Compartimos con ustedes un capÃtulo de Hormigas en la lengua, de la escritora venezolana Lena Yau.
Los sábados la familia come paella en la Tasca.
Los padres de Pino, su hermanita, los tÃos, los primos, los abuelos.
Pino Chica odia la paella. Pino Chica come aire.
A veces come pan. Aceitunas. Litros de agua.
La tarde de la empanada se anunció torcida desde el principio.
Al llegar a la Tasca descubrieron que habÃa cambiado de dueños. A Pascasio lo venció la morriña, empacó cuatro cosas y se subió en un avión sin despedirse.  Dejó una caja de vino y una cesta de pestiños para los padres y para los tÃos de Pino con una nota en la que agradecÃa tanta amistad.
(Si cruzáis de nuevo, id a Galicia y buscadme en Cambados).
Al padre de Pino Chica la noticia le descompuso el rostro. Posó una mirada de cráter sobre la niña y dijo en un ronquido:
—Hoy vas a comer.
La madre mintió:
—Es alérgica al azafrán. Deja que pida otra cosa.
Las dos Pinos estudiaron la carta. Deliberaban en voz baja para que Padre Volcán no se activara.
Eso de que no te gusta la tortilla es nuevo, siempre te comes la que te pongo en la lonchera, no quieres paella porque tiene pimiento, no sirve que se lo quite porque dices que el arroz está contaminado, sopa no, que tiene garbanzos, la carne te sabe a vaca y el pollo tiene una bacteria negra, tenemos que decidirnos Pinito, que papá nos está mirando y ya le sube el magma, mira su pecho, se le hincha, en buena hora se le ocurrió irse a Pascasio, ¿empanada?, ¿estás segura?, ¿cómo sabes que te gusta?, ¿cuándo la probaste?, ¡qué bien!, ¡una sonrisa!, ¡vamos a pedirte la empanada entonces!
Se le hace la boca agua.
Tanto tiempo yendo a la Tasca sin saber que habÃa empanada. Seguro era cosa de los nuevos dueños.
Pino sabÃa que le gustaban las empanadas. Las probó por primera vez en el colegio, de manos de Douglis. Se deshacÃa del contenido de su lonchera (panquecas con mantequilla y azúcar y flan de piña) cuando un olor aceitoso la sorprendió.
Douglis comÃa. Pino la contemplaba hipnotizada.
—Me estás velando. ¿Quieres que te convide?
Pino Chica asintió y dio un mordisco tÃmido.
—Muerde con confianza. No se come con miedo.
Obedeció y pegó el mordisco de su vida. La boca se le llenó de queso derretido, tibio, ácido, salado.
—Tengo otra. ¿La quieres?
Contestó que sÃ, que por favor no se la diera a nadie, que sólo a ella, que estaba deliciosa, que nunca habÃa comido algo tan rico, que dónde la compró, que querÃa para su lonchera.
Dijo todo eso con los ojos porque tenÃa la boca llena.
Douglis la entendió.
Mientras Pino masticaba le dijo que no se las darÃa a nadie más, sólo a ella, que no las compró en ninguna parte, que su mamá se levantaba muy temprano para freÃrlas, que le pedirÃa que le pusiera en la lonchera cuatro en vez de dos, que asà podrÃan comer juntas todos los dÃas, eso con la condición de que no siguiera tirando la comida, debe ser que eres rica, eso es pecado, la comida que no quieras me la das a mÃ, que si no me la como, me la llevo para mi casa.
Eso dijo Douglis. También con los ojos. Ese dÃa se hicieron amigas. Amigas para siempre.
Pino Chica pensaba que Douglis hablaba con palabras que ella no escuchaba en casa.
Douglis pensaba lo mismo de Pino Chica.
—Hablas como las monjas, Pino.
AprendÃan palabras la una de la otra.
Intercambiaban comidas y voces.
Arepas, sandwichs de Boloña, tequeños, chorizo isleño, conserva de coco, queso de almendra, guarapo de tamarindo, majarete, gofio con leche, aporrear, cambar, guindar, alongar, blumers, gongo, machango, corotos, guillo, rascabuchar, millo, percusio, piripicho.
Llegó el pedido a la mesa.
—Paella de mariscos para doce. Una empanada. Una jarra de sangrÃa. Una jarra de Tizana. Agua mineral sin gas. Que aproveche.
Miró su plato extrañada.
La empanada era diferente a las que comÃa de la mano de Douglis. Esta era cuadrada, morena de horno y con repulgos.  LucÃa apetitosa, la tomó con las manos y con los ojos cerrados le dio un mordisco sin pensarlo demasiado. El sabor del atún subió hacia la nariz y se convirtió en olor.
Adivinó en el paladar trozos de cebolla, de tomate, granos de pimienta y algo que creyó una pluma de pájaro y que resultó ser una hoja de laurel olvidada en el relleno.
Sintió arcadas y escupió sobre el plato. Restregó la lengua contra la servilleta de papel, tratando de borrar con desespero la estela de aquel sabor que nada tenÃa que ver con su empanada.
Se bebió toda el agua sin respirar.
Una luz roja se abrió en un bostezo alumbrando el comedor.
El suelo se abombó.
Cuando Pino devolvió el vaso vacÃo a la mesa, Padre Volcán soltó una columna eruptiva:
—Hoy vas a comer.
A pesar del calor, Pino comenzó a sudar frÃo.
 Pino Grande dijo:
—Llénate con pan.
Padre Volcán llovió tefra.
—No se toca el pan.
Agüe, callada, raspó la paellera. Limpió el arroz de tropezones. Peló unas gambas. Quitó las conchas a seis berberechos.
—Come este fiasco de paella. No tiene pimiento.
Entre lapillis, bombas y escorias se escuchó:
—Si no se come la empanada no come nada. Nunca más.
Pino Chica se encogió de hombros y miró al infinito. Soportó el desprecio en los ojos de su padre, el miedo en las manos de su madre, la reprobación de su hermanita y de sus primos, la lástima de sus tÃos, la solidaridad inútil de su abuela.
Se cubrió con una coraza y, aunque por dentro se sentÃa llorar, por fuera no demostraba nada, se aislaba, volaba, estaba ausente. El pan reposaba en la cesta junto a las aceitunas que nadie comió. Su estómago aullaba. La recorrÃa un frÃo que aumentaba, tiritaba, un humo de hielo seco le invadÃa los huesos.
Llegó la carta de postres. SabÃa que para ella no habrÃa. No si no probaba la empanada.
¿Y si lo intentaba? ¿Si se tapaba la nariz?
Lo mejor es estarse quieta, callada, no moverse, no respirar, no parecer.
Padre Volcán suelta fumarolas a Carmelo, el socio náufrago, el abandonado.
Que no insista, que para la niña no hay postre, que ponga la empanada para llevar, que si queda más empanada también la ponga, que si no aprende por las buenas va aprender por las malas.
Pino ve que Carmelo le da una mirada de viento antes de llevarse el plato con la empanada destripada.
La invita a ver una pecera con langostas y cangrejos.
DistraÃdo con su pipa, Padre Volcán le da permiso.
No logra descifrar la mirada del marinero en deriva.
La entiende cuando Paco la lleva a la cocina.
No hay pecera. No hay langosta. No hay cangrejos.
Hay una cesta de pan recién sacado del horno. Mantequilla suave. Queso fresco. Aceitunas. Y un plato con dos filloas. Todo esperando por ella.
No tardes mucho, le ruega Paquito. Que luego los platos rotos los pago yo.
La lava de Padre Volcán formó un lago burbujeante que no desbordó.
Carmelo supo sangrar la fragua.
Pino se atraganta en la cocina mientras afuera, en la mesa, en la boca de su padre, una incandescencia era un reloj.