Chet Baker
Había olvidado los aplausos, la ovación, pero no el rostro de aquella mujer que lo miró intensamente antes de que él desapareciera por la puerta trasera del bar.

Especial para Ideas de Babel. Caminaba con el resplandor suave de la luna. Había tocado la trompeta toda la noche, subyugando a un público ebrio y entusiasta. Lo había hecho con los ojos cerrados, porque era la mejor manera de sentir la música más profunda y sensual. Inclusive, cuando cantaba una canción casi triste, lo hacía aferrado al micrófono. Algunas de esas canciones que su voz llenaba de lágrimas, los ojos de aquellas mujeres solitarias que no dejaban de beber, mordiendo las copas que arriesgaban sus labios. Sin embargo, el trompetista no estaba cansado, y no tenía sueño a la hora de ese último bostezo que es la madrugada. La calle solitaria lo esperó y lo hizo suyo con sus lentas pisadas. Había olvidado los aplausos, la ovación, pero no el rostro de aquella mujer que lo miró intensamente antes de que él desapareciera por la puerta trasera del bar. Cuando el amor toma, no deja. Había oído decir. Caminaba sin pensamientos, suspendido con el humo de un cigarrillo que lo envolvía junto a una tenue neblina. De repente, detuvo sus pasos, levantó la cabeza y se quedó mirando el ojo azul de la luna. Llevó la trompeta a sus labios y comenzó a tocar una melodía lejana que jamás había tocado. De repente, a sus espaldas, oyó la tibia voz de una mujer que le susurraba al oído.

—Sabes, estás hecho para amarte.

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