Stefan Zweig
Zweig habla de mujeres rebeldes, insumisas, insurgentes frente a la ley y a la moral.

Una chica casi adolescente pierde la cabeza por un escritor, vecino de su edificio, al punto de pasarse la vida intentando infructuosamente que él note su presencia. A pesar de concebir un hijo, nunca consigue que él la reconozca y muere sin obtener otra cosa que limosnas esporádicas de tiempo compartido en el anonimato. Una dama de buen nivel, viuda, madre de dos niños, se lanza a salvar de sí mismo a un joven vicioso del juego con quien establecerá un contacto físico mínimo y degradante que la arrastrará durante 24 horas al abismo de una pasión incomprensible.

Estas dos historias constituyen dos de las más seductoras novelas que se hayan escrito sobre la fuerza desconocida que hace peligrar toda la vida cuando se pierde el control y el arrebato emocional gana la partida en la lucha entre el deber ser y el deseo. Escritas, respectivamente en 1922 y 1926, sorprenden por su audacia al relatar dos aventuras femeninas al margen de las convenciones sociales de su época , retratando mujeres capaces de destruir sus vidas con tal de arder en la llama del deseo feroz que las consume.

Carta de una desconocida es una narración concebida dentro de una larguísima misiva final, donde la protagonista recoge los recuerdos de su larga peregrinación para conseguir la atención del hombre que la obsesiona desde la infancia y que, al término de su vida, sigue sin saber que ella es la mujer con la que se ha acostado varias veces, la madre de un hijo ya fallecido del que nunca se enteró, la remitente de los ramos de flores que le llegaban en cada cumpleaños. Esa mujer sin rostro ni nombre, al pie de la tumba, decide contarle todo por escrito al hombre del desamor, al seductor indiferente que nunca se ha molestado en saber quién es. Podría parecer un acto de amor pero huele más a venganza. Revelarle al depredador su crueldad, su indiferencia, su arrogancia cuando ya nada puede hacerse. Responsabilizarlo de lastimar dos vidas que se le entregaban sin condiciones. El hijo y ella asesinados por su inconsciencia. Y ahora, que esa acusación penetre hasta el tuétano de sus huesos y se quede allí arrebatándole, si es posible, la vida a él también.

Leemos la carta al mismo tiempo que la lee el responsable de la tragedia recién develada. La leemos a través de sus ojos que, suponemos, se asombran de su propio cinismo. O más bien se asombran de la enajenación  de la mujer que, sin pudor, admite haberse valido de estratagemas para llegar hasta sus brazos, enajenando su voluntad en cada movimiento que pretendía adueñarse del hombre que nunca la miró a los ojos, que nunca la recordó, que nunca se interesó verdaderamente por ella. Esta doble perspectiva clava su garra en lo mejor de la historia: víctimas y verdugos danzan acompasadamente para que no resulte fácil reconocer los límites entre el cazador y el cazado. Para que se nos haga difícil juzgar y dar o quitar la razón a uno u otra. Ella se pierde a sí misma en una decisión auto-destructiva, él vive perdido jugando a vivir haciendo daño impunemente. Ella apuesta a una sola carta y pierde. Él apuesta a todas, y pierde.

24 horas en la vida de una mujer repite la figura del seductor sin escrúpulos, de la mujer entregada que renuncia a sí misma por una obsesión irracional, de seres extraviados en sus emociones irrefrenables. Otra vez topamos con una confesión extemporánea, ahora de viva voz. Una mujer de edad le cuenta una aventura audaz y dolorosa de su juventud a un hombre joven que comparte con ella y otros huéspedes las instalaciones de un hotel vacacional, en el cual otra mujer ha abandonado a su familia para unirse a un hombre casi desconocido que la ha seducido intempestivamente. La huida de esta mujer en el presente lleva a Mrs. C.  a revolver su pasado para desembarazarse del peso de ese recuerdo malsano: su propio desvío de la norma hace ya mucho tiempo, lo que le permite mayor capacidad de auto-crítica y mayor distancia emocional. En esta historia tampoco hay final feliz: el ludópata se suicida y ella queda condenada a convivir con la mancha de haberse rebajado hasta quedarse sin el menor rastro de dignidad.

En ambos casos el autoengaño de las protagonistas está servido. La primera no cesa de justificar su obsesión como el producto legítimo de un amor verdadero, cuya prueba fehaciente —dice ella— es haberlo sentido toda la vida sin descanso ni pausa. La segunda se cuenta el cuento de la necesidad inexplicable de sacar al muchacho del vicio, casi en un acto maternal de protección que por extraños caminos termina en la cama. Su soledad, su juventud, el dolor por la muerte del esposo, la separación de los hijos pequeños,  construyen una escenografía  en la que se apoya su conducta censurable para armar una coartada verosímil. Ambas afirman que obedecieron a la pasión y esta es incontrolable. Están eximidas de todo juicio y todo reproche. Quien no ha caído en la tentación que tire la primera piedra.

Ambas historias aumentan su atractivo por el compás magistral de la prosa de Zweig. Elegante, plástico, incisivo, lacerante, minucioso, doliente, el verbo del autor logra darle vida a cada instante de la peripecia arrolladora de estas obras, fotografiando gestos, paisajes, emociones, ideas al punto de dibujar una tela donde cada elemento se funde con el otro para proponer una atmósfera que hace inseparable el clima interior del exterior.

No solo la maestría de su escritura lleva la marca de un autor comprometido con la máxima expresión y cuidado del lenguaje. Zweig revela a Zweig en cada giro de sus ideas. Fanático del pacifismo, defensor de la utopía europeísta, abanderado del entendimiento como panacea para las heridas de su tiempo, el escritor acompaña con compasión y condescendencia el tormento de estas mujeres que arden en una hoguera cuyo fuego han encendido ellas mismas y en el que arden sin arrepentirse. Enemigo de juicios lapidarios, Zweig nos sienta a escuchar sus alegatos desde la neutralidad. La misma que le valió el rechazo de sus contemporáneos judíos que no le perdonaron su mesura ante la avanzada nazi. Zweig entendía a los alemanes como a sus mujeres de ficción:  arrebatados por fuerzas indomables se dejaron llevar lejos de la razón y cometieron toda serie de barbaridades. La naturaleza humana es así. La historia de los pueblos y los hombres lo demuestra.

En este caso se trata más bien de la historia de las mujeres. Zweig habla de mujeres rebeldes, insumisas, insurgentes frente a la ley y a la moral. Prófugas del deber ser y la moral al uso, se van de paseo con sus impulsos suicidas porque la perdición las atrae y sucumben con mucha pena y nada de gloria al guiño hipnótico que las convoca. Mujeres de la burguesía atrapadas en la jaula del honor aparente que un buen día se quitan las vestiduras respetables y le dan vacaciones a la moral y las buenas costumbres. Lo pagan caro, es cierto; pero también sale carísima la prisión de la norma. Puestas a elegir parece que levantan la mano a favor de la libertad con sufrimiento y no de la seguridad enjaulada.

La amistad larga y fraterna entre Freud y Zweig —recopilada en una correspondencia más que interesante— puede haber sido uno de los pilares temáticos para escribir estas dos breves novelas donde la dimensión del mundo interno de las mujeres se agiganta frente a todos y desnuda almas complejas, sinuosas, cargadas de matices, sensuales y con un poder capaz de revolver los cielos y la tierra si se lo proponen. Mujeres instintivas, fuertes, telúricas que en nada semejan a las damiselas delicadas de la construcción social impuesta. Mujeres aguerridas que luchan con ese enemigo invisible que son ellas mismas y rinden la vida en la batalla con cierta mueca irónica por haber vivido a fondo. Los descubrimientos del psicoanálisis fascinaron a Zweig y ¿dónde podrían estar mejor plasmados que en narraciones que revelan los secretos del alma de quiénes habían estado en silencio hasta ese entonces y seguirían estándolo mucho después por temor a la incomprensión y el rechazo? Entre las páginas de un libro nuestro secreto está mejor guardado… ¿finalmente son fábulas inventadas, no?

En 1942 Stefan Zweig y su segunda esposa, Lotte, se suicidan en Brasil ante la angustia de creer que los nazis ganarán la guerra y no habrá lugar en el mundo que los resguarde. Han pasado por varios exilios, han sido perseguidos y lastimados. Nada le hace creer al intelectual austríaco que el futuro será luminoso. Como él mismo dice, la impaciencia le impide aguardar por un mañana que solo augura el fin de la civilización y la cultura que le dio sentido. Prefiere morir que verlo llegar. Arrebatado también por una pasión, sucumbe a los susurros tentadores de sus propios demonios. Tres años después, Hitler pierde la guerra y Occidente recupera los signos de su grandeza. Zweig no podrá verlo, pero sus ideas quedan como legado eterno de su nobleza de espíritu.

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