Hiroshima mom amour
La película de Alain Resnais, ‘Hiroshima, mon amour’ (1959,) nos reta a no cerrar los ojos, a contemplar la realidad, a reconocer lo que la mente es capaz de urdir y la mano es capaz de ejecutar.

Ahora que cuervo los ojos. Oswaldo Acevedo

Después de todo, quizá solo el arte puede sanar las heridas que el hombre le hace al hombre y de las que no escapan, ¿cómo podrían?, las otras especies.

Una joven escritora —lo de joven lo supongo yo, lo de escritora la afirma ella— me acusaba en Twitter de querer adoctrinarla (sic) con imágenes de crueldad en momentos en que el furor troglodita de Yulin 2015 alcanzaba su paroxismo. Aducía que yo debía entender que ella se “dedicaba a la literatura y a hacer soñar a la gente” y, por ende, no podía someterla a esas imágenes horrorosas con las que, supuestamente, intentaba captarla. Razón no le faltaba porque —y aquí va la primera instantánea—: “El género humano no puede soportar mucha realidad[1]”. Nunca le contesté, los 140 caracteres de un tuit no alcanzan para explicarle a un escritor lo que la literatura —ese fruto del descenso en apnea a las profundidades de la psiquis— puede enseñar sobre aquello que somos y lo que somos capaces de llegar a  hacer.

En ese Vietnam del que Norman Mailer escribiera alguna vez —parodiando con ironía el decir de un funcionario americano—: “Estamos ayudando a este pueblo a encontrase a sí mismo[2]”, un grupo de muchachos le mete un petardo en la boca a un gato ¡y bum! ¿Qué demonio encontraron —por sí solos o ayudados por los marines— en ese “Conócete a ti mismo” al que instaba el frontispicio del templo de Apolo en Delfos?

Nunca más quiso Ernesto Sábato que se llamara el libro en que denuncia la desaparición de personas ocurrida en la Argentina durante el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Leerlo, hace años, me dejó insomne durante semanas, y todavía me persiguen sus imágenes apocalípticas. Fue en la Escuela de las Américas donde los militares argentinos aprendieron cómo se mete una rata en la vagina de una presa (privada de libertad quiere ahora el eufemismo simplón que se diga, como si eso mejorara, de súbito, su condición) o cómo se calienta un tubo al rojo vivo para sodomizar a un prisionero. Los griegos llamaron alguna vez a la escuela σχολή (skholḗ) “que originariamente significaba descanso, vacación, tiempo libre, ocio, paz, tranquilidad”[3]. Interesante lo que los humanos podemos hacer con ese tiempo libre y de paz dedicado al ocio.

Una mujer indigente y relativamente joven para el concepto paidoseano (de παιδιον= paidos=niño) de este trópico, vive en la acera de un antiguo y elegante edificio —hoy en decadencia— de Caracas. Cualquiera puede verla levantarse con el culo al aire, arrimarse a un árbol y defecar. Vuelve luego a su yacija y se saca, tranquila, pulgas y ladillas. Más tarde, cuando ya vaya siendo hora de almorzar, encontrará entre la basura su alimento: “Otro busca en el fango huesos, cáscaras, ¿cómo escribir después del infinito?”[4], ¿cómo hacer soñar a la gente?

La película de Alain Resnais, Hiroshima, mon amour (1959) nos reta a no cerrar los ojos, a contemplar la realidad, a reconocer lo que la mente es capaz de urdir y la mano es capaz de ejecutar. Con vergüenza por la corresponsabilidad que nos toca en esas bombas que se arrojaron sobre Hiroshima y Nagasaki revemos el film en el aniversario del horror y nos prometemos no volver a permitirlo, no olvidar nunca más… Pero Resnais, que sabía de qué inmediatez estamos hechos, nos lo pone delante de los ojos: “¡Te olvidaré! ¡Ya te olvido! ¡Mira cómo te olvido! ¡Mírame! … Hi-ro-shi-ma…”. Asuma quien pueda, quien tenga los cojones para aceptar que “Mi mal no se llama ignorancia sino olvido”[5]. En ese agosto del 45 nos faltaba aún mucho horror por relegar: Camboya, Ruanda, Bosnia…

Somos tan dúctiles, tan ingeniosos que, además de la ropa y otros objetos personales, somos capaces de llevar en una maleta el cadáver de una niña, y hasta la bicoca de 800 mil dólares que, tal vez, a lo peor, quizá, sirvan para pagar otras manos asesinas que mecen (o estremecen) otras muchas cunas.

Pero si hasta podría ser capaz de entender lo que entre los adultos de la especie nos hacemos llevados por el ansia de poder o vaya a saber por qué otro enfermizo motivo, no puedo entender, y se me produce un cortocircuito en las neuronas, en la aorta y en ese lugar impreciso llamado alma, lo que somos capaces de infligirle a los débiles, los frágiles, los vulnerables: léase niños o animales, léase Yulin o el llamado Zoológico del Ángel de la Muerte.

Primo Levi decía que pudo sobrevivir al Holocausto gracias a la literatura. Marco Belpolitti[6], al entrevistarlo en 1982, le pregunta: “¿No le parece que los otros, los hombres, hoy en día quieren olvidar Auschwitz cuanto antes?”. Y Levi responde: “Hay indicios que permiten pensar que quieren olvidar o algo peor: negar. Es muy significativo: quien niega Auschwitz es precisamente quien estaría dispuesto a volver a hacerlo”.

Ahora que cuervo los ojos[7] cuando miro el mundo que hemos construido a nuestra imagen y semejanza, y cuando, como hoy, no puedo sostener el espejo distorsionado que ese mundo me muestra, me refugio en una frase de Saint Exupéry que me da oxígeno en el ahogo: “Solo el espíritu si sopla sobre la arcilla puede salvar al hombre”[8].

 

[1] T.S. Eliot, Cuatro Cuartetos, Burnt Norton.

[2] Norman Mailer, ¿Por qué fuimos a Vietnam?

[3] https://patiodefilosofos.wordpress.com/2013/01/09/que-entendian-los-antiguos-por-estudiar-y-por-escuela/  Consultado el 07/08/15, 9am.

[4] César Vallejo. Poemas humanos,  “Un hombre pasa con un pan al hombro”.

[5] O.W. de Lubicz Milosz El cántico del conocimiento.

[6] http://www.elortiba.org/primolevi11.html Consultado el 07/08/15, 11 am.

[7] Oswaldo Acevedo. Ahora que cuervo los ojos (poesía).

[8] Antoine de Saint Exupéry. Tierra de hombres.

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