Magia a la luz de la luna 1
Las mejores partes del filme son los escarceos con ese mundo esquivo, al que, en el fondo, solo los ilusionistas de profesión tienen acceso, ya sea porque lo niegan, como el mago o porque dicen conocerlo, como la psíquica.

Hay que celebrar la productividad de Woody Allen. Desde sus inicios como libretista en 1966, con pasmosa compulsión al trabajo, el director ha entregado al menos una película; tendencia que desde 1978 adquiere una regularidad de uno, a veces dos títulos por año, al margen de la quiebra de las compañías productoras (Orion Pictures en 1999), o el fin de sus relaciones con actrices fetiches (Diane Keaton hacia 1979, o Mia Farrow en 1992).

Lo mejor es que Allen ha logrado, en términos de mercadeo, posicionarse ante sus seguidores como una marca, capaz de seguir exhibiendo su genio de fábrica, al tiempo que muta algunos de sus ingredientes. Porque los temas de Allen, siguen y seguirán siendo los mismos: la pareja, el miedo a la muerte, la angustia de un mundo sin Dios y su admiración a los grandes directores (Ingmar Bergman, el más citado de ellos). Lo que ha cambiado es el tono y el paisaje. El Allen salvaje, alocado y absurdo de las primeras sátiras (Bananas, Robó, huyó y lo pescaron), evolucionó primero hacia un comediante serio, que agriaba el humor de las relaciones de pareja con pátinas de melancolía (Annie Hall, Manhattan) antes de internarse en filmes dramáticos (Interiores, Septiembre) o fabulaciones sobre la verdad, la historia y las relaciones humanas (Zelig, Broadway Danny Rose) o reflexiones mayores sobre la condición humana (Crímenes y pecados), antes de internarse en dramas criminales que sacaban a relucir lo peor del hombre (Matchpoint o El sueño de Casandra). También se ensancharon los paisajes y los personajes neoyorquinos (de Manhattan más precisamente) salieron a pasear por Londres, París, Barcelona o San Francisco. En todo caso, cada filme de Allen sigue siendo una fiesta de la imaginación, del ingenio y de la inteligencia.

Magia a la luz de la luna vuelve a visitar algunos de estos temas predilectos del director a través de las aventuras de un mago inglés en privado, chino en el escenario, que —en sus ratos de ocio— desenmascara charlatanes que posan de psíquicos. El desdoblamiento es típico de Allen, alguien que vive de la ilusión, descree de la magia y desenmascara a aquellos que dicen ser detentadores de poderes ocultos. Ocurre, sin embargo, que el mago positivista (y por cierto un pedante insoportable) se ve confrontado con dos situaciones paralelas: una joven que posee esos poderes y burla todas sus trampas y que, para peor, lo enamora. Con base en esto, el director arma una comedia elegante, de modales muy frívolos en la cual personajes todavía más frívolos pasean sus intereses fobias y filias. Hay una causa común en todos los personajes de Allen: todos son imperfectos. Los hay petulantes como el protagonista, envidiosos como su amigo, tontuelo como el hijo millonario o su mamá viuda. En el pasado el mismo Allen en su papel de perdedor emérito, catalizaba el drama del conjunto, pero en sucesivas entregas este personaje central se ha ido escamoteando y ocultando a sí mismo, tal vez porque Allen, a sus 79 años, ha reservado para sí mismo el papel de demiurgo. O, en el contexto de esta película, el de mago que digita todo desde las sombras, sin que el truco se note. Pero los viejos temas están allí, los amores se desvanecen y se cambian por otros, los amigos mantienen fidelidades condicionadas y en el fondo, la vida es frágil, pero es la única que tenemos y el más allá es siempre un territorio desconocido, ominoso, del cual solo podemos tener señales equívocas y del que solo conocemos el silencio de Dios, como en el mejor Bergman.

Por eso las mejores partes del filme son los escarceos con ese mundo esquivo, al que, en el fondo, solo los ilusionistas de profesión tienen acceso, ya sea porque lo niegan, como el mago o porque dicen conocerlo, como la psíquica. En el fondo, ninguno de los dos tiene como conocerlo, apenas si pueden aludir a él, sin poder siquiera nombrarlo. Se conforman con algunos golpes en lugar de sí o de no, con preguntas que no tienen que ver con el más allá, sino con este mundo en el que tendrán que seguir viviendo, con sus momentos agridulces y sus finales de felicidad discutible. A falta de un dios que se manifieste, siempre viene bien un mago locuaz.

Magia a la luz de la luna. (Magic in the moonlight). Estados Unidos. 2014. Director: Woody Allen. Con Colin Firth, Emma Stone, Marcia Gay Harden, Hamish Linklater.

About The Author

Deja una respuesta