orfeo-y-euridice
La mezzosoprano Melba González y las sopranos Ámbar Arias y Annelia Hernández en el montaje de Orlando Ariocha.

Et j’ai deux fois vainqueur traversé l’Achéron: 

Modulant tour à tour sur la lyre d’Orphée. Les soupirs de la sainte et les cris de là Fée.

Gerard de Nerval, «El desdichado»

Especial para Ideas de Babel. En 1762 Christoph Willibald Gluck, compositor ya maduro y de larga trayectoria, inicia —de la mano del poeta italiano Raniero di Calzabigi— un ambicioso proyecto de ‘reforma de la ópera’, destinado a rescatar el género de los excesos y deformaciones del barroco, para así devolverlo a los cauces del proyecto original de la Camerata Fiorentina. Una línea musical más simple y desprovista de virtuosismo innecesario, puesta al servicio de una acción dramática de singular concisión, fueron los principios que guiaron a libretista y compositor en su primera aventura reformista, Orfeo ed Euridice, estrenada en el Burgtheater de Viena, con el castrato Gaetano Guadagni en el papel principal. La escogencia del mito del legendario cantor griego como punto de partida del proyecto no luce casual, si consideramos que el Orfeo de Monteverdi (1604) es considerado una de las piedras fundacionales de la ópera, y había fijado precisamente el modelo al que de alguna forma Gluck y Calzabigi se proponían regresar.

Doce años más tarde, en 1774, Gluck acomete una revisión de su ópera para presentarla en París. La modificación más resaltante, además de un nuevo libreto en francés (que la convierte en Orphée et Eurydice), es la transposición de la parte principal a la voz de tenor. La razón del cambio de cuerda es muy sencilla: el público parisino, poco adepto a los castrati, prefería al haut-contre (un tenor muy agudo) para dar vida a los papeles heroicos masculinos. Otros cambios, como la adición de nuevos números, la ampliación del ballet y la reelaboración de algunos pasajes orquestales, pueden mencionarse igualmente como características diferenciadoras entre la versión francesa y la obra original.

Las complicaciones no se detienen allí. A mediados del siglo XIX, desaparecidos los castrati de la escena operística, el gran compositor francés Héctor Berlioz desempolva el Orphée francés y prepara una versión (mezcla de las partituras de 1762 y 1774) que sería protagonizada con enorme éxito por la legendaria mezzosoprano Pauline Viardot, hija de Manuel García y hermana de María Malibrán. A partir de entonces, se popularizaría la encarnación de Orfeo por una cantante femenina, aunque generalmente en la versión italiana, que hasta hoy sigue siendo la más representada, a veces con determinadas adiciones de la partitura francesa que en más de una ocasión han hecho de la obra una verdadera ensalada intertextual. Las reposiciones de la versión francesa para haut-contre serían mucho más raras, en vista de la enorme dificultad que el papel supone para el tenor, y se dio inclusive el caso de osados barítonos (como Dietrich Fischer-Dieskau) que llevaron el rol a sus terrenos, transportando la particella una octava hacia abajo, para (justificado) horror de los puristas. El movimiento historicista del siglo XX, que continúa hasta nuestros días, ha impulsado la asignación del papel de Orfeo a un contratenor, en nuestra opinión pobre e inadecuado sucedáneo de la gloria perdida de los castrati.

La ópera de Gluck forma parte, pues, de ese selecto y raro de grupo de óperas (al que también pertenecen, el Don Carlos verdiano, Boris Godunov o Les Contes d’Hoffmann) que propone un divertido reto al espectador con algo de experiencia, y es que nunca se sabe bien qué es lo que exactamente vamos a ver o escuchar cuando llegamos al teatro.

El carácter fundamental de esta obra en la historia de la lírica y el hecho de no se representaba en Caracas desde 1993 (puesta en escena por José Ignacio Cabrujas para la Camerata de Caracas, en el que fuera el último montaje operístico del ya mítico dramaturgo y director caraqueño, con Isabel Palacios en el rol de Orfeo y Philip Pickett en el podio), nos hicieron augurar una noche feliz cuando el Centro Cultural Chacao anunció que la escenificaría como único título de su III Temporada de Ópera (el calificativo de temporada luce en este contexto un poco ambicioso, pero agradecemos enormemente el esfuerzo que supone llevar a las tablas así sea una sola ópera en momentos de crisis como los que vivimos). Sin embargo, esa felicidad anticipada no llega a cuajar, pese a las buenas intenciones de los involucrados, dado que la propuesta naufraga, o como mínimo hace aguas, en tres de sus componentes esenciales, que enumeraré en orden de gravedad, a saber, la cantante encargada del papel protagonista, la orquesta y el montaje.

Dar vida al mítico Orfeo no es tarea sencilla. La ópera de Gluck no presenta, como hemos apuntado, una escritura especialmente virtuosa, pero la cantante (o el cantante, según el caso) que haya de afrontar el rol debe poseer una notable capacidad expresiva para transmitir al público las distintas emociones que experimenta el desgraciado músico a lo largo de la obra. El fraseo contrastado y una paleta variada de colores vocales puesta al servicio del drama son capitales en una obra que, además, alterna muchos recitativos con una sucesión de ariosos, que con la expresión adecuada pueden conducir a la gloria, y con la incorrecta, llegan a ser un tanto monótonos. Por desgracia, la mezzosoprano Melba González no estuvo a la altura del reto y mostró no pocas irregularidades en su encarnación de Orfeo. Si bien es cierto que la vimos la última noche de la serie de funciones programadas, y que para entonces pudo haber estado un poco fatigada vocalmente (es un disparate exigir representaciones durante tres días seguidos al mismo reparto, como se hizo en esta oportunidad), también debemos indicar que los problemas que apreciamos en su prestación no se explican suficientemente con un posible cansancio.

El timbre de González, sin resultar desagradable, es mate y de escasa proyección. Se observan importantes deficiencias técnicas en el manejo del pasaje entre registros y en la administración del fiato, que perjudican de manera importante la afinación (la cantante pasó gran parte de la ópera cubriéndose el oído izquierdo con la mano, señal evidente de inseguridades en este importante apartado). Por supuesto, González se ciñó completamente a la partitura de 1762 (pese a que, en otros aspectos, el director introdujo variantes de la de 1774), evitando la escritura más ornamentada que la versión de París presenta en secciones como las súplicas de Orfeo a las Furias o, muy especialmente, en la espectacular aria de bravura que compuso Gluck en 1774 para el cierre del Acto I, que muchas mezzos insertan en la versión italiana como vehículo de lucimiento, y que lógicamente González no abordó al estar completamente fuera de sus posibilidades (que yo recuerde, Isabel Palacios tampoco la cantó en 1993). Lo más grave, sin embargo, es el fraseo ausente e impersonal de la mezzo, que hizo naufragar toda la interpretación e incluso hundió en el aburrimiento el famoso ‘Lamento’ que canta Orfeo al final de la obra (Che faró senza Euridice). Reconocemos que la cantante manejó la noche sin mayores accidentes vocales y sacó adelante el rol, lo que fue reconocido con excesiva generosidad por el público, del que nos atrevemos a disentir repitiendo que el Orfeo de González está muy lejos de cumplir con las demandas básicas del papel. Y aunque sólo sea una especulación —y las comparaciones sean odiosas— nos preguntamos si el resultado podría haber sido más favorable de habérsele asignado el rol a alguna de las otras talentosas mezzosopranos venezolanas a quienes hemos escuchado recientemente en otros menesteres (pensamos, por ejemplo, en Alma Salcedo, Adriana Portales o la joven Claudia García).

El otro gran problema de esta versión es la labor de la Orquesta Barroca Simón Bolívar, dirigida por Boris Paredes. Se trata, según leemos en el programa de mano, de una novel agrupación de El Sistema, fundada en el año 2015. Si bien es loable el empeño de formar una orquesta especializada en este repertorio, para sumarla a la larga trayectoria de otras instituciones como la Camerata de Caracas (decana indiscutible en este género en Venezuela), consideramos —con base en lo escuchado— que el conjunto y su joven director deben adquirir más experiencia y trabajar por mucho tiempo antes de asumir un proyecto de esta envergadura. Desde las primeras notas de la obertura se escucharon incertidumbres rítmicas y una inquietante falta de pulso, que continuaron a lo largo de la velada, agravadas por las constantes desafinaciones de las cuerdas y los excesos de los timbales. El mejor momento fue una frenética Danza de las Furias (que pese a corresponder a la versión de París, se insertó como interludio entre los Actos I y II), que dio paso a algunas expectativas que se vieron abortadas inmediatamente por cierto caos que se instaló en el ‘cuasi-impresionista’ preludio del aria Che puro ciel y el pesante y aburrido acompañamiento del ya mencionado ‘Lamento de Orfeo’. Por otro lado, el sonido del clavecín, absolutamente imprescindible en este repertorio, estuvo completa e inexplicablemente ausente, perdido entre los desequilibrios de la orquesta.

Señalar que el montaje de Orlando Arocha es la tercera (aunque menos grave) falla de la noche requiere una compleja explicación, porque entramos en un terreno donde pudiera darse mayor debate. Arocha es un director experimentado, cuyo trabajo al frente de Contrajuego hemos aplaudido en más de una oportunidad (recordamos con mucha admiración sus montajes de La muerte de Dantón de Georg Buchner en 2004, o su más reciente Macbeth). Sin embargo, su visión suele ser bastante cínica y amarga, lo que no casa bien con el Orfeo de Gluck. Siempre son bienvenidas las innovaciones en la escenificación de una ópera, fundamentales para mantenerla viva y vibrante, pero hay algo que los directores nunca deberían olvidar al firmar montajes en este género: es importante escuchar la música y no traicionar lo que ella nos dice.

En la propuesta de Arocha hay ideas, lo cual es de agradecer (es preferible una puesta con una idea, así sea equivocada, a una que carezca de ellas, como la reciente y absurda Tosca presentada en el Teresa Carreño a principios de año), pero dichas ideas parecen atentar contra varios pasajes musicales. La escenografía es modesta aunque bien concebida, con algunas proyecciones que sin dejar de ser extremadamente simples resultan eficaces. Empero, la iluminación falla (como casi todo) a partir de la llegada de Orfeo a los Campos Elíseos para encontrarse con los ‘espíritus benditos’ entre los que ahora mora la fallecida Eurídice. Es esta escena la que resulta realmente problemática en la concepción de Arocha. Desde los primeros compases del número Che puro ciel!, che chiaro sol! (“¡Qué cielo tan puro!, ¡qué sol tan claro!”) apreciamos una patente contradicción entre lo que sucede en escena y aquello de lo que la música habla, pues no hay nada puro, elevado o claro sobre las tablas, donde reina la misma oscuridad que ha privado desde las primeras escenas, sin que haya así un contraste entre los distintos planos que atraviesa Orfeo a lo largo de su aventura. Los ‘espíritus benditos’ se transforman, en la visión de Arocha, en un grupo de sifrinos de pocas luces, que vagan una y otra vez por el escenario haciendo movimientos mecánicos (probablemente una parodia a los videos Boomeran) y portando raquetas de tenis, en lo que seguramente es un guiño al inolvidable montaje cabrujiano. El planteamiento de Arocha parece ser este: Orfeo debe rescatar a Eurídice de un mundo falso, lleno de seres aburguesados y ciegos, para intentar devolverla a la realidad a través del amor y el arte. Es una visión teatralmente válida y conceptualmente respetable, pero —insistimos— que no se adecua especialmente a la naturaleza de la música compuesta por Gluck para estas escenas, que nos acerca decididamente a lo sublime.

Para movernos hacia aspectos más positivos, hemos de mencionar el impecable trabajo de la talentosa soprano Annelia Hernández, de timbre radiante e irreprochable musicalidad, quien brilló en el breve pero importante rol de Amor (ya había sido una extraordinaria Despina en el Cosi fan tutte montado en ese mismo escenario el año pasado). De igual modo, hay que elogiar las intervenciones de Ambar Arias en el papel de Eurídice, en las que exhibió una voz de hermoso timbre y excelente proyección. Quizá habría que señalar que su expresión fue un tanto enfática, pero al menos hay que reconocer que su a ratos excesiva intensidad rescató el Acto III del aburrimiento, e incluso logró inyectar algo de brío al Orfeo de González. Muy bien, aunque algo escaso de matices, el Coro Nacional Juvenil Simón Bolívar.

En suma, una noche que no cumplió con todas las expectativas con las que asistimos, pero que no dejamos de agradecer al Centro Cultural Chacao. Valió la pena volver a escuchar a Orfeo. Ojalá retorne con más frecuencia y que dé paso a iniciativas que nos traigan otras óperas importantes que han estado ausentes de nuestros escenarios, más allá de la enésima Traviata o la sempiternas Tosca, Boheme y Butterfly. Esas damas nos encantan, pero no queremos ‘padecerlas’ todos los años (y casi siempre, una y otra vez, con los mismos repartos).

ORFEO Y EURÍDICE, de Christopher Willibald Gluck (música) y Rainero di Calzabigi (libreto). Dirección escénica: Orlando Arocha. Dirección musical: Boris Paredes. Con la Orquesta Barroca Simón Bolívar y el Coro Nacional Juvenil Simón Bolívar. Reparto: Melba González (Orfeo), Ambar Arias (Eurídice), Annelia Hernández (Amor). En el Centro Cultural Chacao, 9 de octubre de 2016.

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