En las puertas de la eternidad
‘At Eternity’s Gate’ no es una película sobre Vincent Van Gogh: es una experiencia visual acerca de cómo veía y sentía el mundo.

Hay obras que nos arroban como si se trataran de un hechizo. Imágenes que se quedan ancladas en nuestro inconsciente como por arte de magia, transmitiéndonos una lluvia de sensaciones y sentimientos inefables.

Dejando a un lado cualquier análisis racional, hay artistas que tienen la capacidad de transportar su alma en cada pincelada que hacen sobre un lienzo. Este es el caso de Vincent Van Gogh, un pintor que vivió, como diría el poeta Mario Santiago, “sin timón y en el delirio”, fundiéndose con su obra en una mezcla de genialidad y locura con una sensibilidad y lucidez angustiosamente profundas, logrando inmortalizarse en cada uno de sus cuadros. Es precisamente así, en el paroxismo, como es retratado por el director (y pintor neo-expresionista) Julian Schnabel en su más reciente película: At Eternity’s Gate (Van Gogh En la puerta de la eternidad). Largometraje que ha cosechado una decena de galardones y la nominación de Willem Dafoe en el renglón de Mejor Actor Principal en los premios de la Academia del 2019. Un film que, lejos de ser un biopic tradicional, es una experiencia que introduce por completo al espectador en la mente —y alma— del grandioso pintor.

At Eternity’s Gate narra los últimos años de la atormentada vida de Vincent Van Gogh (Willem Dafoe), específicamente su estadía en Arles (al sur de Francia, donde descubrió la luz que transformó sus obras para siempre), Saint Remy de Provence (el sanatorio donde fue recluido luego de cortar parte de su oreja) y sus últimos días en Auvers (cerca de Paris), recreando el período más prolífico del artista. Narrada de forma episódica —alternando entre la alienación y la agudeza— la película nos coloca en los zapatos de Van Gogh, entregándose a la titánica tarea de emular su forma de vivir y sentir. En paralelo, como un rayo de luz que disipa el caos, conocemos su relación con su hermano Theo Van Gogh (Rupert Friend) y su colega el famoso pintor Paul Gauguin (Oscar Isaac), quienes fungen como una suerte de figuras paternas para él, evitando que naufrague en la locura.

¿Qué es lo que hace At Eternity’s Gate tan especial? Posiblemente, el ser narrada por otro pintor que, al mismo tiempo, maneja el lenguaje cinematográfico. Schnabel, que siempre se ha caracterizado por tener una sensibilidad y una impronta muy fuerte en el manejo de la imagen, usa la cámara como un pincel que se pasea por el lienzo del encuadre, acompañando a un Van Gogh en su búsqueda, mientras que intenta inmortalizar cada plano transmitiendo los estados anímicos erráticos del protagonista. Es así como En la puerta de la eternidad parece una galería de cuadros donde el espectador se queda enganchado por la experiencia que estos representan, más allá de la cantidad de información que den o el movimiento que aporten a la historia. Una compleja labor en la que Schnabel echa guante de todos los recursos posibles: guión, música, composición, movimientos de cámara, iluminación, colorimetría, juegos con la óptica y la profundidad de campo, distendiendo cada instante o acortándolo con el montaje, creando un tempo único que fluye entre el dolor y la pasión, evocando la locura que deben sentir algunos místicos al experimentar lo numinoso. La cámara de Schnabel, así como lo impredecible del trastorno de Van Gogh, se pasea entre movimientos violentos y sin sentido en cada crisis, la contemplación bucólica, close-ups que emulan la claustrofobia y misantropía del pintor en contraposición con la inmensidad de los planos generales y la paz que conseguía en el medio del campo, estabilizándose únicamente frente al lienzo o las relaciones afectivas que lo contenían, otorgándole a este film un aura difícil de imitar.

El otro pilar responsable de la atmósfera hipnótica de At Eternity’s Gate es la dirección de fotografía de Benoit Delhomme (La teoría del todo, El aroma de la papaya verde y una decena de videoclips y cortometrajes), quien da rienda suelta a su experimentación con la óptica y el color, creando una pintura en movimiento, transmitiendo la intensidad de la luz y la percepción de la misma por parte del pintor. Así, conseguimos momentos donde la iluminación se siente completamente natural y otras donde es tan intensa que pareciera invadir todo el plano con un amarillo vibrante, en contraste con el realismo y la baja saturación de los espacios cerrados, funcionando como una extensión del estado anímico de Van Gogh. Al mismo tiempo, Delhomme emula con la cámara los dos padecimientos que aquejaban al artista: la xantopsia (una patología que le hacía ver todo en tonos amarillentos) y las crisis glaucomatociclíticas (una enfermedad que provoca un oscurecimiento de la córnea, generando halos circulares alrededor de los puntos de luz, trastorno generado por la intoxicación por el plomo de las pinturas y el beber absenta), la primera recreada a través de la colorización y la segunda con la óptica (haciendo que, por momentos, pareciera que el lente no captara del todo el foco, teniendo una capa borrosa en una parte de la imagen como si fuese agua). Ambos trastornos no solo son parte fundamental dentro de la obra de Van Gogh —al hacer su percepción única—, sino que también generan cierta angustia que es transmitida al espectador en cada plano subjetivo. Esto, sumado al diseño de producción de Stéphane Cressend (quien ha trabajado como directora de arte de largometrajes como Dunkirk, Hugo, Now You See Me y The Hunger Games), hace que cada espacio de la historia se sienta como un cuadro donde un par de objetos se llevan nuestra atención como mobiliario, transmitiendo en pantalla el mundo interior del pintor —a veces oscuro, a veces luminoso.

El guión corre por cuenta de Schnabel, el mítico Jean-Claude Carriere (coguionista de leyendas como Luis Buñuel y Milos Forman), y Louise Kugelberg (diseñadora de interiores y esposa del director, con quien comparte también los créditos de edición de la película). De Schnabel podemos percibir esos grandes momentos contemplativos que ya disfrutamos en La escafandra y la mariposa o los diálogos lapidarios (inspirados en la correspondencia del pintor) que recuerdan a las perlas que soltaba Reinaldo Arenas en Antes que anochezca. De Carriere conseguimos lo onírico y experimental, inyectándole toda su vena surrealista al relato como pinceladas que cuentan un pedazo de historia. Todo esto, aderezado con una banda sonora y un montaje que emula el proceso de creación, errático y violento, nos hace pasar de un momento a otro con un corte brusco en la música y la imagen, o saltando a una pantalla negra donde solo escuchamos la voz en off de Van Gogh, haciendo que At Eternity’s Gate se sienta como un sueño donde es imposible llevar algún tipo de cronología u orden causa-efecto. A pesar de ser la primera vez que Schnabel y Kugelberg trabajan en el departamento de montaje, le dan a la película un tempo que hipnotiza y un espacio narrativo para que la puesta en escena se luzca y tome al espectador de la mano, seduciéndolo.

De las actuaciones no hay mucho que decir. Oscar Issac brilla como ese tipo simpático que siempre suele encarna. Rupert Friend aparece poco, pero su presencia en pantalla nos conmueve profundamente al colocarnos en sus zapatos por la tragedia que vive con su hermano (con mucho aplomo, sin caer en el melodrama). Por supuesto, todos los aplausos se los lleva Willem Dafoe, que sin mayor despliegue de diálogos, solo con su andar y su rostro, nos cautiva tanto como la estética del film, haciendo que se nos olvide por completo que a sus 62 años encarnó a un pintor de 37 (y eso que la cámara siempre lo está retratando en un primer plano). Este es, sin lugar a dudas, una de las mejores interpretaciones de su carrera y es una pena que haya quedado eclipsada por el hype del Oscar con las múltiples nominaciones de los largometrajes de sus homólogos en la categoría de mejor actor principal (Rami Malek, Viggo Mortensen, Christian Bale y Bradley Cooper).

At Eternity’s Gate no es una película sobre Vincent Van Gogh: es una experiencia visual acerca de cómo veía y sentía el mundo. Cada aspecto del largometraje (guión, dirección, fotografía, música y montaje) emula lo episódico de su locura y la pasión con la que se entregaba al hecho artístico. Dafoe funde su interpretación con la cámara de Schnabel, haciendo una dupla irrepetible donde ninguno opaca al otro. En la puerta de la eternidad es hipnótica, inmersiva y violenta, sus diálogos lapidarios sobre la creación son un manifiesto sobre el arte, la locura y la trascendencia, sus planos secuencia que deambulan libres por el campo y los close-up claustrofóbicos nos sumergen en la psique del pintor y sus colores intensos nos transmiten su delirio. Dicho sea de paso, no es una película fácil de digerir, al igual que tampoco lo fue la vida del pintor, pero es —de lejos— lo más cercano que podemos estar de vivir en carne propia su genialidad. Después de sumergirse en ella, el espectador sale profundamente movido, con imágenes que se imprimen en la mente como los cuadros de Van Gogh, experimentando durante la proyección lo inefable de la numinosidad, un instante en la eternidad.

Lo mejor: la interpretación de Willem Dafoe, de las mejores de su carrera. La dirección de fotografía y de arte: pura poesía visual. La dirección de Schnabel, que logra emular la locura y belleza con sus planos secuencia y movimientos de cámara. Su guión y montaje episódico.

Lo malo: puede que su puesta en escena y propuesta narrativa pueda chocarle a los espectadores que esperan un biopic clásico. Si no estás familiarizado con la vida de Van Gogh, el desarrollo espasmódico de la trama dejará a más de uno perdido.

@luisbond009

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