Ricardo Bello
Después de siete libros editados, Ricardo Bello nos sorprende ahora con un hermoso libro titulado ‘El año del dragón’.

“El instante es un cuerpo que cambia de mundo”

Roland Barthes

A finales de septiembre del año 1983, cuando entré a una de las aulas de clases de la Universidad Simón Bolívar, dispuesto a reinventar los posibles conocimientos adquiridos en mis años de estadía en los Seminarios de Guanare y de Barquisimeto y, luego, en el King’s College de la Universidad de Londres, sobre los temas insondables de la imagen y la epifanía, como puntos de llegada y de partida en todos los lenguajes del arte, armado, como siempre lo he estado, de una Biblia, ya casi descuadernada, y de los poemas de Enriqueta Arvelo Larriva, descubrí, de pronto, a un joven que me sonreía desde el pupitre, sin quitar la vista de los libros que llevaba conmigo.

Como siempre lo hago cuando entro en un salón de clases, coloqué los libros sobre la mesa, sin perder de vista al joven que seguía mis movimientos. Pícaramente, dibujaba una sonrisa mientras se cambiaba, una y otra vez, de pupitre, como si no se sintiera cómodo en ninguno de ellos. Sólo se serenó cuando ocupó uno de los asientos de la primera fila, equidistante al  mío, sin apartar la vista de los libros, mientras yo me disponía a comenzar un nuevo viaje hacia el tema favorito en mis clases y en las conferencias dictadas a lo largo de toda mi existencia: La imagen y la epifanía, los pozos insondables en el arte.

Aquella tarde inolvidable pasé más de tres horas hablando de ese tema, mientras los oyentes, quizá asombrados, estupefactos pero no aburridos, reinventaban, desde sus pupitres, algunas anécdotas sobre la batalla de Jacob con el Ángel; los espejos de Salomé y el engaño a la Reina de Saba; el rapto de Helena y la fábula del tiempo a partir de la imagen de un niño que juega a crear el sol frotando dos piedras, tratando de sacar chispas de las disquisiciones de los filósofos presocráticos, en especial las del gran Heráclito de Éfeso: sintetizaba, a través de mi discurso, en la gota de un río inagotable, todas las fábulas en los pies de un niño que, al jugar con las piedras, medía el universo y reinventaba las múltiples historias tejidas por los oyentes desde sus pupitres.

El joven que no dejaba de sonreír, no reescribía ninguna fábula. Seguía mirando atentamente el puñado de libros colocados por mí encima de la mesa.  O, por lo menos, eso creí en aquel instante cuando —sin esperar a que terminara la clase— se levantó y, después de pedirme permiso, casi en susurros, tomó uno de los textos que llevaba conmigo. Empezó a hojear el libro que habría llamado su atención, desde el momento de ser colocado encima de la mesa: El otro incastrable, de Daniel Sibony.

Retornó al pupitre con el libro en la mano. Luego de hojearlo, registró en una libreta los datos bibliográficos. Se levantó de nuevo, para devolverme el libro, después de darme las gracias, tras un apretón de manos y pronunciar su nombre:

—Gracias, profesor. Soy Ricardo Bello. Saludos le envía su amigo Oswaldo Trejo.

Desde aquella tarde, la presencia de Ricardo Bello ha sido constante a lo largo de toda mi existencia. Sin intuir en aquel instante que empezaríamos a tejer una amistad tan sólida como una de las piedras que acomodo en el canastillero de mis santos. Desde esa tarde, empezamos a intercambiarnos libros y a comentar lecturas, tras cada uno de nuestros prolongados encuentros, durante casi cuarenta años.

Compartimos experiencias laborales en el Ateneo de Valencia, institución en la cual Bello se desempeñó ad-honorem, en calidad de Director de Artes Visuales, mientras, al mismo tiempo, nos asesoraba en la organización de los Coloquios de Literatura, junto con la infatigable Sachenka Oropeza,  así  como en la conservación de la  valiosa colección de arte del ateneo y su Biblioteca Enrique Tejera, única en su riqueza patrimonial en materia de sociología, filosofía y lenguaje de las artes, en el interior de nuestro país.

Aquel joven que conocí en la Universidad Simón Bolívar, quien se trasladó de Caracas a Montalbán, estado Carabobo, para dirigir la producción de naranjas en la Hacienda Montero y, ocasionalmente, dictaba clases de posgrado en la Universidad de Carabobo, siempre me sorprendía con su erudición, por la fogosa pasión por los libros. Seguramente no sólo me sorprendería a mí sino también a quienes fueron sus condiscípulos, cuando cursó estudios conducentes a la Licenciatura en Letras en la Universidad Central de Venezuela y de Maestría en Literatura Hispanoamericana y de Doctorado, en la Universidad Simón Bolívar, de Caracas. Su erudición sorprendía, de una o de otra manera, a  quienes lo hemos tenido cerca, erudición que ha estado acompañada de una incansable producción literaria que incluye novela, ensayo, crónica, publicados desde 1992, cuando dio a conocer su novela Anareta y un hermoso y contundente ensayo:  Lezama Lima, lector de Pascal.

Después de siete libros editados, nos sorprende ahora con un hermoso libro titulado El año del dragón, publicado en 2015, por Editorial La Castalia, dentro de su Colección Revista Montero, texto que pareciera resumir en sus páginas, no sólo la experiencia de Bello como escritor sino, al mismo tiempo, hilvanar anécdotas en un diario que tiene la particularidad de ser estructurado en fragmentos. A través de la lectura de tales fragmentos, asistimos, con el autor, a la recuperación de su experiencia vital como estudiante de bachillerato en los Estados Unidos, estudiante universitario en la UCV y en la Universidad Simón Bolívar y, al mismo tiempo, a una suerte de inventario de lo que fue y sigue siendo su formación como escritor.

Al recorrer los espacios de El año del dragón viajamos con Bello, a través de la concatenación de fragmentos de ese diario, en los cuales se combinan la narración de anécdotas personales y la exégesis de textos ajenos. Ambos recursos resultan fundidos en el  diario, en pos de plasmar, a través de un contrapunto de técnicas literarias —descripciones, diálogos, monólogos— visiones y recuerdos apasionados de una vida contada en instantes transmutados en  aristas iridiscentes: una historia hilvanada a partir de la conciencia de la aceptación de la memoria como fragmento luminoso, coletazo de un dragón y llamarada.

En sus brillantes ensayos anteriores: Lezama, lector de Pascal —libro que debería ser reeditado y que un Charles Baudelaire, aun cuando se me acuse de hereje por emitir tal aseveración, leería con entusiasmo, tras descubrir, en este texto, un cruce semántico con su magistral y paradigmático poema Correspondencias—, Arte y miedo, África y la Teoría Literaria, como digno heredero de Michel de Montaigne, Ricardo Bello nos deslumbró con su capacidad reflexiva, el abordaje lúdico de sus disquisiciones y correspondencias entre sus pensamientos y reflexiones con referencias a citas de numerosos autores. Estableció, de esa manera, un verdadero cruce de espejos, como búsqueda formal en su creación literaria, acompañando su tránsito con referencias a esos autores que cantan los transportes del alma y los sentidos. Sus primeras obras echaron los cimientos de un lenguaje que fundiría reflexión y poesía. En El año del dragón —hasta hoy su última obra— anuda, definitivamente, la forma de todas sus creaciones anteriores. Ellas signaron los puntos de partida, la confluencia de voces ajenas y la suya propia, en su tránsito exegético por los hallazgos de otros autores cuyos legados reinventaría Bello de manera lúcida, proporcionando ‘nuevas’ visiones, novedosas lecturas de grandes filósofos y poetas estudiados por él a lo largo de toda su existencia.

El año del dragón, sin duda alguna, gran nudo formal, funde y reescribe todos los hallazgos de Ricardo Bello, en su peculiar tránsito por el terreno resbaladizo del ensayo como espejeo insondable. Las técnicas del contrapunto y fundido constantes, tras el cruce de reflexiones propias con los hallazgos de otros autores —técnicas, como hemos señalado,  ensayadas en sus  obras anteriores— alcanza en este libro,  la síntesis plena de diversos géneros literarios: el espejo  deviene como producto de la síntesis de técnicas del ensayo, del cuento y de la crónica. De esa manera, Ricardo Bello alcanza en esta obra un verdadero paroxismo.

El año del dragónEn El año del dragón, Bello, no solamente recurre al espejeo constante como sustrato y fundamento de sus reflexiones, sino que incorpora, además, como señales de identidad, un continuo devaneo de crónicas y cuentos, a partir de un progresivo registro de voces. Esas voces hilvanan o funden los fragmentos que remiten a situaciones anecdóticas relacionadas con las vivencias del autor. Pero, también, con el universo familiar que rodeó a Ricardo, a lo largo de sus años de adolescencia y adultez: entre ellas, la imagen de su padre, Ricardo Henrique Bello, profesor de filosofía, de larga data en la Universidad Central de Venezuela, gran arquetipo entre todos los miembros de su universo familiar. Su padre facilitó no sólo los recursos para su formación personal, en lo intelectual, sino que  hizo partícipe a su hijo de la vivencia y llama constante, siempre encendida por la pasión hacia los libros, así como, también, le brindó la información, la pasión por el conocimiento y el abordaje de temas filosóficos. Pero, sobre todo, un ser sumamente valioso en su tenaz tarea de inculcar, en su hijo, los valores que signarían la continua e infinita búsqueda del joven Bello: la especulación constante, la aventura de su formación intelectual y humanística. Igualmente, su padre brindaría  la asistencia y el apoyo moral a su hijo, cuando éste decidió dar un salto existencial a través del tránsito por experiencias con sustancias alucinógenas, tras la búsqueda de un gran valor que pareciera haber sido para Bello un puente, su más grande pozo existencial: el afán por la búsqueda de la libertad plena.

El ansia de la libertad condujo al joven Bello a una experiencia que marcaría su existencia como norma y escudo de vida: el viaje constante, la aventura, el tránsito por diversos escenarios, tan pronto decidió dejar la casa de sus padres. Esos escenarios —espacios citadinos y espacios literarios— devendrían luego tanto en chispas como en llamaradas: su concurrencia a las aulas de clase en colegios norteamericanos,  en la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, y el recorrido por los libros de diversos autores, se constituirían para el joven estudiante en auténticas sombras, en verdaderos árboles de un bosque de ensoñaciones constantes. Tales experiencias  signarían, cada vez más, de manera creciente, como ola que vuelve,  su deseo de aprehender lo real y lo literario hasta transformar ambas latitudes, a partir de sus vivencias personales: un espejo donde se empozarían los hallazgos y, a la vez, un acerado estímulo interior a continuar viajando, conociendo espacios  geográficos tan diferentes, como pudiesen ser Cumaná y Boston, entregado plenamente a experiencias íntimas: el amor, la lectura y  la reinvención de imágenes y símbolos de centenares de autores.

Si en sus primeros ensayos Ricardo Bello —de una manera lúcida y hermosamente plasmada en fulgurosas disquisiciones— nos sumergiría en la reinvención de hallazgos de Montaigne, de Friedrich Nietzsche o de George Lukács, en El año del dragón junta todos  esos hallazgos. Produce y nos entrega una obra contundente en el manejo de una estructura musical, de frases y de voces que giran alrededor de un núcleo en cada uno de los  fragmentos del diario. En esas frases, en esas voces, se registran  las diversas experiencias por las cuales atravesó en pos de vivir todas las experiencias necesarias para acerar el alma y ¿por qué no?: terminar anudando todas sus experiencias existenciales, al mudar de piel, convertido, finalmente, en un dragón.

En El año del dragón se fundamentan y anudan, tras el contrapunto de anécdotas y de reflexiones sobre la vida y sus diversos tópicos existenciales: el amor, la soledad, la muerte, el conocimiento como buceo y espejeo constante, sometidos el ser que narra  y el lector, a un cruce de experiencias, a una convivencia con otras voces, otros narradores que, tras las sombras o tras bastidores, reafirman, que el universo, nacido del instante, será siempre, “un cuerpo que cambia de mundo”, pues:

“La creación del universo está ocurriendo delante de ti cada día. El Génesis, decía Alan Watts, está ocurriendo en este instante en que escribo estas líneas”.

Ese viaje, ese tránsito vital al que asistimos, y del cual nos hacemos vivos actantes, mientras leemos las líneas y las páginas de este hermoso libro, sumergidos, en cada fragmento, arrastrados en un viaje sin fin, envueltos en una ola que es una y la misma, se volverá para nosotros otra piel. El recorrido por sus páginas se nos torna insondable en el placer de permanecer, a cada instante, sometidos al hallazgo y goce de un punto luminoso en cada uno de los fragmentos del diario.

Por momentos, mientras leemos y vivimos la experiencia de atravesar por distintos escenarios —un parque, un aula de clase, un cultivo de naranjas en la espaciosa y hermosa Hacienda Montero que, por momentos, nos traslada al paraíso y otras veces al infierno ante el acoso, el amago de bandoleros y de pillos convertidos en verdaderos rufianes, en asaltantes despiadados que rompen la felicidad que supone la entrega a la labor agrícola, cultivando naranjas en honor a Dios— evocamos, casi sin querer, los magistrales poemas y narraciones de Allen Ginsberg, de Jack Kerouac y esa otra inolvidable obra maestra de Alan Sillitoe  titulada La soledad del corredor de fondo.

Confesiones, registro de las memorias de diversos personajes —los padres del narrador o emisor de la voz fundamental del texto; Luisana Ojeda,  su novia eterna; los compañeros de experiencias intelectuales en el Liceo y en la Universidad, o las alucinaciones de un fugitivo nazi, transformado en un ser rufián, desquiciado, cuyo único destino futuro reside en huir, huir hacia delante— van registrando los diversos compases y movimientos de esa hermosa e inolvidable sinfonía llamada El año del dragón.

Al final de la experiencia de una primera o penúltima lectura, salimos de sus páginas con la sensación y el sentimiento de haber atravesado un bosque de nombres y de libros. O con la idea de haber vivido muchos años, pasando, de una vereda a la siguiente, de un fragmento al otro, de un árbol a otro. Siempre recordando, sometidos a la experiencia de vivir en un hermoso libro que dibuja y perfila, por su naturaleza y su forma original de convertir, cada fragmento, en un universo total y absoluto. El año del dragón sería el único bosque donde los árboles viven y perduran en forma de fragmentos. Pero, al mismo tiempo, configura un único árbol cuya existencia estaría destinada a transcurrir dentro del mar y entre las nubes, con sus raíces y sus ramas sometidas, para siempre, a la ensoñación de sus fragmentos. Y nosotros, los lectores,  sumergidos en  un vaivén insondable, como alguna vez,  lo soñaría Heráclito de Éfeso.

José Napoleón Oropeza

Las Eluvias III, amaneceres de los de los días 23 al 30 de enero de 2017

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