Masacre en PittsburghEl crimen de Pittsburgh, exasperadamente emblemático del odio a los judíos, expandió ondas concéntricas sobre muchas interpretaciones. Unas de ellas, que ya había sido formulada por Karl Kraus en la Viena antisemita previa al nazismo, indica que el primer envilecimiento es el de las palabras. Ese aviso acusa hoy al alarde violento y su recio desprecio del pensamiento correcto. Muchos ya habían alertado, durante la campaña electoral norteamericana, la evolución en Trump de un lenguaje con giros y metáforas que danzaban con el diablo. Lo mismo borboteaba en Londres o Polonia y Hungría, y se naturalizaba en otros países. Es evidente el ascenso de la agresión y la violencia en consonancia con esta melodía verbal.

Aquella retorica electoral de Chávez sobre ‘fritar la cabeza’ de sus adversarios, se rememora como su primer gesto hacia la represión venezolana actual. En el caso de los judíos, esa nube verbal es muy antigua, los nazis solo la remozaron, como describió Víctor Klemperer en La lengua del Tercer Reich, pero los precede en siglos, procede de los arcanos del odio social. De ahí que prenda con tanta facilidad, tonifique oscuras hipótesis y encienda las personalidades patológicas. Trastorno raigal, coadyuvado por la sociedad: creerse Napoleón es un lugar común de la locura contemporánea, pero suponer un complot mosaico universal o hacer de los judíos hijos del diablo, es folclore de muchas subculturas.

Quizás uno de los efectos mayores de este crimen en Pittsburgh fue desnudar la pasión antisemita originaria, una fuerza remota, disfrazada en las últimas décadas por una politización encubridora y torpe, munida con pretenciosa ideología contemporánea. El siniestro prejuicio, tan temido por la razón, sobrelleva en esta pulsión una mala salud de hierro que nunca ha cesado. Sus víctimas lo saben. Ninguna larga y milenaria nariz judía deja de olfatear el antisemitismo en las proclamas ambiguas. Desconfía de aquellos que, ignorando enciclopédicamente el Medio Oriente, se rasgan las vestiduras por la injusticia infligida a los palestinos, sin nunca haberse inspirado piadosamente por los chechenos, los kurdos, los rohingas,  los africanos, los venezolanos, las minorías de China, las mujeres árabes y los otros parias del mundo. Nada los anima en esas protestas, no tienen el sabor que ofrecen los judíos a la robusta apetencia del odio. Una trabajada retorica fue siempre acunando esas convicciones, plenas y apasionadas, pero sin otro fundamento que el vigor de una ira inicial. Cuando Robert Bower, ante la sinagoga, proclamó “voy a entrar”, enuncio el pasaje del discurso acumulado al acto, la legitimación y goce de su amado odio, el puro y duro antisemitismo originario.

En tiempos que el antisemitismo era aceptablemente vergonzoso, no dejaba por eso de fluir, de variar en los activos y pasivos políticos y culturales. En la remordiente Alemania de posguerra, hubo notorias trayectorias filo semitas, exculpaciones e incluso conversiones, como la descubierta recientemente en un alto dirigente comunitario. En el diverso mundo islámico, muchos trataron de montarse en la habitual marea antisemita para empujar ideologías extremistas y fertilizar la tradición europea con nuevas siembras. Otros declaraban que no eran antisemitas porque los árabes eran semitas, como si el significado del antisemitismo fuera etimológico en vez de ideológico. Hubo cruces de interpretaciones históricas y geopolíticas, y confusiones que emergieron de esta atmosfera vacilante entre códigos diferentes. Un ejemplo es la negación del holocausto de muchos análisis orientalistas sobre los judíos. Un ejemplo contrario es la adjudicación al fascista muftí de Jerusalén el proyecto central y decisivo del Holocausto, como si la hecatombe hubiera sido esencialmente antisraelí. Es cierto que una tendencia árabe, visceralmente contraria a un Estado judío, parecía confirmar esa conjetura improvisada. En todo caso, la vivencia ancestral persecutoria siempre la guardaban las tensas memorias de la diáspora; mucho menos los israelíes, casi liberados del miedo y con muchos traumas históricos aliviados. Ni siquiera la ritual visita a Auschwitz, el recorrido del museo del Yad Vashem o el difundido juicio a Eichmann, pudieron suministrarles el miedo que ya no sentían. La sensibilidad real, no conceptual, por uno de los prejuicios más feroces de la historia humana, era intuida, a veces descifrada, pero en invicta clave nacional israelí, no en la piel herida de las minorías. La diferencia entre una identidad de mayoría o minoría no es abstracta, permea el pensamiento.

Por una sincronía sugerente y misteriosa en la diana de estas diferencias, las informaciones televisivas compartieron la escena orgullosa de los atletas israelíes, ganadores del campeonato mundial de judo en una capital árabe, con imágenes de la perpleja comunidad de Pittsburg, infamada dramáticamente por el odio elemental de los pogroms. No era ese asesinato una prueba de la banalidad de mal, no era la dificultad filosófica de pensar, ni un error de la razón o un transparente testimonio ideológico, solo un nuevo acierto del viejo odio.

El crimen de Pittsburgh, que posteriormente también ilustró la solidaridad de la comunidad musulmana de EEUU, repone el carácter ancestral, irracional, histórico e inequívoco del antisemitismo. Su patológica y extendida inocencia. Un ácido maligno capaz de atravesar las ideologías, perforar en silencio el mundo bolchevique, los claustros conservadores, la fe polaca, el nacionalismo húngaro o el aislacionismo norteamericano. Es posible moderarlo, pero es difícil pensar su extinción, al menos antes que la defectuosa especie humana comience a enfurecerse con invasores marcianos o venusinos, los hipotéticos judíos del futuro. No es este un odio meramente circunstancial, cumple una función estructural con un Otro de occidente. Su ubicuidad es la de un auténtico viajero, el verdadero errante del tiempo.  Ese odio trashumante rebalsó en Pittsburgh los estratos profundos de la lava, y manifestó su prístino origen, la pavorosa inocencia del mal en la condición humana.

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