Canelita Medina en La EstanciaII

Fue Rafael Pino, un viejo cantante y amigo de los tiempos de la Sonora Caracas, quien la ubicó por teléfono una mañana de 1976. Su voz vino a rescatarla de una rutina de pedidos, entregas y facturas que ella procesaba en Farvenca, una droguería en Caño Amarillo. Primero preguntó por Canelita, es decir, por la cantante y no por Rogelia, la empleada. Eso le gustó. Y luego le explicó que llamaba de parte de Federal, es decir, de Federico Betancourt, quien había vuelto a reunir el combo y la necesitaba para grabar un disco. Eso le encantó y, una vez más, quedó muda: tenía ocho años sin cantar.

Esta vez Canelita no dejó pasar tanto tiempo para responder. Apenas aceptó, Rogelia, su alter ego, le planteó el dilema entre cantar o comer y aprovechó para refrescarle la memoria sobre las deudas jamás canceladas por sus otrora jefes o amigos. La vida la había enseñado a desconfiar. A ambas las había enseñado. No obstante, Canelita opinaba que Federico parecía distinto y su banda sonaba como un camión. De eso no había duda. Como un camión, reconoció Rogelia. Canelita entonces propuso darle —o, mejor, darse— una oportunidad. Y se la dieron.

El combo ensayaba en un taller mecánico en Quinta Crespo. Allí conoció a Dimas Pedroza, a Orlando Watussi —Carlín, con su saco rojo y su estilacho, grababa con Porfi Jiménez— y al resto del personal que estuvo en desacuerdo con su ingreso, porque consideraba que las mujeres solo podían traerle problemas a la banda. Al contrario de lo que pensaba el líder, Federico, quien era especialista en el ramo y para demostrarlo escogió como carátula del disco una fotografía donde se muestra acostado, semidesnudo, con el pecho peludo solo cubierto por una cadenita de plata, en medio de dos pares de piernas cuyas dueñas permanecen de pie. Fue su modo de celebrar el regreso y relanzar a la cantante, a quien, por cierto, no le hizo gracia la pose del donjuán, aunque eso era estar literalmente rendido a los pies, embriagado de sexo o embrujado de amor y de allí que el elepé titulado Ayer y hoy muestre una rara armonía con el número que abre, su primer gran éxito, Besos brujos:

Déjame, no quiero que me beses,

por tu culpa estoy sufriendo

la tortura de mis penas.

Déjame, no quiero que me toques,

me lastiman esas manos,

me lastiman y me queman.

No prolongues más mi desventura;

si eres hombre bueno, así lo harás.

Deja que prosiga mi camino,

se lo pido a tu conciencia,

no te puedo amar.

Esta es la versión caribe de una canción con aire de tango —escrita por Rodolfo Sciamarella y musicalizada por Alfredo Malerba— que había dado a conocer Libertad Lamarque en un film de 1937 y que luego fue subiendo hacia nuestras costas en forma de danzón-bolero con la orquesta de Rafael Muñoz y, en apoyo al despecho, según Julio Jaramillo y Blanca Rosa Gil, hasta convertirse en guaguancó en la voz de Marvin Santiago quien la grabó en Puerto Rico en 1972 con el apoyo de Bobby Valentín.

Con Canelita desaparecen las desdichas y el dolor que alguna vez produjeron esos besos y solo queda el rumbón sublime asistido en la percusión por Luis ‘Tata’ Guerra y un personal conformado por 17 nombres, entre los cuales destacan Leopoldo ‘Pucho’ Escalante (uno de tres trombones), Rafael Araujo y Alfredo ‘Pollo’ Gil (dos de tres trompetas), Diego del Real en el piano compartiendo arreglos con Javier Vásquez y Jorge Millet.

En la otra cara del disco, en un número compuesto por Tata Guerra para celebrar a esa institución llamada Carlos Emilio Landaeta, nuestra sonera le pregunta al bailador:

¿Quién no conoce a Pan con Queso?

¿Quién no conoce a Pan con Queeeso?

Y se responde:

Con su maracas, conga y cencerro.

Y su bongó

Luego añade:

Óyelo como suena.

Óyelo como llama.

Y Dimas, Federico y Watussi dicen:

Al gua guan coooooó

Canelita vuelve:

En Caracas, Nueva York,

en Cuba suenan los cueros

los tambores de Pan con Queso

alegran al mundo entero

Porque el ‘humilde artesano de los cueros’ ese año funda el Sonero Clásico del Caribe a donde, en breve, irá Canelita a conocerlo verdaderamente. Pero aún le quedaban tres años de gratitud con Federico e igual número de discos. Grabó entonces en los Estudios Fidelis de Foca Records, el sello de Álvaro Tovar, a ratos como solista, a ratos como corista, junto al colombiano Johnny Ramos y al panameño Manny Bolaños. Del clásico Blen blen blen de Chano Pozo pasó a Lamento del carretero y hasta le hizo un guiño a Celia con Rumba para parejas.

Cuando Federico le manifestó su deseo de transformar el combo en una orquesta, ella pensó que había llegado el momento de independizarse. Trina ya era bachiller y podría buscar un empleo que le permitiera seguir la carrera de administración en la universidad, algo que le asegurara su futuro para que no corriera su misma suerte, lo cual le daba el impulso necesario para formar un pequeño grupo y poder cantar con voz propia sus temas preferidos. Además, no se sentía cómoda en las grandes bandas, prefería la intimidad de un sexteto y, por otra parte, los pies habían comenzado a dolerle. De modo que por un lado se despide de Federal, del ‘Gallo’ Rafael Velásquez, de Luis Lewis y de Pedrito ‘Guapachá’, en los estudios de Discomoda, donde la orquesta grabó su único LP, y por otro lado va pasando al vinilo sus Sones y guajiras en Foca Records.

Entonces la escuché por primera vez. Concluía 1979 y el país padecía la resaca de La Gran Venezuela, la rumba saudita de Carlos Andrés Pérez. Yo andaba en el pre-despacho de mis 20 años y había quedado en encontrarme con alguien en el Drugstore del Centro Comercial Chacaíto. En ese momento me desplazaba en una camioneta que había tomado frente al Periférico de Coche. El conductor llevaba el radio a todo volumen y al momento de montarme por fortuna concluía una rueda de prensa del presidente Herrera Campíns, quien tenía meses quejándose del despilfarro y del desorden administrativo heredados. Poco después oí la voz del primer surco del elepé, como diría el viejo Phidias.

Aquel bolero-son llegaba de otro tiempo y sacudía su belleza frente a mí como la ola que revienta contra el malecón y se disuelve en un brillo de pétalos:

Como la rosa, como el perfume, así era ella,

como lo triste, como una lágrima, así soy yo

como lo triste,

como una lágrima,

así

soy

yo

En esa época yo era un mutante en un barrio en el cual o eras roquero o eras rumbero, sin medias tintas. Había llegado tarde a los grandes acontecimientos del rock y de la salsa. Apenas recordaba el culto que los malandros le rendían a una mítica Rubia Peligrosa entre el humo de cannabis, el dulce anís y la onda ‘Cocolía’. Nunca vi a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, como dijo un poeta precursor de Woodstock, cuando la marquesina del cine Jardines dividió en dos a los espectadores: si eras roquero de melena y collar de pucas y exhalabas cierto tufo te metías en Concierto para Bangladesh, y si eras rumbero de guayabera y esclava y te bañabas con Pino Silvestre te metías en Nuestra Cosa Latina.

Así de simple.

Hasta llegar a donde antes quedaba el fin del mundo y perderte entre las 20.000 almas danzantes de El Poliedro con The Jackson Five, The Police, El Gran Combo de Puerto Rico o Las Estrellas de Fania. Los nuevos escenarios hacían migrar la clave: de la vieja plaza de toros o del guarachero Círculo Militar, el bailador pasó a la discoteca, al teatro, a la universidad. Y de pronto por ahí estaban Ajoporro, Joe Ruiz y Cheo Navarro con el grupo Mango; Albóndiga, su trombón de vara, Wladimir y el gran Oscar en La Dimensión Latina 75. La resurrección de Canelita era inminente, nadie es adivino a los 16 años. De allí que no haya probado, en aquel momento, los besos brujos que la separan de Celia Cruz. De allí también mi inasistencia involuntaria a los eventos que me hubiesen ahorrado muchas horas de dudas: los conciertos de El Sonero Clásico del Caribe y El Trabuco Venezolano que en agosto de 1977 organizaron Orlando Montiel, Domingo ‘Flaco’ Álvarez y César Miguel Rondón en el Museo de Arte Contemporáneo, en Parque Central.

Llegué al Drugstore, despaché un metro de cerveza y decidí no volver a subir las Escaleras al cielo —aquella inolvidable pieza de Led Zeppelin que todos alguna vez punteamos en la guitarra— y hundirme, definitivamente, en el son. Quizá fue en ese preciso momento cuando Canelita tomó una decisión brillante: irse con El Sonero Clásico del Caribe, medida con la cual resolvería un problema y, a la vez, hallaría la respuesta sobre Pan con Queso. El asunto fue así: sale José Rosario Soto —o ‘El brujo de Guanabacoa’, a la sazón la voz principal del septeto— y su fiel amigo Johnny Pérez la invita a cantar con ellos. Entonces por el Lado A se despide de Álvaro Tovar y por el Lado B conoce, por fin, a Carlos Emilio.

No hablo de amores, sino de profesiones. Me explico: el éxito de Rosa Roja —la canción que me repetía sin cesar en el Drugstore— fue tal que llegó a oídos de Johnny Pacheco en Nueva York, quien por intermedio de Alejandro González —el Rey Momo, el de Atracciones Mundiales— obtuvo el teléfono de la cantante, a quien conocía por haber alternado con su charanga en el terminal de pasajeros de La Guaira. Y le dijo más o menos así:

—Óyeme, Canela, que ese numerito tuyo es una belleza y yo estoy interesado en hacer un Long Play, vaya, un elepé, con algunos de ustedes allá en Venezuela.

Y ella, como ya sabía por Alejandro las intenciones de Pacheco, había discutido el asunto con Carefoca Tovar, quien se negó rotundamente a alterar el contrato con su disquera, le contestó:

—Ay señor Pacheco, le agradezco el honor, no sabe cuánto me gustaría grabar con usted; pero no tengo el permiso de Foca, el sello con el que grabé la canción. Otro día será…

La oportunidad con Fania Records no volvió a presentarse.

Apenas pudo se fugó con El Sonero.

Y dio, por fin, con la respuesta a la pregunta inspirada por Tata Guerra: Landaeta, el líder, resultó ser un pan duro, rígido, ortodoxo. No le gustaban los cambios ni las improvisaciones y regañaba en cualquier lugar a quien intentara alterar los arreglos de Matamoros. Copiaba directamente del disco, como se acostumbraba entonces, como lo hizo Eduvigis Carrillo en la primera época de Federico, y con estricta fidelidad sus socios —Pichín, Alacrán, Johnny, José Castro y Pedro Aranda— lo reproducían muy orondos en tarima con la clave que les subía por las guaracheras multicolores, se mezclaba con el aroma de Jean Marie Farina y les derramaba el son hasta los zapatos blanquinegros: ven a gozar pon pin ven a bailar pin pon. Menos ella, que gustaba de colocar su toque personal al número como se atrevió en Si me pudieras querer de Bola de Nieve, o Tanto y tanto de Rafael Hernández, a disgusto del jefe quien, fuera del estudio de grabación o del escenario, era un auténtico pan.

Por esos días comencé a trabajar en los depósitos de la Hemeroteca Nacional, al lado del Nuevo Circo. El edificio era un enorme galpón dúplex rodeado de oficinas, con su respectiva sala de lectura, un pasillo central atestado de periódicos encuadernados y dos depósitos unidos por una escalera de caracol y un montacargas. Lo extraño del conjunto se debía a que en ese lugar había funcionado inicialmente la pista de hielo Mucubají. La hemeroteca había heredado el nombre y el clima: los usuarios se quejaban del frío y yo me congelaba en el depósito del sótano a donde fui a parar.

Esto ocurría cuando el día estaba flojo. Y para descongelarme dedicaba la demora de los pedidos a mi pasión por la cantante. Con la ayuda de las páginas de espectáculos y de algunas revistas de farándula pude armar un collage para acercarme a una figura cuyo genio refería Ángel Méndez en Swing latino. Comenzaba la década de los ochenta,  las gráficas advertían el cambio de estilo: el cabello de la artista, liberado del Spray Net de Helene Curtis, una laca en aerosol, se convierte en un afro redondito. La mujer luce un vestido rojo, ceñido al talle, y tacos altos. Se ve muy bien. Al punto de que Wladimir Lozano al verla pasar diría: Esa negra tiene coimbre. Luego lleva blusas holgadas y pantalones cuyas botas comienza a reducir al tiempo que desecha los tacones. El cambio de look se debió a la aparición de la artritis: en la víspera de sus 42 años de edad, Canelita se sometió a una intervención quirúrgica para volver con los zapatos altos a los escenarios.

Al poco tiempo el salario mínimo me permitió un mínimo de discos, útil para ponerle sonido al collage que se iba enriqueciendo con las rosas que Enrique Iriarte le llevaba a la artista. La reaparición de aquel muchacho de Maiquetía que la venía siguiendo sigilosamente desde los últimos días de la Sonora —ahora mejor conocido como Culebra ebra abra o El bra-bra-bra por obra y gracia de Oscar de León— le brindó un mejor tono al ramillete: con sus arreglos y en su compañía se imponen entonces Rosa roja y Una rosa de Francia, el danzón de Rodrigo Prats, aunque la primera pieza se conociera en el Caribe como Ella y yo desde 1918 cuando fue concebida por el cubano Oscar Hernández, título mantenido en las distintas versiones, como la de Barbarito Diez con la orquesta de Antonio María Romeu o la de Omara Portuondo con Pío Leyva.

Aquí comienza la época de oro de nuestra sonera. Una década exacta, brillante, marcada por importantes cambios ocurridos entre 1979 y 1989: el equipo de Rogelia Medina pasa de Canelita y su Candela Viva —cuyo debut se verificó en El Poliedro en febrero de 1981 como telonera de la Sonora Ponceña, Charlie Palmieri e Ismael Quintana— a llamarse Canelita y su Orquesta. Hay un elemento clave en todo esto: el negro Víctor Mendoza, quien va del bajo y los arreglos a la producción general, y trae consigo al ‘Cholo’ Ortiz, José Ortiz, un peruano muy conocido en el medio que alterna las blancas y las negras con Culebra, a Pedro Vilela con el cuatro boricua y encarga el güiro y los coros a Carlos ‘Kutimba’ Spósito. La sección de metales conserva dos de la época de Federico: el pollo Gil y Rafael Araujo. Todos repiten en Esto si es candela con la orquesta Nuevo Son. La novedad es un joven moreno, retaco, virtuoso de la percusión, que en ese LP hace el chekeré y los tambores batá: el maestro Orlando Poleo.

—¡Ay Dios mío! —dice la negra cubierta de lentejuelas y mueve los hombros con el garbo que el son le inspira, va girando con la clave, sostiene el micrófono con la mano derecha y alza la izquierda en un gesto que en el aire decide cambiar la despedida por una invitación que la orquesta acepta de inmediato para estrenar su tercer éxito histórico: Canto a La Guaira de Carlos Huerta.

Rogelia no se deja deslumbrar por el éxito, sabe por experiencia que todo es pasajero. La vanidad no la ocupa; le preocupa, más bien, el futuro de su hija. Las ovaciones no le calman la angustia ni le quitan el temor por el destino de Trina, de quien ha oído por ahí que al salir de clases se deja caer por San Bernardino donde se monta con el grupo Yarake de Franklin Rojas y Gerardito Rosales. Hasta que un viernes por la noche —según la versión de Ramón Mijares, alias ‘Pecheche— Canelita, siguiendo los datos de radio bemba, se cuela entre el público de la pizzería Delia en la calle de los hoteles y confirma los rumores. Primero distingue el bulto oscuro de su amigo Nano Grant junto a Maigualida Ocaña. Después contempla al personal de Cadáver Exquisito y luego, por un costado, ve aparecer en cámara lenta nada más y nada menos que a su hija con el micrófono en la mano.

La envolvió el remolino de la historia y al recuperarse del mareo pudo ver, a través del cristal de las lágrimas tanto tiempo contenidas, la estampa de Reyes Luciano (su padre, su abuelo) cantando en la madrugada porteña y vio también las manos de Alfredo (su exmarido, su padre) deslizarse en un teclado que se hundía en el mar y, finalmente, vio la cara redonda y plana de Rogelia que le dijo:

—¿Y ahora qué hacemos, Canela?

Por los momentos llorar. Pensó. Sin poder evitar una pequeña sonrisa de orgullo.

A Rogelia le tranquilizaba esperar la inminente graduación y quería creer que la muchacha se valía del canto para aliviar las tensiones producidas por los exámenes o utilizaba la música como mero entretenimiento, sin saber o quizá prefiriendo ignorar, que esta no solo cantaba, sino que también creaba las letras de las piezas que cantaba, es decir, componía. Y como el arte podrá ocultarse mas no disimularse, Rogelia muy a su pesar advertiría. y Canelita aceptaría sin reservas, más temprano que tarde, la especial condición de la hija que todas a la larga celebrarían.

Yo, por cierto, también me gradué por esos días y obtuve un ascenso en la hemeroteca: del depósito subí a la sala de lectura. Esto me permitió continuar las pesquisas en el material microfilmado que solo se podía consultar en una sección de la sala. Es el momento en que Canelita toma un tema de Johnny Pérez y monta un trabuco con doce veteranos del bembé donde sobresalen Alfredo ‘Nené’ Quintero y  Joe Ruiz. Lo que siento, se titula el álbum que circula bajo el sello CBS. Luego acepta la invitación de Naty y su orquesta para grabar La experiencia y el futuro. La experiencia, lo dice el coro: “Soy Canela pero también candela” viene respaldada por la letra, la flauta futurista y la charanga de Natividad Martínez.

Cuando la década toca a su fin, reaparece en la historia —esta vez con nombre y apellido— Trina Medina, como autora de la mayoría de los temas de Bailable y con clase, un LP compuesto por nueve piezas en la voz de Canelita quien a su vez presenta un número de su inspiración, Guaguancó del alma, que su hija musicaliza como para sellar un pacto entre soneras. De resto, como siempre, un personal de primera línea: Mauricio González en la dirección y arreglos; Franklin  Rojas en el bongó; en el timbal y clave Cheo Navarro; Coco Ortega con las maracas; en el coro están Trina, Rodrigo Mendoza y Edgar ‘Dolor’ Quijada.

De modo que cuando Jesús Rosas Marcano compone Al fin juntas para abrir Imagen Latina, el CD de Alberto Naranjo & El Trabuco de 1992,  esa unión tiene historia, lo cual no le impide al poeta decir en la voz de Canelita:

De la negritud que canta,

como por obra de Dios,

dos surtidores de voz en una misma garganta.

Ni a Carlos Daniel Palacios ni a Maigualida ni a Kutimba, como coristas, advertir:

Cuando Trina y Canela cantan

tierra va a temblar,

Ae mamá.

Y la tierra pronto volverá a temblar en piezas como Canto a La Guaira y La confianza.

Así entramos al nuevo siglo y a la tarde de los zapatos amarillos. Canelita entonces desempolva sus recuerdos recientes y me dice:

—Con Andy grabé en vivo. Yo no lo conocía, él hacía transcripciones de música y siempre me mandaba papelitos donde ponía:

Andy Durán

Se copian arreglos

Cuando por fin lo conocí me dijo: “Yo la admiré toda mi vida y sabía que alguna vez grabaría conmigo”. Y lo logró.

El compacto producido por Federico Pacanins recoge el concierto Tributo a Celia realizado el 23 de noviembre de 2003 en la Sala de la Fundación del Banco Industrial de Venezuela. Para la ocasión se incorporan tres músicos de Canelita a la banda de Durán: Rafael González en las congas, Luisito González en el tres y ‘El Indio’ Juan José Hernández entre el coro y la percusión.

Aquello fue una suerte de preludio para la celebración de sus 50 años de vida artística. Canelita y Andy Durán en concierto unió las dos épocas de la cantante: abrió con Saoco, como cuando entró a la Sonora Caracas y cerró con Besos Brujos, el primer hit con Federico. Luego Trina se encargaría de producir la actuación en vivo desde el Banco Central de Venezuela, la cual parte de Besos brujos y se pasea por su mejor época para celebrar las bodas de oro de Canelita y el son.

—Eso fue en el 2009. —Apuntó la artista. –En el piano, como siempre, estuvo José Torres, ‘Tuki’, y Tadeo Guedez en el bajo y la dirección. Hasta Juan José, ‘El Indio’, cantó La Ruñidera.

Entonces, como advertí que se acercaba el final de la conversación —mas no de la historia de la cantante que en lo sucesivo prescindiría de mí— decidí salirme del guion para satisfacer la curiosidad propia y ajena y me atreví a preguntar:

—Después de Alfredo Sojo, ¿tuvo otros amores?

—Nunca me volví a casar ni tuve otras parejas. Llegó un momento en que dije no, ya estoy cansada. —Contestó sin titubeos y añadió: —Pero no ponga eso, señor, solo ocúpese de mi música.

Terminé mi café frío en silencio. Ella se concentró en la punta de uno de sus zapatos. De pronto se estremeció con un trueno que llegó de lejos. Apagué el grabador. No quería que la lluvia me agarrara lejos de casa. Me deshice en agradecimientos. Los créditos comenzaron a subir por la pantalla. Me acompañó hasta la planta baja. En el ascensor aproveché para hacerle una última pregunta:

—Y ahora, Rogelia, ¿cómo se siente?

—No estoy satisfecha. Estoy cansada de luchar. Uno lucha y lucha. No puedo decir que no he tenido éxito en mi tierra. Yo he triunfado aquí, en la radio, con el público; pero uno se cansa. Me respetan muchísimo; pero no sé: ya estoy como cansada.

Ángel Gustavo Infante

Caracas,  febrero de 2015

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