He dicho un poeta  en Nueva York, / y he debido decir Nueva York en un poeta. / Un poeta que soy yo (…) / Ya que salgo por un instante de mi largo silencio poético, / porque no quiero daros miel, porque no tengo, / sino arena o cicuta o agua salada
Nueva York de cieno, / Nueva York de alambre y de muerte. / ¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla?/ ¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo? / ¿Quién el sueño terrible de tus anécdotas manchadas?
Federico GarcÃa Lorca
Especial para Ideas de Babel. No es precisamente un halago, un elogio, un rendibú y mucho menos una exaltación de la —para muchos— envidiable y codiciada Gran Manzana, el libro Poeta en Nueva York escrito por el granadino Federico GarcÃa Lorca durante su estancia sabática en Columbia University, sita en la ciudad de los rascacielos que, en poética y terrible lucha, combaten insensatamente “con el cielo que los cubreâ€. Asevera el poeta que cuando se visita Nueva York “en una primera ojeada el ritmo puede parecer alegrÃa, pero cuando se observa el mecanismo de la vida social y la esclavitud dolorosa de hombre y máquina juntos, se comprende aquella trágica angustia vacÃa que hace perdonable por evasión hasta el crimen y el bandidajeâ€.
El poeta granadino suma sus versos neoyorquinos a los del martiniqueño Aimé Césaire, a los del franco guayanés Léon Gontran Damas, asà como a los del senegalés Leópold Séndar Senghor, en apoyo y defensa de la llamada negritud, que en el siglo pasado concitó entusiasta interés de crÃticos y editores. No deja ninguna duda GarcÃa Lorca acerca de su admiración por los negros norteamericanos. Sin empachos afirma: “Es indudable que ellos ejercen enorme influencia en Norteamérica y pese a quien pese son lo más espiritual y delicado de aquel mundo. Porque creen, porque esperan, porque cantan y porque tienen una exquisita pureza religiosa que los salva de todos sus peligrosos afanes actualesâ€.
En sus innumerables andanzas por la megalópolis norteamericana, el poeta en sus recorridos por el Bronx o Brooklyn, observa, compara y concluye, en relación con blancos y negros, sobre los eufemÃsticamente llamados caucásicos o afrodescendientes, y expresa: “…donde están los americanos rubios, se siente como algo sordo: como de gentes que aman los muros porque detienen la mirada, un reloj en cada casa y un Dios a quien sólo se le atisba la planta de los pies. En cambio, en el barrio negro hay como un constante cambio de sonrisas, un temblor profundo de la tierra que oxida las columnas de nÃquel y algún niñito herido que te ofrece su tarta de manzanasâ€.
Pero nada como su apasionado canto a Harlem y a su fabulado Rey; largo es el exordio que antecede a su poema laudatorio, su oda, dedicada a la supuesta e idÃlica majestad de la ciudad negra por antonomasia, “donde lo lúbrico tiene un marcado acento de inocencia que lo hace perturbador y religiosoâ€, leamos y juzguemos:
“Barrio de casas rojizas lleno de pianolas y radios y cines, pero con una caracterÃstica tÃpica de la raza negra que es el recelo. Puertas entornadas, niños de pórfido que temen a las gentes ricas de Park Avenue, fonógrafos que interrumpen de manera brusca su canto. Espera de los enemigos que pueden llegar por East River y señalar de modo exacto el sitio en donde duermen los Ãdolos. Yo querÃa hacer el poema de la raza negra en Norteamérica y subrayar el dolor que tienen los negros de ser negros, en un mundo contrario; esclavos de todos los inventos del hombre blanco y de todas sus máquinas (…) Porque los inventos no son suyos, viven de prestado (…) En aquel hervor, sin embargo, hay un ansia de nación (…) Pero yo protestaba todos los dÃas (…) Protestaba, y una prueba de ello es esta Oda al rey de Harlem, espÃritu de la raza negra y grito de aliento para los que tiemblan, recelan y buscan torpemente la carne de las mujeres blancasâ€.
Y la Oda es precisamente eso, un canto de protesta, versos rabiosos son enjambre de un poema justiciero y vindicador, GarcÃa Lorca se lamenta:
“¡Ay Harlem! ¡Ay Harlem ¡ ¡Ay Harlem! / No hay angustia comparable a tus ojos oprimidos, / a tu sangre estremecida dentro del eclipse oscuro, / a tu violencia granate sordomuda en la penumbra, a tu gran rey vestido de conserje (…) ¡Ay Harlem disfrazada! / ¡Ay Harlem amenazada por un gentÃo de trajes sin cabeza! / Me llega tu rumor, / me llega atravesando troncos y ascensores, / a través de sus láminas grises, / donde flotan sus automóviles cubiertos de dientes y los crÃmenes diminutos, / a través de tu gran rey desesperado, / cuyas barbas llegan al marâ€.
Con el mismo ardor andaluz como el exhibido por el poeta a fin de exaltar a Harlem, denigra de Wall Street, que es “impresionante, por frÃo, por cruel. Llega el oro en rÃos de todas partes de la tierra y la muerte llega con élâ€. Atestigua enfáticamente GarcÃa Lorca —con toda propiedad de espectador favorecido que asistió a las demoledoras secuelas del sangriento Crash del 29, de la terrorÃfica Gran Depresión— la escala y magnitud de la muerte en la calle de la valla:
“Yo tuve la suerte de ver por mis ojos el último crack en que se perdieron varios billones de dólares, un verdadero tumulto de dinero muerto que se precipitaba al mar, y jamás, entre tantos suicidas, gentes histéricas y grupos de desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, como en aquel instante, porque era un espectáculo terrible pero sin grandeza (…) Muerte alejada de todo espÃritu, bárbara y primitiva como los Estados Unidos, que no han luchado ni lucharán por el cieloâ€.
Wall Street ameritó también un poema del granadino, quien, en peculiar cadencia negroide, escribe:
“¡Que no baile el Papa! / ¡No, no que no baile el Papa! / Ni el Rey, / ni el millonario de dientes azules, / ni las bailarinas secas de las catedrales, / ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni sodomitas. / Sólo este mascarón, / este mascarón de vieja escarlatina, / sólo este mascarón. // Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos, / que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas, / que ya la Bolsa será una pirámide de musgo, / que ya vendrán lianas después de los fusiles / y muy pronto, muy pronto, muy pronto. /Ay Wall Street! // El mascarón, ¡Mirad el mascarón! / ¡Como escupe veneno el bosque / por la angustia imperfecta de Nueva Yorkâ€.
Nueva York es soledad en medio de la multitud, la “ciudad de nadie†la llamó con toda propiedad Uslar Pietri; GarcÃa Lorca sobrecogido por la cantidad enorme de gentes que transitan sus calles, constata:
«Nadie puede darse cuenta exacta de lo que es una multitud en Nueva York, es decir, lo sabÃa Walt Whitman que buscaba en ella soledades y lo sabe T. S. Elliot que la estruja en su poema como un limón, para sacar de ella vates heridos, sombras mojadas y sombras fluvialesâ€.
Nada mejor para ilustrar el bullicio, el tráfago, la algarabÃa, la bulla y el gentÃo neoyorquino que la feria dominical del Coney Island, a la que asiste más de un millón de personas que ensucian sin piedad, orinan por doquier, dejan a granel latas abolladas, periódicos regados y cigarrillos aplastados, y además vomitan en grupo. El impresionado español del sur, temeroso y previsivo ante cualquier muy posible accidente, esgrime un arma poética:
“Me defiendo con esta mirada / que mana de las ondas por donde el alba no se atreve, / yo, poeta, sin brazos, perdido / entre la multitud que vomita, / sin caballo efusivo que corte / los espesos musgos de mis sienesâ€.
Pasea el escritor por los alrededores de la ciudad que no duerme para huir del caluroso y húmedo verano neoyorquino que compara con el de Ecija, el sartén de AndalucÃa, e informa:
“Se termina el veraneo porque Saturno detiene los trenes y he de volver a Nueva York, La niña ahogada, Stanton niño (come azúcar), y las señoras pantalonÃsiticas me acompañan largo rato.
El tren corre por la raya del Canadá y yo me siento desgraciado y ausente de mis pequeños amigos (…) Después otra vez el ritmo frenético de Nueva York. Pero ya no me sorprende, conozco el mecanismo de las calles, hablo con la gente, penetro un poco más en la vida social y la denuncioâ€.
Una vez más, GarcÃa Lorca esgrime su pluma justiciera, blande su verso acongojado, para evidenciar las iniquidades, los sinsentidos, la abulia e indiferencia de unos neoyorquinos indiferentes, para quienes la noción de prójimo es una palabra dominguera voceada al socaire de rapapolvos en intachables iglesias y severos templos. Subraya el poeta:
“Yo denuncio a toda la gente / que ignora la otra mitad, / la mitad irredimible / que levanta sus montes de cemento / donde laten los corazones / de los animalitos que se olvidan / y donde caeremos todos / en la última fiesta de los taladros (…) Yo denuncio la conjura / de estas desiertas oficinas / que no radian las agonÃas, / que borran los programas de la selva, / y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas / cuando sus gritos llenan el valle / donde el Hudson se emborracha con aceiteâ€.
Y antes de huir de Nueva York, “la urbe arrolladoraâ€, en viaje “hacia las hermosas antillasâ€, el escritor confiesa que se marcha de la Gran Manzana “con sentimiento y admiración profundaâ€, rinde —antes de partir— sentido y postrero homenaje a su admirado Walt Whitman en un testamento dual de dolor y esperanza:
“Y tú, bello Walt Whitman, duerme a orillas del Hudson / con la barba hacia el polo y las manos abiertas. / Arcilla blanda o nieve, tu lengua está llamando / camaradas que velen tu gacela sin cuerpo. / Duerme, no queda nada, / una danza de muros agita las praderas / y América se anega de máquinas y llanto. / Quiero que el aire fuerte de la noche más honda / quite flores y letras del arco donde duermes / y un niño negro anuncie a los blancos de oro / la llegada del reino de la espigaâ€.