Cacao venezolano
El cacao venezolano será lo que nosotros hagamos con él y nadie más. Más allá del mito y su fama legendaria.

Algunos meses atrás, en El Tercer Encuentro Internacional: Cacao y Chocolates de Suramérica, organizado por Kakao de Origen, con María Fernanda di Giacobbe al mando y la autoridad mundial en el tema, la francesa Chloé Doutre-Roussel, y el investigador venezolano César Guevara, como invitados especiales, se analizaron a profundidad realidades, complejidades y situaciones de la actualidad de países latinoamericanos productores de cacao (Bolivia, Ecuador, Brasil) incluido por supuesto, Venezuela. Allí discutimos y catamos. La cosa es preocupante.

Se analizaron los casos de Bolivia, desde la extraordinaria experiencia de la Cooperativa El Ceibo, fundada en el año de 1977, exitosa “cooperativa empresarial” capaz de mantener prósperas y estables a 1.500 familias campesinas que se levantan y acuestan en la brega del chocolate, y el peculiar caso del agresivo ‘marketing de Estado’ que ha emprendido Ecuador, supuesto exportador de miles de toneladas de ‘cacao fino’ que, en realidad, dista mucho de serlo, siendo su chocolate más bien soso y poco expresivo.

El hecho es que, tanto Bolivia como Ecuador, más allá del juicio sobre la calidad de sus productos –la verdad, bastante mediocres–, son dos países que están trabajando muy duro para obtener de su cacao y su chocolate lo mejor que pueden y el valor que les permita generar riqueza y bienestar a su gente. Mal que bien, el Estado hace lo suyo, pero también lo hacen productores y empresarios. Ganan mercados, exportan, convierten la preciada almendra en divisa. Paulatinamente mejoran la calidad de sus chocolates, y eso es innegable y más que loable.

Venezuela, mientras tanto, ¿qué? Gracias a la ineficacia histórica de políticas públicas equivocadas incapaces de hacer del cultivo del cacao una fuente de riqueza sustentable, sólida, lucrativa y rentable para sus productores, el país es un extraordinario reservorio estancado de un cacao excepcional, genética y organolépticamente sin competencia en el mundo y con un potencial en valor envidiable. Se produce poco, sí, pero pura calidad. Dormido en los laureles de su prestigio, siempre a la espera de momentos mejores, ‘el mejor cacao del mundo’ se pierde en los campos o se nos pudre en los puertos. Hoy, a duras penas, la producción de cacao alcanza para suplir el mercado interno y no es capaz de cumplir a tiempo –dada la kafkiana y corrupta burocracia ‘bolivariana’– con pedidos de los mejores chocolateros del planeta dispuestos a pagar su peso en oro. Hoy se siembra poco o nada, apenas hay renovación de cultivos, siendo así imposible responder a la creciente demanda mundial de cacao de calidad superior.

El cacao venezolano vive la paradoja del abandono, ese que al mismo tiempo lo ha protegido del afán ‘productivo’ de la plaga del clon CCN51 y otras más, muy fuerte y productivo sí, pero pobrísimo en cualidades organolépticas. María Fernanda Di Giacobbe reflexionaba hace poco en Prodavinci: “Si no se crean reglas claras y honestas para la producción y exportación de granos de cacao seguiremos padeciendo las consecuencias de meses de retraso en salir de nuestros puertos, como ha sucedido desde diciembre del año pasado (2014) hasta hoy (…)  Estas consecuencias pueden ser históricas: vamos directo al fracaso de nuestra marca país. ¿Qué otra cosa puede pasar si, entre que se cosecha el cacao y llega a las manos de los chocolateros y las fábricas de todo el mundo, esas semillas llegan mohosas, contaminadas y hasta podridas por la mala manipulación de las mismas, su envío tardío y la escasez de tecnología necesaria para que haya un manejo confiable, que cumpla con los estándares internacionales que merece un producto como nuestro cacao? Es cierto: todavía el cacao venezolano sigue siendo considerado ‘el mejor del mundo’, pero para muchos de los chocolateros más jóvenes eso ha empezado a convertirse en un mito. Y no es para menos: un buen empresario y un buen chocolatero de productos finos debe preferir un cacao que –aunque tenga una calidad original menor– sea bien manejado y bien almacenado, pero que además llegue en las fechas acordadas y sea bien transportado en contenedores modernos y refrigerados. Eso siempre será preferible antes que el mejor cacao del mundo deteriorado por la falta de amor que tienen los gobernantes y algunos empresarios de Venezuela”.

Así y a pesar de los pesares, a mí me da un fresquito saber que Pierre Herme, Francois Payard, Sadaharu Aoki o Jordi Roca –por solo nombrar a cuatro importantes pasteleros/chocolateros del mundo–, al menos todavía, prefieren el cacao criollo venezolano como base de su mejor chocolatería. No otro. Y vaya usted a saber cómo se lo agencian, porque exportar en este país hoy es ‘misión imposible’. Y se me hincha el pecho cuando paladeo golosamente la excelencia y calidad de los chocolates triunfadores de El Rey, Francesqui, Mis Poemas, Paria, Canoabo y últimamente de las ricas barras –premier y grand cru las llamo yo–, de chocolates bean to bar–por lo salvajes, intensas, auténticas e inimitables– que salen del taller de Cacao de Origen, otro desvelo de nuestra incansable María Fernanda y su equipo.

Claro, en esas experiencias hay algo, y algo muy importante: dedicación y trabajo. El cacao venezolano será lo que nosotros hagamos con él y nadie más. Más allá del mito y su fama legendaria. Probablemente, el cacao, y otras muchas maravillas que nacen en esta Tierra de Gracia, sean lo que son y sean bien valoradas por el mundo, a pesar de nosotros mismos. No basta con la buena prensa, ni de la fantasiosa propaganda del gobierno, ni que repitamos como un mantra “tenemos el mejor cacao del mundo, tenemos el mejor cacao del mundo, tenemos el mejor cacao del mundo”. No. Eso puede que sea importante, pero si no hacemos nada con él, si no peleamos contra ese Estado distópico que nos acogota, somete y mata, si no sabemos nada de los hombres, mujeres y niños que lo siguen cosechando, ni de sus penurias, ni de sus dramas cotidianos, si no hay chocolateros venezolanos que valoren, reinventen y trabajen nuestro cacao, el mito y la leyenda morirá y tal vez y tristemente para nuestra mitología colectiva, el  “mejor cacao del mundo” pase a ser otro, y no sólo eso, terminará siendo otro. Saber que “lo tenemos” no basta. Eso es lo más fácil. Trabajarlo es lo difícil. Contra todo y contra el mundo. Todos los días y de sol a sol. En el campo, en el horno y la mesa de temperado. Sólo así llenaremos de certeza y sentido la idea de Venezuela como origen del mejor cacao del mundo.

vladimirviloria@gmail.com

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