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Emma Bovary, de Gustave Flaubert, muere envenenada con el cianuro de ese ensueño folletinesco.

Especial para Ideas de Babel.

La frivolidad corre siempre tras el encanto y la levedad; su ambición y envidia está sustentada en ello. La frivolidad se cree única y divina, como la Diva, que entre tules transparentes, anuncia su piel con un perfume irresistible, segura de que ninguna mano ha podido acariciar la promesa. A los verdaderos amantes le es vedado acariciar lo imposible. Por eso se suicidan. La frivolidad puede tener un rostro hermoso, pero cuando se desnuda en el lecho de la íntima y secreta realidad, acontece que el encanto la abandona, cuando se encuentra con su cuerpo frente al espejo curioso de sus propios ojos. Ningún cuerpo llega a ser perfecto ante las pupilas, esto sólo es posible en el sueño o en el ensueño. En la realidad, el cuerpo tiene un detalle que lo exalta o lo derrumba. Nada ni nadie puede hacer nada por corregirlo o repararlo. Porque el tiempo es la boca mayor que lo devora en un silente y despiadado mugir. Sólo un sentimiento tiene el poder de enmendar: el amor.

Mas la frivolidad no es capaz de amar, por eso prefiere exhibirse en lo público de esa escandalosa realidad, allí donde siempre se celebra algo que se obstina en ser más trascendente que la alegría y la dicha del corazón amado. En ese espacio del frenesí y el bullicio, donde todos sonríen, o ríen a carcajadas, la frivolidad brinda y habla por hablar, sin mirar ni oír a los demás, en una fiesta interminable. Entonces nace la creencia de que sólo ella existe en el evento de ese funeral de la pasión. Porque en esa mascarada del maquillaje y la cirugía, de la vestimenta que compite con la elegancia refinada de la marca del más prestigioso diseñador de moda, el desenfado retador o el glamour próspero que da su último empuje para lograr su objetivo, es donde la frivolidad es corroída por el deseo fantástico de ser la estrella del poder. La frivolidad es la reina de todos los presentes a quienes quiere dominar, como serviles que se arrodillan y babean, con sólo verla un instante. Aunque la frivolidad cela la necesidad mayor de que la adoren eternamente, con un éxtasis interminable.

La frivolidad ha estado muy cerca del poder político, del poder del Estado. Pero la sangre también la abandona, a la hora de su decapitación. En ese momento, su lividez es mortal. La monarquía francesa ostentó la frivolidad en grandes fiestas; más emblemáticas de recordar fueron aquellas del palacio de Versalles. Los invitados llegaban vestidos con zapatillas brillantes, pelucas llenas de polvo, pantalones y chaquetas de vivos colores que refulgían entre las noches iluminadas y las fuentes de agua de los fastuosos jardines sembrados en medio de la escenografía, y si eran fiestas de máscaras que convocaban el carnaval, se colaban aquellos frívolos que querían conquistar a un miembro de la corte, duque o duquesa, envejecidos o desdichados, animados con una inesperada juventud y una belleza física arrolladora, para terminar dispuesto el joven o la muchacha, a cualquier aventura pervertida u orgiástica que se le propusiera con un miembro del poder monárquico, pero que después de consumado el acto del placer, desenfrenado, se le garantizara un sostén material y una simulación que al final le permitiera conquistar un apellido o un título nobiliario.

Imprescindible y necesario que el miembro de la corte se enamorara de su frívolo servicial que le favorecía carnalmente entre los caprichos y las urgencias. El vehículo para estas transacciones y logros debía ser alguien que sin ser importante dentro de la clase aristocrática, tenía contactos con la monarquía, por conocer secretos íntimos de la corte que vendía posteriormente, sin cesar sus rivalidades y competencias entre ellos mismos, a cambio de favores, donde el intermediario aprovechaba para obtener después beneficios mayores. Los novelistas que crearon la novela realista, como Honorato de Balzac, Víctor Hugo, y el más perfeccionista de la novela, ese que inauguró la novela moderna, Gustave Flaubert, fueron quienes detallaron y expusieron el personaje de la frivolidad a través de jóvenes amantes que nunca cumplían su promesa de amor, aunque simularan estar enamorados de lo más sublime y poderoso. Emma Bovary, de Gustave Flaubert, muere envenenada con el cianuro de ese ensueño folletinesco que le llegaba de la ciudad de París a ese pueblo rural llamado Rouen, donde vivía con un médico que la adoraba con la mediocridad con la que acostumbran amar los hombres buenos.

En las dictaduras modernas, y en especial las totalitarias, la frivolidad está presente en los eventos de masas que promueven el saqueo de las arcas públicas. El deporte, la música, el teatro, el cine, el ballet, entre otras, son las formas de perseguir el espejismo del encanto y la levedad, para que esas masas de ciudadanos crean que viven en un paraíso donde la felicidad son los contenidos de representación de los artistas y deportistas, y la manera en que éstos se exponen en cada una de esas actividades. Silvio Rodríguez y Pablo Milanés fueron los dos iconos de la Nueva Trova Cubana, que enajenaron a un continente y parte de una época, que contaminó al mundo de melodías y canciones que hablaban de una utopía que como tal, resulta fantástica, imaginaria e irrealizable. A cambio de sus creaciones artísticas, ambos artistas simulan hoy un mea culpa, pero enriquecidos, con cuentas bancarias abultadas en el extranjero, con casas propias por doquier, y frívolas muchachas que aún los persiguen, porque todas quieren ser Yolanda o el unicornio azul, demasiado bellas para la fealdad de estos cantantes envejecidos y deformes por la impudicia. Muchachas frívolas que ensueñan estar con alguno de ellos, para que éstos les abran las puertas de una oportunidad en el mundo del canto.

En Venezuela ha prosperado también el oficio del mediador, ese personaje que da una oportunidad a un joven con ensueños, pero también con una dosis de frivolidad por triunfar como sea, convirtiéndose, por ejemplo, en un gran músico; pero de repente, la ambición lo coloca en una noche donde debe elegir entre la dignidad y la fama, porque para entrar al mundo de la música, sobre todo desde una institución que representa el Estado, y que habrá de catapultarlo como un gran músico, está obligado a ceder a las apetencias homosexuales del maestro de la orquesta sinfónica, o de su pedofilia. Existe una juventud con la convicción de mantener su elección sin obligación ni manipulación, y también su talento puro. Así el mundo nunca llegue a conocerlo. Pero hay otro tipo de juventud, fácil de corromper a través de la frivolidad y la ambición, que enciende el fuego de su vanidad.

En el teatro, el cine y la televisión, patrocinadas por el gobierno, se ha hecho visible la figura del Andaluz. Un personaje español que no solamente incide en las artes de la representación, sino que es, por igual, comisario político que da opiniones sobre la política general del gobierno.»Un artista tiene que ser definido”, es la expresión estalinista que lo representa, como miembro honorario de la dictadura. Cuando un escuadrón de tractores derrumbaba las casas de humildes colombianos en la frontera, el Andaluz refrendaba el hecho abominable en Telesur con mentirosos y cínicos argumentos. Además, se ha convertido en un actor que trabaja en todos las películas, en todas las series de la televisión pública, y aún más: dirige una academia que ofrece el material de talento que necesitan estas industrias para sus castings. Monopoliza las oportunidades con la exclusión de los otros. La Villa del Cine lo avala. Pareciera que sólo hay un actor; él. El actorísimo. Paradójicamente, esos jóvenes actores que prepara en su academia sin control pedagógico ni fiscalización profesional por el Ministerio de Educación, son lanzados al ruedo de gritos, humillación y vejámenes de cualquier director de alguna compañía nacional. Es como si la dictadura que gobierna en Venezuela, asaltara la escena nacional con sus atropellos, sin derecho a réplica o defensa. Asimismo, estos jóvenes actores y los mismos ancianos que no tienen cómo vivir, son obligados a aceptar miserables sueldos por sus trabajos actorales en los diferentes medios, porque por encima de su deprimida vanidad y frivolidad, está la patria bonita que los representa. Muchos aceptan el corazón de las tinieblas, otros renuncian o despiertan ante ese destino que traza el Andaluz para ellos, esa figura que representa la tradición de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky, encarnado ahora en el presente, en Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero,  que se enriquecieron con la revolución bolivariana, a cambio de imponer en Venezuela junto a Fidel Castro,  el guión del horror.

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