militarismo en venezuelaCausar dolor o sufrimiento pareciera ser, también, uno de los objetivos del carácter de aquellos que ostentan el poder en su fase de esplendor o derrumbamiento. Sobre todo, cuando el poder no tiene quien le impida o controle su desmesura o locura al precipitarse sobre sus víctimas. Las dictaduras estiman el dolor y el sufrimiento en sus dimensiones más vulnerables. Aquellas que suponen el padecimiento del cuerpo, la mente y el espíritu no solo de sus enemigos —además de seguidores y fanáticos— sino que también aquellos conducidos por la ingenuidad. Nadie debe escapar a su ferocidad sistemática. Porque el principio del poder corrupto es recordarle al ser humano, con morbosa perversión, su existencia frágil en el mundo. Eso hace que el amor sea desterrado o clandestino, que la confianza sea abortada por los delatores o los ‘patriotas cooperantes’. El máximo objetivo del carácter soberbio y cruel de los poderosos que administran el poder desde el Estado, es convertir a su víctima en un muerto o un fantasma. Es decir, hacer de su existencia una tumba helada.

La mejor manera que ha encontrado la dictadura totalitaria para imponer el dolor y sufrimiento es a través de la intervención de la cotidianidad. Ese tránsito donde todo, por muy terrible que sea, habrá de volverse normal en el transcurrir del día y la noche. Lo personal puede comenzar a agonizar sin darnos cuenta. Sin embargo, el hombre común termina por sentir el mismo dolor y sufrimiento que la dictadura inflige a sus enemigos. Así ninguno de los dos pueda hacer nada por el otro, porque en la costumbre prospera la indiferencia, la resignación o la impotencia. La rebelión y la solidaridad actúan como las olas profundas. El tiempo social y existencial es pesado, gris y triste, mucho más, cuando las dictaduras duran décadas las ventanas nunca más vuelven a abrirse; aunque la poesía pueda florecer entre  las piedras.

Las dictaduras apoyadas en principios ideológicos radicales esmeran en crear un rígido orden estatal a partir de una Constitución que imponen e instrumentan con leyes arbitrarias, dentro y fuera de ella, con gritos de bestia para acallar la conciencia de los ciudadanos. Nadie debe protestar. Lo asombroso es que puede llegar un momento en que algunos opositores desesperados, aprueben tales leyes, para defenderse cuando se creen perseguidos o héroes, y deciden entregarse como corderos a la justicia que negaban hasta entonces. En ese desafortunado destino de su elección, los jueces aplazan una y otra vez sus juicios con el fin de destruirlos psicológicamente, minando su valerosa determinación y voluntad en el estrecho espacio de sus celdas. Entonces, estos infelices comienzan a desear como única salvación —para escapar de ese largo periodo en que nada pasa, pasando demasiado— apurar una condena así ésta sea absurda y perpetua. Porque todo dolor y sufrimiento es insoportable para lo humano. Sin embargo, tanta temeridad si es pura, no hay que abandonarla.

La dictadura totalitaria cela tener un orden económico, político, militar y territorial eficaz y perfecto. Esa es la razón de su utopía que choca con la realidad. La nación es el partido de gobierno. La patria es su máxima proyección que obliga a defenderla de un enemigo real o abstracto. Transforma la sociedad en una expresión marcial. Quejarse por dolor o sufrimiento es sinónimo de debilidad o cobardía. Lo prohíbe el mando, la censura de los comisarios. Mas, si alguien se atreve a acusar al Estado de ser el autor del padecimiento colectivo o individual, ingresa de inmediato a la lista de las sospechas. La dictadura totalitaria piensa en el expansionismo a través de la bandera ideológica, ese señuelo que fragiliza y vulnera a otras naciones sin estructura completa de Estado, nación o patria consolidada. Fidel Castro descubrió esa progresiva fisura en Venezuela. Desde entonces, este país comenzó a dejar de ser república, Estado o nación. Todo eso que fue, si lo fue, fue borrado y robado por la dictadura cubana. Simón Bolívar fue destronado de su mito, saqueada su tumba. Burlado sus huesos. Fidel Castro no hubiese podido soportar que Bolívar eclipsara su horizonte, como José Martí a quien convirtió en una palmera enana. Para eso utilizó a ese desgraciado de Sabaneta, que terminó por convertirse en su sirviente hasta morir orgulloso en sus brazos. El petróleo comenzó a venderse, regalarse y usufructuarse desde los intereses de los Castro. En el centro de ese huracán, la nostalgia está sembrada en muchos venezolanos por redimir o crear una patria, y resistir y luchar contra ese dominio o demonio extranjero. Hasta ahora más emocionalmente que de manera estratégicamente certera, confluyente y política.  Pero la hora llegará y la tormenta cesará.

Fidel Castro trazó un objetivo, después de su infeliz asalto e invasión: que Venezuela fuera gobernada no por una dictadura sino por algo menor o peor que ésta. Y no por un dictador, sino por una figura ridícula y servil a su obsesión imperialista. Porque las dictaduras guardan las apariencias o las simulaciones democráticas, bajo el principio de que existe una ley, un orden superior. Inclusive, en las mafias priva un orden y una jerarquía que le da sentido lógico a sus fechorías. Por eso ésta pasa a ser el estado paralelo del estado oficial. En Venezuela es lo contrario, como una colonia a la deriva, la gobernabilidad genera el caos que produce la lucha entre las bandas que la constituyen: delincuentes, narcotraficantes, militares sin honra y ladrones doctorados en economía. Cada uno por su lado dicta una resolución, una ley o medida, con la ciega necesidad de dividir, destruir, desde el odio y el resentimiento. Sus peleas y muertes entre ellos, por razones pasionales y rivalidades de poder, son convertidas en actos de heroísmo. Una esquizofrenia desatada que puede alcanzar a la misma oposición. Espectro que más dolor y sufrimiento ha causado al desamparado pueblo venezolano devorado por el crimen, la injusticia, la escasez y la enfermedad. El gobierno venezolano, esa caricatura del desmadre, es un fracaso en todos los sentidos. Su fracaso es tan estruendoso que ellos mismos piden, gritan, imploran, un golpe de Estado. Por supuesto, inculpando a otros sin pruebas, pero con el mazo en la garra de un mono que chilla estruendosamente.

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