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Esos logros de Tamara no hubieran podido ser alcanzados sin el desempeño sobresaliente de Luis Fernández.

Tamara (2016), dirigido por Elia K. Schneider, es el cuarto largometraje venezolano reciente sobre un personaje transexual. Los otros dos conocidos son Cheila: una casa pa’ maíta (2010) de la Villa del Cine, dirigido por Eduardo Barberena, y el documental Yo, indocumentada (2011), de Andrea Baranenko. Hay que añadir Pasarelas libertadoras (2010), un documental de Argelia Bravo que ha tenido poca difusión, a pesar de que sigue siendo el mejor de los cuatro.

La historia está inspirada en la vida de la venezolana Tamara Adrián, la primera mujer transexual en ser elegida diputada en América Latina. Es activista del partido opositor Voluntad Popular y forma parte de la bancada de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Su participación como personaje secundario confirma que no solo se trata de una película con mensaje sobre un problema social o político, como los dos primeros filmes de Elia Schneider –Huelepega (1999) y Punto y raya (2004)–, sino de una obra que ya es casi propaganda.

Pero Tamara es también expresión de las dos principales virtudes de la directora, quien es profesora de la Academia Stella Adler en Los Ángeles. Se trata del trabajo con los actores –base de la verosimilitud de su cine y del de su marido, José Ramón Novoa– y la valentía para encarar la crudeza, que aquí se expresa al mostrar desnudo el cuerpo transexual y los cambios que se van produciendo en transcurso del proceso de ‘reasignación sexual’ sin incurrir en un tratamiento sensacionalista, como había ocurrido antes, en Huelepega.

Esos logros de Tamara no hubieran podido ser alcanzados sin el desempeño sobresaliente de Luis Fernández. En primer lugar, fue una excelente decisión de casting, porque cuesta creer que un hombre no se sienta conforme y seguro con un cuerpo de galán bien conservado como el suyo, a menos que realmente tenga un problema. Además, las sutilezas de su trabajo de expresión corporal son el lugar en el que se percibe la complejidad interior que pudo tener el personaje de Teo/Tamara Almanza. No ocurre en el guion: el conflicto del protagonista consigo mismo se debe simplemente a la dificultad para decidirse a ser lo que siempre ha querido ser, sin vuelta atrás, y asumir las consecuencias definitivas.

El arte cinematográfico es básicamente aquí un instrumento al servicio de explicar 1) que el transexual no es un homosexual, 2) que es una persona que se siente mujer en un cuerpo de hombre, o viceversa, y 3) que ese problema puede resolverse con una operación, pero no el rechazo social. En consecuencia, hay que ponerse del lado de los transexuales en su búsqueda de ser aceptados como son y de que se les reconozca legalmente el cambio de identidad sexual.

De la aspiración a ir más allá de eso, con la representación que se hace incierta en una parte de Huelepega o con el estilo cinematográficamente marginal de Punto y raya, por ejemplo, solo quedan la actuación de Fernández y una cámara en mano que hoy en día no es más que un lugar común. Si la modernidad demostró la capacidad que puede tener el cine de dar profundidad a sus personajes, Tamara en ese aspecto sigue siendo esencialmente teatro.

Ser didáctico, además, significa tratar de ser claro, simple y aleccionador, lo que lleva en este caso a caer en contradicciones. La ‘normalidad’ que el film cuestiona en su crítica de las instituciones, por ejemplo, está presupuesta como valor positivo en un film que sigue las convenciones del paradigma clásico con el fin de ser comprensible. Es también contradictorio que una película que defiende el derecho a elegir utilice la identificación como recurso retórico, como si considerara que hay que ayudar al espectador para que llegue a la conclusión correcta. Es lo que pasa en escenas como la de la cucaracha en el TSJ, el juicio académico, la reacción cuando Tamara va al cafetín de la universidad, luego de la ‘reasignación sexual’, y el registro de la Guardia Nacional en el aeropuerto.

Hay que preguntarse, sin embargo, si toda esa retórica realmente puede hacer otra cosa que convencer a los convencidos. El ciudadano culto y de ideas liberales probablemente estará de lado de cualquiera que sea discriminado por su manera de ser. El problema son aquellos que, haciéndose eco de una tradición de odio y prejuicio, consideran que el transexual es un monstruo cuya perversión es contagiosa, por lo que debe ser aislado y combatido. En la película no parece haber un mensaje destinado a refutar a quienes basan su noción del ser humano en lo que entienden de la Biblia, o en costumbres como considerar inferiores a las mujeres y a los negros, o enseñar a golpes a los niños.

Pero incluso desde un punto de vista liberal asusta que en Tamara se asuma, acríticamente, el lugar común de entender la transexualidad como fenómeno de una mente que está en el cuerpo equivocado. Quizás habría que recomendarles a quienes quieren someterse a una ‘reasignación sexual’ que no solo consulten a psiquiatras y cirujanos, sino también a un profesional de la filosofía, para que les explique los problemas que hay para entender la relación cuerpo-mente.

TAMARA, Venezuela, 2016. Dirección: Elia K. Schneider. Guion: Elia K. Schneider, Fernando Butazzoni, basado en una historia de Schneider, Butazzoni, Joel Novoa y Andrea Baranenko. Producción: José Ramón Novoa. Fotografía: Petr Cikhart. Montaje: Christian Alexander, José Novoa. Sonido: Gustavo González. Música: Osvaldo Montes. Elenco: Luis Fernández, Mimí Lazo, Prakriti Maduro, Karina Velásquez, Carlota Sosa, Julie Restifo, Alberto Alifa, Tamara Adrián. Distribución: Cines Unidos.

 

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