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Película obsesiva, incontenible, personal y compleja, Los abrazos rotos ha dividido opiniones y no ha pasado desapercibida. Cuando se estrenó en Cannes de este año, leí la crítica española presente en el festival y me hice la idea de una pieza que marcaba la decadencia del cineasta español más universal de la contemporaneidad. Más allá de los prejuicios, encontré en la nueva obra de Pedro Almodóvar una mirada sobre sí mismo y sus obsesiones, en primer lugar,  y sobre su afectividad desbordante hacia los personajes femeninos, en segundo término, sin excluir su amor por el cine y su fascinación por el juego de las máscaras. Porque, en definitiva, se trata de los desvelos constantes en su filmografía: amores imposibles, infidelidades, vidas dobles, venganzas, enajenación. Muy Almodóvar.

El punto de vista que narra la película es la de Mateo Blanco (el muy eficiente Lluis Homar), un  consagrado director de cine (primera referencia fílmica) que queda ciego tras sufrir un accidente automovilístico en el que muere Lena, el amor de su vida. Ya no puede dirigir y se convierte en un guionista que firma sus trabajos con el seudónimo de Harry Caine. Aún más: Mateo Blanco se convierte en Harry Caine. Confiesa que existen dos hombres en una misma persona. He aquí su segunda referencia cinematográfica: Harry Palmer se llamaba el espía británico de The Ipcress files (1965), film de Sydney Furie a partir de la novela Len Deighton. ¿Cómo se llamaba el entonces joven actor inglés que lo interpretó? Acertó: Michael Caine. Personaje e intérprete muy particulares, en las antípodas de James Bond, que habrían de participar en otras cuatro películas con suerte desigual. Entonces, este Harry-Caine de Almodóvar  es un hombre que observa desde su ceguera y sobre todo recuerda una historia que desde 2008 se remonta hasta 1992, siempre en Madrid. Clásico relato de dos vidas diferentes que se cruzan por el azar y se enganchan en una pasión desbordante que desafía el poder económico, los celos y la envidia.

La inserción del segundo personaje protagónico, Lena (la insaciablemente bella y talentosa Penélope Cruz), una humilde actriz sin suerte pero con mucha ambición, se realiza en 1992 a través del dibujo de un cuadro de desequilibrio social. Ella es secretaria de Ernesto Martel (el eterno José Luis Gómez), exitoso hombre de negocios maduro que se desvive por ella y que consigue ganársela por su poderío económico y por la pobreza de Lena. Historia clásica, sin muchas sorpresas. Lo interesante es que la chica actúa en su vida afectiva, es decir, representa un personaje: a la mujer de la que está enamorado Martel. Una actriz en un escenario íntimo —la cama, la habitación, la casa— que busca encontrar un espacio más grande —el set de rodaje de una película— y se vincula con el nuevo proyecto de Mateo Blanco, con quien, obviamente, vivirá un tórrido romance secreto, con sus consecuencias inevitables. Esta escueta anécdota —nada innovadora, la verdad— constituye la plataforma dramática sobre la cual Almodóvar desarrolla sus obsesiones incontenibles en un homenaje al cine de los maestros —el Hitchcock de Vértigo y el Rossellini de Viaje en Italia— y a su propia filmografía, en particular Mujeres al borde de un ataque de nervios. Son los símbolos de la feminidad perseguida —Kim Novack, Ingrid Bergman y una Penélope Cruz que evoca a Carmen Maura— en abierta referencia al melodrama que se expresa en la necesidad de una fuga más vital que física.

El otro rasgo fundamental del film hay que encontrarlo en el desdoblamiento de sus seres humanos. Siempre hay una historia oculta, un misterio que nadie cuenta, un “yo sé pero no te digo” emparentado con la preceptiva básica de la telenovela. Parece un guiño al espectador, más que un intento de ofrecer cierta originalidad. Ese juego de máscaras existe en la relación entre Martel y Lena, y se despliega en un típico triángulo con Mateo. Las historias laterales —la productora Judit García, su hijo Diego, el hijo de Martel, la madre de Lena— conforman muros de contención para una pasión desmesurada y condenada desde el principio. De alguna manera, todos mienten, todos representan otro personaje, todos actúan. Como miente, representa y actúa un director de cine ciego que se transmuta de Mateo Blanco a Harry Caine. O como el propio Almodóvar que miente, representa y actúa en cada una de sus películas para mostrar sus propias obsesiones, manías y fobias.

Gracias a la bien concebida y orquestada fotografía del mexicano Rodrigo Prieto, Los abrazos rotos proporciona un deleite visual, tanto en los distintos interiores donde se mueve la trama como en los sorprendentes exteriores con aspecto de paisaje lunar. Almodóvar y su director de fotografía mueven la cámara con inquietud, con angustia, salvo en los planos en que la acción interna del encuadre es más importante. Por ejemplo, en la escena de la escalera cuando el cuerpo de Lena rueda inexorablemente. O cuando Lena y Mateo se entregan al sexo con una actitud bestial, sin mesura, en abierto desafío al mundo exterior.

Almodóvar intenta regresar a lo que fue sin excluir lo que es actualmente. Un realizador maduro, reconocido, notable, que a sus 60 años evoca sus pasiones de los años ochenta, con sus mujeres acorraladas y su necesidad de hablar de lo que está más allá de las apariencias. Tal vez por ello haya convocado a sus actrices de siempre a interpretar pequeños papeles: Chus Lampreave, Kiti Manver, Lola Dueñas, Mariola Fuentes, Kira Miró, Rossy de Palma. Y rescata del olvido a Ángela Molina, como la madre de Lena. Pero sobre todo supo sacarle mucho partido a Penélope Cruz, Lluis Homar, José Louis García y Blanca Portillo, a través de una composición de personajes que interactúan develando sus secretos y manías.

Los abrazos rotos se despliega de manera excesiva ante los ojos de quienes quieran encontrar una historia apasionada que va del presente al pasado, de la vida a la muerte, de la memoria al olvido, del amor al miedo. Pero ese exceso forma parte de su esencia, de su nerviosismo, de su necesidad de cerrar ciclos. Ya lo dice Mateo Blanco al final: “las películas hay que terminarlas, aunque sean ciegas”.

LOS ABRAZOS ROTOS, España, 2009. Dirección y guión: Pedro Almodóvar. Producción: Agustín Almodóvar y Esther García para El Deseo y Pathé Productions. Fotografía: Rodrigo Prieto.  Música: Alberto Iglesias. Montaje: José Salcedo. Elenco: Penélope Cruz, Lluís Homar, Blanca Portillo, José Luis Gómez, Rubén Ochandiano, Tamar Novas, Ángela Molina, Chus Lampreave, Kiti Manver, Lola Dueñas, Mariola Fuentes, Kira Miró y Rossy de Palma, entre otros. Distribución: UIP

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