Franz Kafka dibujo
Ningún otro autor de ficción construyó tal universo fantástico para representar la estructura del Estado Totalitario, aún antes de que éste instalara su arrollador dominio; capaz de convertir a la persona en un insecto deleznable.

Usted tendrá más miedo de leer la sentencia que yo de escucharla.

Leopoldo López.

El proceso burocrático y el proceso ante la ley son dos de los grandes temas que sustancian la obra literaria de Franz Kafka. El hombre común, el anónimo funcionario, protagoniza muchas de las historias del escritor checo. Sobre todo, novelas como El proceso, El castillo o el perturbador relato de La metamorfosis. Ningún otro autor de ficción construyó tal universo fantástico para representar la estructura del Estado Totalitario, aún antes de que éste instalara su arrollador dominio; capaz de convertir a la persona en un insecto deleznable. Después de la primera guerra mundial, Kafka vivió en Berlín junto a Dora Diamant, la mujer que verdaderamente lo amó, el último año de su vida. Allí pudo ser testigo del avance del horror que iba apoderándose de Alemania. La escasez económica junto a la inflación más grande del mundo iba devorando el espíritu de ese pueblo. Sólo hacía falta que apareciera el monstruo que lo convertiría en su esclavo incondicional. Pero aún este no tenía un nombre. Para ese entonces, era un simple cabo que deambulaba por entre la muchedumbre hambrienta y necesitada. Nadie sabía que ese cabo —llamado Adolfo Hitler— ya comenzaba a conspirar.

Mucho antes del Holocausto, Franz Kafka pudo percatarse de que las necesidades humanas básicas y nobles, que progresivamente no son satisfechas, ponen en peligro la existencia y la sobrevivencia física, psíquica y espiritual del individuo. Así como la preservación de su propia civilidad. Porque los fantasmas del mal carcomen sin antes avisar a la conciencia. El Estado que conforma y representa a una nación, debe ocuparse de velar por el destino saludable de una sociedad, cuando es corresponsal con la Constitución que la ha fundado. Mas no es lo mismo una constitución democrática a una constitución revolucionaria. Aunque la ley puede ser también corrompida en cualquier tipo de Estado. La ley en manos del poder no siempre hace justicia. Sobre todo cuando el poder corrompe jueces que deben ciega lealtad al partido que sustenta al poder. Los que ejecutan, sin equidad ni compasión, la condena al reo por ser culpable de delitos subliminales que copian al absurdo. Sin embargo, el delito que comete un juez al condenar a un inocente, paradójicamente, lo condena a él mismo. El gusano de la paranoia lo corroerá, indefectiblemente, en la vigilia y en el sueño. Será su eterna pesadilla.

Después George Orwell, con su novela 1984, habría de consolidar lo que Kafka prefiguró en su novela El proceso. Si Kafka no develó el rostro del entramado opresor de la estructura del nuevo Estado de manera explícita, Orwell logró hacerlo visible con su personaje El Gran Hermano. El rostro del dictador estaría en todas partes, como una presencia omnisciente, vigilante e inquisitiva. Sería el símbolo de la ideología absoluta que determina la jerarquía rígida del poder totalitario en la vida pública y privada. Desde luego, sus ojos estarían también en todas partes, inspeccionando y evaluando. La propia víctima comenzaría a temer hasta de sí misma. A partir de ese momento, en que Orwell termina de escribir 1984, se iniciaba el ocaso del nacionalsocialismo y el fascismo, comenzado a expandirse por el mundo la marea roja del estalinismo, que había sobrevivido triunfante en la segunda guerra mundial. El estalinismo heredaría y potenciaría  las ideologías antagónicas que habían derrotado: reforzando una poderosa policía secreta y un creciente militarismo amenazante. Los Aliados de Occidente no le demandarían a la Unión Soviética inspeccionar o cerrar sus campos de concentración.

El maquiavelismo del dictador, en el orden psicológico y conductual, ya William Shakespeare lo había representado en su obra Ricardo III. Ese soberbio que no padecería de culpa al ejecutar monstruosos crímenes para ascender o mantenerse en el poder. Paradigma patológico que aún sigue encarnando y arrasando a la humanidad en el siglo XXI. «La muerte de un hombre puede ser una tragedia, pero la de millones es una cuestión de estadística», comentó Joseph Stalin una vez.

Lo sorprendente y novedoso es que Kafka no construyó su obra desde una percepción ideológica sino, más bien, desde una perspectiva ontológicamente política. Incluyendo sus inquietantes diarios y cartas, más allá de la ficción, donde también desnuda la osamenta humana. Quizá por ello sus personajes están inmersos en una angustiosa incertidumbre, estructura laberíntica en la que a veces encuentran una hipotética libertad que los hace resignarse a la costumbre, esa otra modalidad que también genera la sórdida desventura.

El totalitarismo tiene un orden y una estética del mal. Una lógica llevada al rigor demencial. Todo dictador totalitario es un experto en el manejo del caos, como del discurso y las maneras. Jamás el caos lo conduce a él. Sólo en ese acto final, cuando pierde el poder, sin querer aceptar la realidad de la caída es capaz de quitarse la vida, porque su orgullo niega la certeza. En cambio, el nuevo totalitarismo se apoya en el caos como sustancia, en el derrumbe social o individual de todos. En el poder y en el antipoder. Su ejecutor no elige la muerte, el desatino se encarga de ella, y casi siempre ésta es brutal y horrorosa. Muahamar Gadafi que se enorgullecía de imaginarlo todo, no pudo imaginar su muerte. Hugo Chávez, tampoco.

En un Estado caótico hacer una cola para comprar un producto alimenticio puede convertirse en un proceso infernal, mucho más cuando quien hace la cola, ya en el turno para adquirir el producto que necesita, se entera que éste ha desaparecido de los estantes. Contraria es la estimación del funcionario que está en el poder, capaz de decir que hacer una cola para comprar alimentos es una experiencia sabrosa. Por supuesto, este funcionario nunca ha sufrido una cola, ni en los riesgos de las madrugadas, ni en el sol inclemente de un mediodía sin agua. La escasez económica no alcanza a los poderosos, ni en el orden ni en el caos. El poderoso vive el proceso de su necesidad básica y vital sin preocupación; muy distinto al de aquél que no tiene el poder ni los medios, pero sí una abrumadora preocupación básica y vital: dejar de existir al no hacer la cola, o tomar el riesgo de hacerla. Una de las cosas más grandes y terribles que ha logrado el nuevo totalitarismo, ha sido desterrar de entre los mismos necesitados, la solidaridad y la compasión.

Un punto de coincidencia que pervive entre el totalitarismo clásico de la modernidad y la posmodernidad es el tratamiento del tiempo. El presente tenso e intenso es lo único que existe en el totalitarismo. El totalitarismo convierte el tiempo en un campo de concentración donde los individuos dejan de ser personas, sus nombres son sustituidos por números que graban en la piel o por el último digito de su cédula. Su pensamiento no puede ni debe discernir. El transcurrir en el ahora, es un laberíntico y pesado calvario que se prolonga insufrible como la angustia, el aburrimiento, el hambre o el dolor físico, donde no es posible satisfacer completamente ninguna de las necesidades básicas del cuerpo, la mente o el espíritu. Quien sueñe en una cola puede ser arrollado y aplastado; quien escribe un poema, delatado por conspirador. Allí el tiempo existencial no es posible. Es prohibido. En el totalitarismo, solo nadie sobrevive; porque nadie es la existencia negadora del ser.

Ese calvario que padece Josef K, en El proceso, de Franz Kafka, es muy similar y mucho más, al que alcanzó a los habitantes de las playas del trópico. Inclusive a aquellos que al principio no lo creyeron.

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