Entierro de Kluiverth  Roa
Venezuela despide al niño asesinado en San Cristóbal.

Más allá de la conciencia, la inocencia podría estar en toda vida humana. Sobre todo en la de un niño. Porque la vida de un asesino, como la de un inocente, es valiosa por igual. No por lo que hace sino por lo que deja de hacer. No siempre la promesa de ser una buena persona se cumple. La diferencia entre ambos seres la determina la conciencia del poder que convierte a unos en víctimas y a otros en victimarios. De repente, la tragedia nos espanta y nos hace dudar cuando matan al ruiseñor. Para matar con conciencia, el asesino decide asumir el poder absoluto y soberbio como un derecho y requisito vital para imponerse sobre los otros. Eso es lo que le dicta la esencia sobredimensionada de su ego. Desde su razón salvaje o ideológica. Desde su condición individual oculta o desde su expuesta condición de estadista, los asesinos tienen el mismo rostro, así traten de ocultarlo con la máscara de la piedad. La violencia del hampa o la mafia es  la misma violencia instrumentada desde el Estado corrompido que justifica sus actos a la hora de eliminar, sistemáticamente, a sus opositores o enemigos. No es casual que mientras un gobierno deriva progresivamente en dictadura, la delincuencia crece en esa misma proporción. Tanto que, después, el uno necesita del otro. La mafia es el Estado paralelo de todo Estado corrupto.

El acto de matar deviene en acto consciente, electivo y decisivo para todo asesino; el goce más frío y estelar de su placer; su impulso más calculado. Los lobos de las burdas ideologías persiguen, acechan y asesinan con saña infatigable. No duermen, porque temen que en el sueño ellos mismos se asesinen o devoren. Salvo que tanta brutalidad, los aleja de los mismos lobos. Resultan demasiados repugnantes para ser animales hermosos. Si no tienen justificación o pruebas contra sus opositores o enemigos, la paranoia o su perversión criminal las fabrica. Al asesino no le importa si su víctima es inocente o no. Inclusive, si es un niño. Su tarea y su fin es matar, con los ojos bien abiertos. Sin parpadear. Entonces, un niño no puede percatarse del mal y nombrarlo, sino cuando éste viola su inocencia. No obstante la conciencia de la inocencia, aún no sabe distinguir el peligro y el horror de aquello que pueda poner en peligro su edad tan temprana. Ni siquiera puede ser el juez de su crimen. Un niño no conoce la culpa ni al culpable. Es demasiado puro para juzgar o moralizar. Transita por la vida fascinado por la luz de las mariposas o las estrellas, con un bulto de sueños a sus espaldas; aquellos sueños que espera realizar cuando su conciencia se haga plenitud, y él, el fruto de su propia iluminación.

 Mas la mórbida crueldad hace que el asesino de un niño, una vez que ejecuta su acto criminal, lo lleve a celebrar cantando, bailando o durmiendo como un bebe, mientras su víctima —como el niño de San Cristóbal— yace en la calle ahogada en sangre, con un disparo que le arrebató el cerebro de su inocencia. Pero, ¿qué ocurre cuando el asesino del niño es otro niño, que no mata por accidente sino por deliberada maldad? ¿Es el asesino directo o indirecto? ¿Es el jefe o el subalterno? ¿Quién dio la orden? ¿La conciencia de sí o la conciencia del otro? Por supuesto, el asesino directo habrá de ser torturado hasta que se confiese como único culpable del horror. No cumplía la ley, gritarán su acusadores. Cumplía un arrebato o un capricho. Porque la ley siempre es perfecta, así se equivoque.

Pareciera ser que una persona que tiene demasiada conciencia, sufre más que aquél que no la tiene. Un drama que no comprenden los ignorantes, que se niegan a pensar, por interés o estupidez. Los que confunden inocencia con complicidad, o tal vez, con indiferencia. Militantes que creen que en el mundo existe una sola verdad, y que por ella es necesario matar y derramar la sangre de inocentes. Ese es su único pensamiento, si a eso puede llamarse pensamiento o necesidad. Acostumbran a reservar la vida sólo para ellos. Así el luto como el decreto de duelo. Merecen todas las rosas que arrancan de los jardines o saquean de las floristerías. El colmo es que hacen leyes que autorizan a la fuerza pública a matar. Por supuesto, a otros. Porque los otros son monstruos y ellos ángeles en constante revolución. Los únicos niños que existen son los suyos. Únicos que tienen garantizada la protección y la vida. Una larga vida, por supuesto. Estilan los asesinos en ser amorosos padres mientras ordenan represiones y firman ejecuciones. Pero cuando matan a un niño ajeno, no saben ni les importa que la cama de ese niño asesinado por sus esbirros quede vacía de su calor; que sus zapatos queden sin los rastros de sus enérgicas pisadas; que su camisa quede sin el olor profundo de su infancia. ¿Quién puede consolar a una madre o a un padre a quienes les han matado a su hijo? Por muchos años, en San Cristóbal, las tardes llorarán como aguaceros.

Resulta amargo y descorazonador escribirlo, pero la justicia no regresa la inocencia, no llena la ausencia en los corazones que amaron a ese niño; ni la justicia que juzgará y condenará al asesino que disparó; y mucho menos, al asesino que desde el Estado promueve la ejecución del crimen. De ese niño asesinado, tratarán de borrar su imagen, su última sonrisa, su última súplica. El niño de San Cristóbal ganó el amor volcado de un país, del mundo. Aunque, paradójicamente, a través de su muerte. Paradoja creada por sus propios asesinos. Esa cadena de mando que busca desaparecer las pruebas que incriminan al asesino directo, pero también al autor intelectual del crimen. Es decir, el crimen no existió. Los tribunales intentarán, como siempre, posponer en la infinitud del tiempo, el inicio del juicio; la sentencia justa que se espera del juez que nunca aparecerá, hasta que el crimen se haya diluido en la memoria. Pero no podrán, jamás,  con aquellos que atesoran los recuerdos de la inocencia, a pesar del tiempo.

Quizás por eso tampoco se comprende, en medio de la tragedia de Venezuela, por qué a veces la poesía se separa de la inocencia, o mejor dicho, por qué algunos poetas cierran los ojos cuando matan la inocencia y escriben un manifiesto para apoyar a los asesinos.

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