrita en los incumplimientos de los principios éticos y de los mandamientos religiosos. La tercera es la culpa política asociada a la desatención de compromisos sociales o al apoyo a políticos traidores de sus ofrecimientos. Finalmente, está la culpa metafísica que es la más abstracta en tanto que se manifiesta al hacer menos de lo que necesitan nuestros congéneres. Un esclarecimiento significativo acerca de este último sentimiento culposo se ha relacionado mucho con la actitud de extraña e intensa tristeza que sintieron muchos de los sobrevivientes de los campos de exterminio nazis que no lograban explicar y justificar los motivos por los cuales habían logrado esa condición, mientras que sus otros compañeros no lo habían alcanzado. Hago esta referencia porque algo semejante vivenciamos al recibir un reconocimiento cuando hay muchos otros que más lo merecen y que, incluso, lo esperan con expectativa.

Otro aspecto que deseo comentarles es que no pienso hacer uso de estos minutos para hacer un discurso retórico de circunstancia porque siempre nos hemos sentido distantes de ellos. Muy lejos está de mi intención el querer halar un hilo del nudo vivencial en el que me encuentro ahora para armar unas palabras que expresen una gratitud repetida en inagotables ondas de expansión. Desde luego, tengo que reconocer a los representantes del Núcleo de la Universidad de Oriente, a las autoridades de la Universidad de Margarita y a mi apreciado amigo, Jesús Morales Ruiz, por esta generosa designación. Pero hasta aquí prolongo los agradecimientos porque ir más allá podría acercarnos al riesgo que Ionesco subrayaba al hablar de “la apoteosis de los lugares comunes”. Igualmente, quisiera alejarme de la advertencia que Julio Cortázar le imponía a los discursos retóricos, llamándolos, algo así como las decoraciones floridas propias de las puertas grandes de la cursilería.

Pero así como les digo que tengo algo de culpa y mucho de temor al encontrarme en circunstancias como esta, también debo decirles que la presencia de este motivador público me invita a repasar algunas ideas sobre el valor redimensionador que representa la cultura, particularmente en tiempos de devastación como lamentablemente le sucede a nuestro país. Y voy a sintetizar este propósito en cuatro ideas.

La primera idea me la proporciona Italo Calvino en su obra Las ciudades invisibles en donde, palabras más o palabras menos, nos recordó que el infierno entre los humanos no es algo que vendrá, ya que más bien está entre nosotros. Y existen dos formas de no sufrirlo. Una es fácil en tanto que procede de acomodarnos a sus designios e incorporarnos a sus prácticas y desviaciones. Pero hay otra forma más compleja y exigente de reducir al mínimo sus aterradores alcances. Ella consiste en identificar aquellos pequeños espacios que no son infierno a pesar de encontrarse dentro del infierno, y tratar de afianzarlos, de ahondarlos, de ensancharlos. En fin, de intentar ganar espacio de manera creciente. Pues bien, eso es lo que entendemos por cultura hoy, en nuestro ámbito social e histórico, en nuestra realidad, en nuestro país. La cultura es el pequeño nicho desde el cual podemos generar una poderosa fuerza centrífuga cargada de esperanza y de vocación de futuro.

La segunda manera de revindicar la idea de la cultura es evocando aquella sentencia extraordinaria de Nietzsche, según la cual, afortunadamente tenemos el arte para no morir a causa de la verdad. Sin duda, el arte y todas sus manifestaciones colaterales íntrínsecas a la cultura son las que reportan el oxígeno que nos hace insistir en una sobrevivencia digna. También en esta onda, Ernesto Sabato exclamaba: Si no estamos rodeados de belleza, ¿cómo podríamos resistir? Sin duda estas dos pautas proporcionan un invalorable e iluminador acicate para profundizar nuestro esfuerzo y nuestro compromiso con la cultura, ya que ella proporciona poderosos recursos que le reportan plenitud y elevación a nuestra vida.

Una tercera idea que nos lleva a subrayar el valor de la cultura, en el marco de nuestra realidad, procede de contextualizar aquella argumentación de Ortega y Gasset, según la cual la cultura es un conjunto de preguntas y de respuestas, es decir, es una especie de dinámica pendular que prolonga el ejercicio de su vitalidad. Las culturas que tienen todas sus preguntas respondidas revelan un rostro marchito y asoman riesgos abismales de desaparición. En cambio, cuando las culturas atienden a más preguntas que respuestas muestran la aceptación de desafíos que revitalizan y repotencian su vocación de dignidad y desarrollo

La cuarta idea que queremos compartir respecto a la importancia actual de la cultura, corresponde a la necesidad de enfatizar que ella es consustancial a la diversidad. Toda cultura es la derivación de culturas previas ya híbridas y conjugadas. Las culturas se dinamizan mediante sus coexistencias e interfecundaciones. La cultura es cultura porque es la expresión de culturas que se han enriquecido sucesivamente. Es en la cultura donde fluye una especie de líquido amniótico en donde surgen los valores de interacción, comunicación, coexistencia, diálogo, entendimiento, acuerdo. En consecuencia, solo donde hay culturas abiertas y sensibles a la inclusión hay democracia. Recuerdo, dentro de esta dimensión apreciativa, el cuento El canto de las ranas de Anthony De Mello, el cual nos dice que Bruno era un santo que, como persona sensible al pensamiento espiritual, le gustaba meditar y rezar todas las noches. Un día no pudo hacerlo porque el escándalo producido por el canto de las ranas, se lo impedían. Entonces no le quedó otra alternativa que asomarse a la ventana y dar la orden a las ranas para que dejasen de cantar. Y como Bruno era un santo, las ranas dejaron de cantar. En ese ambiente silencioso retomó su actividad de meditación y rezo. Pero su concentración no pudo sostenerse en una realidad tan falsa, artificial y antinatural. Entonces tuvo que darle a las ranas la orden de que volviesen a cantar. Y en medio de aquella lluvia sónica colmada por el canto de las ranas pudo asegurar la suprema condición para su meditación y oración. La conclusión a la que llegó no podía ser otra: ese día Bruno confesó que había descubierto lo que era la armonía del universo. Si derivamos este aprendizaje a nuestros días, tendríamos necesariamente que aceptar que no podemos esperar el silencio y la desaparición de quienes piensan distinto a nosotros para el ejercicio de lo más sublime de nuestra condición humana. Para eso también sirve la cultura.

Quiero establecer, a manera de breve epílogo, una analogía entre nuestras actuales circunstancias y la vivida por Viktor Frankl, cuando fue apresado en Auschwitz. Ante esa adversidad, el psiquiatra austríaco perfiló tres propósitos: sobrevivir, ayudar y aprender. Sobrevivir para ejercer la determinación de su voluntad humana. Ayudar a partir de sus ventajas comparativas que lo hacían comprender que los demás tenían menores recursos intelectuales, emocionales y físicos. Finalmente, aprender para transmitir aquella experiencia a las generaciones venideras. Pues bien, en el marco de nuestra realidad precaria, limitadora e intimidadora, no nos queda otra opción que convertir a Víktor Frankl en una referencia modélica. Y solo con la cultura, como fundamento de inspiración y como recurso de motivación, podemos hacerlo.

Gracias a los organizadores por concederme este honor, mi admiración a los premiados por sus merecidas distinciones, y mi testimonio de reconocimiento al público presente por la paciencia generosa con la cual me han escuchado.
Víctor Guédez

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