María Elena Ramos
María Elena Ramos se apasiona por el cerro emblemático del valle caraqueño.

Intelectual rigurosa y de agudo verbo, modelado por un delicioso acento caraqueño, investigadora de alcance profundo y ojos enormes que solo reducen la belleza ante la que sonríen, criolla principal de la gestión cultural, sobria de aspavientos e irremediablemente caribeña, lleva siempre bufanda porque además de la filosofía y el arte le obsesiona proteger su garganta de libre decir de los avatares del clima, bien si está en territorios subyugados por el aire acondicionado, bien si deambula bajo el quemante solazo, y por entre el gentío convocado por el Festival de la Lectura, por ejemplo.

Vinculada per se con peñas de poetas y pensadores, con publicaciones y curadurías, sesera inquieta de donde salen ocurrencias ambiciosas y creativas, María Elena Ramos, autora, asimismo, de entrevistas referenciales, catálogos imprescindibles y de textos enjundiosos, acaba de regalarle a la ciudad un objeto que ya es de culto, una obra maestra, éxito de crítica y lectores.

Libro seductor y ambicioso, El Ávila en la mirada de todos recibiría loas y zalemas en la Plaza Altamira donde fue presentado, entre tantas novedades sesudas de política, historia y ficción, como la joya de la corona y exhibido para el embeleso. Compilación exhaustiva, estudio plural de honda calado, resultaría usual entre los viandantes —y compradores— considerar la fotografía de portada como prolongación de aquella cercana mujer verde y azul que permanece acostada de lado —coincide la mayoría con Muu Blanco sobre el género de la montaña—, que respira y late con el valle y muestra sus curvas al mar; elevación de históricos pezones y geográficas caderas, cercana y simbólica, ahora mismo lastimada por el fuego.

Ha querido la gente hacerse de un ejemplar de este proyecto único y de pronosticada eternidad porque, además de la suculenta información revelada y recabada, permite llevar a casa el icónico Ávila en sus tantas versiones y puntos de mira, sin pecar de redundancia. “He visitado casas de venezolanos en Barcelona, Roma o Estocolmo, y todas tienen colgado un afiche del Ávila, la montaña hace caraqueñas la casas, la casa que la montaña es”, consignaría el dato en la presentación del libro el sociólogo y también caracadicto Tulio Hérnández. El libro es como un afiche en tres dimensiones. Se ve y se lee; tiene volumen, profundidad, lomo, hendiduras e intersticios. Tiene suculento contenido, también se alza en la categoría de mito.

El artista plástico José Campos Biscardi, cuyo trabajo avilista está registrado en este trabajo homenaje que compila 400 años de pintura, óleos, dibujos, fotografías, serigrafías y mapas confirmará que, en efecto, en lo que a él respecta, el Ávila tiene esa condición. Es ese fenómeno: sin duda refugio y perenne compañía, portátil además, porque también él se lo lleva a donde va. Pero no habla de una sensación, o de la memoria. El Ávila, que es el leit motiv de sus lienzos, ahora es imagen impresa en sus lentes, y no habla como poeta, como quien puede mirar sus sueños. El pintor lo ha reproducido en sus anteojos, montura y espejuelos, para verlo. O verla.

Ciclópea visión para el caraqueño no sería sino recientemente, sin embargo, que cambiaría la perspectiva de su perfil casi de fetiche. En los tiempos de la Conquista sería tomada la montaña como conveniente fortín, protección para los embates de corsarios y adversarios, como obstáculo natural para los invasores. El tiempo le haría justicia. Es ciudad, es prolongación de la vida del valle, la de pelos y la de plumas, es invitación al mar, misterio, protección, paternidad. Una isla alrededor de la cual conviven caraqueños y guaireños, mismo gentilicio que en mala hora serían separados en distintas parcelas administrativas, según el genial arquitecto William Niño. “El Ávila es un toro, una esfinge, un lagarto azul y verde y amatista, un animal tan poderosamente echado entre el mar y la ciudad que por sus coyunturas bajan los ríos de niebla muy arriba y golpes de espuma muy abajo”, diría Orlando Araujo. Una mujer, advertirán los que ven que Niquitao es, obviamente, una teta.

Bonpland se asombraría en su viaje al trópico que los caraqueños no sintieran curiosidad por conocerla, ganas de poseerla, relación que con mucho tiempo después se formalizó. Es que lo dejaría boquiabierta su exuberancia tan a mano que de la contemplación pasó de inmediato a connotado explorador, el que dejaría constancia minuciosa de las maravillas que alberga. Verde variopinto para encanto de botánicos, contenedor de belleza, arroyos, especies y fauna variadísima, aves fantásticas, venados de ojos inquietos, sonoros reptiles e insectos, ardillas, peces y de todo cuanto dios creó, además de una población de agricultores que hacen vida allí sin permiso para crecer más allá.

Gracias a que en 1958, en tiempos de la transición a la democracia, Wolfgang Larrazábal lo decretó parque nacional no está urbanizado como todos los cerros de la ciudad. Y ese collar de luces que le puso la Cota Mil sería una dificultad extra para rebanar sus faldas con nuevas construcciones, concluirán no pocos urbanistas.

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El Ávila en la mirada de todos
Portada del libro publicado por Playco Editores.

“Vivía en Sabana Grande de niña, tendría 2 años y medio, y desde entonces conservo intacto un recuerdo fascinante, el de ver cómo la montaña  copaba toda mi ventana, era una visión total que se abría sobrecogedora, conmovedora, el Ávila, así enmarcado, era mi horizonte”, dice María Elena Ramos. Entonces comenzó el libro.

Y el libro cuya investigación y redacción requerirían la concentración de su autora durante tres años, tras superar los tropiezos de la crisis —escasez de papel— y hasta que se imprime en China, por fin llega a las librerías exhibiéndose como compendio, biblia, itinerario, crónica de viajes y trayectoria en varios tiempos por entre escondrijos infinitos. El libro es una bitácora afectiva, histórica, artística, urbana, cultural, de lupas y poesía que acerca en sus hojas el camino de los españoles, las leyendas, los mapas, los fortines, las cascadas, el hotel Humboldt, las reliquias del doctor Knoche, Galipán, el teleférico, el arte.

Musa para creadores y pretexto para empalagosos y exacerbados —dirían radicales los de El Techo de la Ballena que apodarla sultán hace que se quiera acabar con la montaña—, el Ávila está contado por etapas, como acceso desde La Guaira, como follaje intrigante, como faz caraqueña, y como tótem, objeto de devoción, asidero de simbologías y avasallante subterfugio del inconsciente colectivo. Como oasis, paz desde la sanadora distancia de Caracas y reconciliación como aliada cercanía. Como atalaya y escape en su dualidad de montaña bifronte.

Registra el libro también que el Ávila es una inmensa ola que los dioses a última hora congelaron, compadecidos por los incesantes ruegos de los pobladores que, arrepentidos, pedían perdón por el mal comportamiento ante la inminencia fatal del castigo divino: sepultarlos en el valle con la acción arrasadora del mar; el Ávila tiene fósiles porque de las aguas saladas sí vino. El castigo cambió. Sería la montaña un obstáculo –inefable punto de mira- que impediría poder ver el mar.

Pero es la montaña un lazo y el mar, a sus espaldas —también según el punto de mira puramente caraqueño— una intuición que produce infinito goce. Sentir su llamado a lo lejos, allá atrás, del mar imán es el eterno canto de sirenas que oímos vital.

Desde esa aproximación inevitable de la ventana, aproximación que quedaría impresa en sus pupilas de manera permanente, María Elena Ramos confesará la necesidad de rendirle homenaje a ese gran parque vertical que abraza y en nombre del cual se canta, se hace arte, se crean oenegés, se sufre, se hinca la identidad. Amor de todos los caraqueños, será el expresado por la profesora que jura que su trabajo es una apuesta al futuro, que lo concibe como legado, un cumplido construido con ideas, belleza, reflexión, sabiduría, memoria a la que se suman, invitados por ella, la pluma seductora del narrador José Balza, la interpretación urbana de esa mole de orgánica arquitectura de Marco Negrón, la mirada asombrada de la geografía de Pedro Cunill Grau y el enfoque naturalista y curioso de  Ricardo Gondelles que da cuenta del fervor con ahínco dominical de los que ascienden a ella como ritual para ejercitar cuerpos y almas.

El Ávila en la mirada de todos, travesía cuya publicación suscribe Playco Editores, que se empeñó en materializar este libro de arte y naturaleza sobre la referencia inequívoca del norte caraqueño, es mirada de ensueño que parece en alguna página una conexión con Google Earth, en otra, un movimiento reflejo como en aquella foto de Antolín Sánchez en la que la montaña se mira coqueta en los espejos de la ciudad. Un canto a la eterna celadora de medidas perfectas, ni tanto que intimide, ni tan baja que no obligue, para mirarla, alzar los ojos al cielo.

María Elena Ramos 1
María Elena con su libro. Foto de Williams Marrero.

Prosa sensible y enjundiosa, este libro de atractivo diseño y pulcra estética es la voz de María Elena Ramos, y del coro de artistas y creadores que han recreado ese continente que es contenedor de Caracas, así como los propios suspiros del Ávila. Es un diálogo con tantos sobre la finitud, sobre el silencio, sobre el arte que ata cabos. Es un llamado a las generaciones que vienen a su defensa y la presentación de su vital y extensa biografía como creatura de la naturaleza y del hombre. “La naturaleza hace muchas cosas, algunas muy bellas (…) pero más por fecunda y pródiga que sea esa naturaleza generatriz no lo ha inventado todo, nos ha dejado algún espacio, alguna ocasión para la creación; y nosotros por nuestra parte hemos ido produciendo día a día ciertas obras que ella ignora”. La cita reproducida en el libro, que es de Paul Valery, subraya la dilatada condición de la montaña, divinidad accesible, tierra que conduce a las nubes. Condición para la imaginación abierta.

Emblema y talismán caraqueño, objeto y sujeto, realidad e invento febril,  privilegio y volcán en los rumores, se hace constar que la sierra grande —Guaraira Repano— es la silla y la escalera, y el balcón y la falda de Caracas. Libro tan horizontal como la montaña que ha sido anzuelo de “herbolarios, hierbateros, curanderos, curiosos, exploradores, atletas, trotadores, ecólogos, ictiólogos, ofidiólogos, puritanos, anticonsumistas, caminantes solitarios, paisajistas, estetas y voyeurs”, en la cartografía de William Niño, es un acto devoto de la autora que se refocila con la cualidad de arte y parte de la mole imprescindible. “El Ávila ha sido siempre una referencia espacial para nosotros los caraqueños, en mi caso cuando está nublado  o es de noche he jugado a que se la han robado o que se ha ido… una sensación extraña, un recurso que me hace quererla más”, acota en sus páginas Maitena de Elguezábal.

Libro abarcador y de gustosa consulta, de cuentos y para la contemplación, es de las maravillas que han ocurrido en el valle de lágrimas. Que aun cuando Pedro León Zapata, dijera: “Caracas es 20 por ciento ciudad y 80 por ciento Avila” es también reafirmación caraqueña de una cabeza  lúcida de quien se espera siempre lo mejor, y mejores nos hace. Además de la presentación en el Festival de la Lectura, el 21 mayo volvió a convocar a quienes dijeron con pertinencia y encantamiento en sus páginas, María Elena Ramos, José Balza y Marco Negrón voces pertinentes en nombre de la montaña hablaron de El Avila en El Buscón. El próximo 27 de junio, en Lugar Común, Ramos volverá a por más en una tertulia que es santo peregrinaje caraqueño, en la ciudad donde vivimos y morimos, con los ojos puestos en la presencia milagrosa que da aire y por la que suspiramos. El Ávila en la mirada de todos es una cita con Caracas.

EL ÁVILA EN LA MIRADA DE TODOS, de María Elena Ramos. Con los aportes de José Balza, Marco Negrón, Pedro Cunill Grau y Ricardo Gondellas. Playco Ediores, Caracas, 2015.

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