Ana Teresa Torres
Cuenta Ana Teresa Torres en ‘Nocturama’, una distopía épica (y trágica) que se precipita por el escenario de una Caracas apocalíptica.

Especial para Ideas de Babel. Se llama Nocturama la zona de los zoológicos donde viven enjaulados los animales de la noche. Los que actúan en la oscuridad. Los que desarrollan todas sus potencialidades en el marco nocturno. De día, prácticamente, no existen. De día no tienen oficio, ni sentido. La luz los asusta. Los deja en evidencia.

Bajo el amparo de este símbolo se edifica la historia que cuenta Ana Teresa Torres en Nocturama, una distopía épica (y trágica) que se precipita por el escenario de una Caracas apocalíptica. Anónima y mal disfrazada, nuestra ciudad es el lienzo de la batalla plural que sus habitantes libran para apropiarse de lo que son, desprendiéndose de lo que han creído ser. En singular y plural. Colectiva y solitariamente. Nocturama a los pies del Ávila: ardiendo cada día con la esperanza de que llegue un último fuego redentor y, por fin, la vida eterna prometida. Pero nada. Que va a ser que no. Que todavía queda mucha noche por atravesar y falta mucho por arder.

La novela nos regala aciertos sobresalientes en su arquitectura y su temática. La figura del narrador es uno de ellos. Toma de Austerlitz,  novela del alemán W.G. Sebald (como reconoce el epígrafe) el marco de referencia que apunta a una sociedad que vive tal fauna de nocturama; y reproduce a un narrador intermediario, una especie de negociador de la trama que conecta a todos los personajes entre sí y con él mismo a partir de ser el que cuenta lo que los demás le cuentan. Y esta presencia queda marcada explícitamente con los registros del habla que así lo indican todo el tiempo: “dice que le dijo…”. Este narrador es un personaje llamado Aspern, quien escribe la historia de un lugar llamado Nocturama, y le cuenta esto al protagonista, Ulises Zero, mientras le cuenta a un grupo de cuatro amigos la historia del propio Ulises Zero. Cajitas chinas o muñecas rusas, da igual. Lo que cuenta es que se cuenta. Que somos seres apuntalados por historias ajenas. Y que el material fundamental de la vida está hecho de cuentos. Mentiras bien vestidas, que calman la angustia y nos dan de comer una paz prefabricada a la medida de nuestras necesidades. Este narrador separa la acción del lector y la presenta decididamente dudosa, desconfiable. Se ocupa de anular toda certeza. Solo quedan las certidumbres posibles que se dan en el acuerdo del juego de ficción. Toda verdad personal o social queda deliberadamente anulada en su pretensión verosímil. Todo es posible porque lo que ocurre no es posible. No sé si alguien que no sea venezolano entenderá esta paradoja.

El protagonista, Ulises Zero, resume la angustia identitaria y la expone sin pudor. Como su nombre, emprenderá una aventura para saber lo que es capaz de ser y hacer. Como su apellido, se dedicará a verificar que la inexistencia es su carnet de identidad. La identidad es un sueño imposible; no ha sido ni es ni será. Los Ulises posmodernos están condenados a una Odisea marcada por el fracaso. Los Ulises posmodernos viven mentiras para ser en sus mentiras. Única forma de ser. Ulises ha borrado su pasado, no sabe quién es en el presente y su peripecia consiste en inventarse un futuro a ver si resulta. Futuro que recorre la cuerda floja entre dos polos antagónicos que deben convivir por la fuerza: del Hotel Oasis, ruinoso y degradado, a las Torres Urbex, exultantes de poderío económico, se traza el camino de la violencia anunciada y sobrecogedora. La violencia instalada en los túneles suburbanos de una ciudad bestial, que emula a Saturno devorando a sus hijos y destruyéndose a sí misma. No es cualquier parecido con la realidad. Es el parecido más parecido a la realidad.

Pero no se trata de una tragedia gratuita. Se trata de la épica de un pueblo que no tiene historia y se dedica a elaborarla artificialmente con trozos de la historia universal que conoce y que va remendando con torpeza, a retazos incongruentes, para tener una identidad que lo represente. Este pueblo no tiene héroe, ni plaza que lo honre con estatua ecuestre o busto de bronce,  y busca desesperadamente tenerlo. Procede, entonces, a inventárselo. En vista de que está difícil la producción de héroes naturales y, sobre todo, respetables, pues… hay que echar mano de lo que aparezca. Y como cualquiera sirve, porque lo que cuenta es que llene el vacío, que aleje el miedo y se deje adorar, se unge a la próxima calamidad nacional. El elegido no es muy coherente, y a fuerza de desesperar a los desesperados termina por generar miseria, discordia y caos. La parodia dolorosa de nuestra propia épica es de lo más brillante de la novela. Nos obliga a aterrizar frente al espejo: sufrimiento seguro,  pero quizás, aleccionador.

Mientras tanto, Ulises sigue navegando en busca del ser perdido. Otro punto genial de la novela: la historia del experimento de ‘identidad aleatoria’ que consiste en que los individuos cansados de ser lo que son adopten una identidad diferente, proporcionada por un psiquiatra experto que los dota de otra vida, con problemas, sufrimientos y condiciones distintas por un tiempo determinado, eliminando todo recuerdo de su vida anterior. Ulises es parte de ese experimento y nunca logrará recuperarse en su ser original. Un detalle: el experimento está reseñado por una tal Mary Shelley. ¿Les suena Frankenstein? Otro detalle: el experimento tiene un problemita, “la vida podía cambiarse pero la persona era la misma.” Último detalle: según el testimonio de una de las voluntarias, “…sentirse ella por primera vez, sin ser ella ( permitió) que se conociera a sí misma y eso era suficiente.” Hay esperanza.

El paralelo trazado entre la historia del pueblo sin historia, y la vida de seres sin historia se estrecha hasta la agonía. Pueblo y hombres serán arrasados por bandas criminales que reverencian a dioses infra humanos hambrientos de sangre. Ulises, Eudora (la mujer que se empeña en ser quien inventa ser), Walter (el conserje del Oasis, hijo de emigrantes, cuya historia nos llega porque Ulises se la cuenta a Aspern y Aspern se la cuenta a sus amigos) y el enjambre enajenado que pulula por la ciudad letal van muriendo asesinados o terminan huyendo a refugios extranjeros (Amberes, Berlín) donde la fantasía promete que está el Paraíso. En cualquier parte, menos aquí. En esta novela todos son refugiados. Todos huyen, han huido y seguirán huyendo. Nadie quiere su realidad. A nadie le gusta. Y nadie está dispuesto a remediarla. Salir corriendo es la consigna.

En la periferia de la urbe maldita se siguen reuniendo Aspern y sus amigos de apellido sajón (homenaje a la novela inglesa que tanto le gusta) para jugar a las cartas, beber y comer pastelitos mientras escuchan esas historias raras que ocurren lejos del refugio que se han construido para no enloquecer.

Portada Nocturama.eps
Portada Nocturama.eps

Hay muchos tipos de animales nocturnos. Todos hijos de la negligencia y el miedo. Individuales o en masa, son nuevos Frankensteins nacidos por obra y sin gracia de la irresponsabilidad desmemoriada. De la libertad mal entendida. De la irreflexión. De la angustia por sucesos que los sobrepasan y no tienen cómo convertir en vida bien vivida. Enjaulados, desarraigados, prófugos de sí mismos o saltando de disparate en disparate no pasan de ser almas sin luz, castigadas a vagar por la ciudad arruinada. Hasta que encuentren a su sombra perdida y se la cosan a la planta de los pies.

NOCTURAMA, de Ana Teresa Torres. Ediciones Alfadil, Caracas, 2006. Nº 1 de la Biblioteca Ana Teresa Torres.

 

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