Ramón J Velásquez
En la memoria de Ramón J. Velásquez permaneció intacta y reguardada la historia política, social, económica y cultural del siglo veinte venezolano.

Para que el país venezolano se sepa presente en el mundo su único centro de referencia es la madre. Lo afirma el psicólogo Alejandro Moreno, director del Centro de Investigaciones Populares, en su ensayo: “Solo la madre basta” que puede leerse en Venezuela siglo XX. Visiones y testimonios, editado por la Fundación Polar. La nuestra es una familia matricentrada. Una familia matricentrada, explica Alejandro Moreno, no significa que sea una familia matriarcal. Este término matriarcal implica, en su misma etimología, el poder de dominio que tiene la madre no solo sobre la familia sino sobre toda una sociedad o comunidad. Pero el poder de la madre es una realidad dentro del circulo familiar pero no fuera de él. Y dentro del círculo, en el seno de la familia, lo definitorio es la relación afectiva y no el poder; el cual, por otra parte, reviste características muy propias que lo distinguen de lo que ordinariamente se entiende por poder. Y Alejandro Moreno señala que la madre popular llega a nosotros como la imagen de la mujer-sin-hombre, mujer-sin-pareja, madre-sin-padre ni propio ni de sus hijos porque el padre nunca existe en la familia matricentrada: el padre es una ausencia y los hijos solo perciben a la madre porque existe lo que se llama la paternidad irresponsable.

Por eso se dice que el país venezolano carece de padre. Cuando lo tenemos ocurre que, a veces, es mejor  prescindir de él cuando se trata de padres severos que apuntan con el índice mientras disparan sermones moralizantes. Por lo general, el padre está ausente. El mío lo estuvo y cuando miro hacia atrás, la figura del abuelo se desvanece en mi desmemoria y allí termina mi genealogía. Pero con mi familia, con mi mujer, mis hijos y mis nietas, he comenzado a construir el pequeño trozo de un nuevo país y con mi familia, con todos ustedes que honran la memoria de Ramón Velásquez, va el impetuoso torrente de una modernidad cultural que dejará atrás las almas llaneras y el arpa y las maracas para mirar el mundo y abrazar la diversidad que surge cuando se abren todas las ventanas de la aventura de la imaginación. Es mi propia memoria unida a las de mis hijos.

En la memoria de Ramón J. Velásquez permaneció intacta y reguardada la historia política, social, económica y cultural del siglo veinte venezolano y el registro no solo de los autoritarios desaciertos de nuestros caudillos militares sino los pasos y gestiones de nuestros dirigentes políticos, muchos de ellos capaces de estremecer nuestras vidas y poner en aprietos nuestro desarrollo económico y cultural. En todo momento, Ramón Jota, Ramoncito, como se le llamaba afectuosa y respetuosamente, se mostró dispuesto a preservar su propia memoria que resultó legendaria y la de todos nosotros, es decir, la memoria del país; particularmente, la memoria política que es la que siempre tiende a mostrarse débil y taciturna.

Insisto en considerarlo como el Padre que los venezolanos habríamos querido tener. De hecho, Belén Lobo, mi mujer, tuvo en Manuel Lobo, merideño, y en Ramón Jota Velásquez, tachirense, dos padres. Ambos llegaron a Caracas después de finalizar la peripecia heroica que significaba viajar desde los Andes y acá, en la capital, se conocieron y se hicieron amigos inseparables. De tal manera que Ramón siempre fue para Belén un padre protector, y al casarme yo con ella también me protegió y me estimuló para que escribiera porque le gustaba mi manera de expresarme con las palabras.

Durante su larga y provechosa vida Velásquez se enfrentó activa y valientemente a los regímenes autocráticos y dictatoriales; se le conoce como defensor sin tregua de los derechos humanos y de la libertad de conciencia y pensamiento. No obstante ser doctor en ciencias políticas y abogado, hizo vida de reportero y luego de director de periódicos como El Mundo y, sobretodo, de El Nacional. Como venezolano que se respeta y defiende la dignidad civil conoció la cárcel y padeció aquel ominoso campo de concentración que levantó en Guasina, en el delta del Orinoco, el fascismo ordinario del general Marcos Pérez Jimenez. Muy socarronamente, Manuel Lobo, que lo adoraba, decía en familia que “Ramoncito es independiente, pero es m[as adeco de lo que él mismo cree!” La vez que fui a saludarlo en Miraflores en la recepción siendo el Presidente le dije: “Dr. Velásquez, con este gentío que quiere saludarlo es muy difícil conversar seriamente!” Me tomó del brazo, me llevó aparte y dijo: “Rodolfo, te voy a confesar lo que acostumbro hacer en estos casos para evitar la avalancha de elogios. Me saludan. miro  a la persona  y digo: “¡Cuántos recuerdos!”, y con eso expreso todo lo que hay qué decir!” De modo que cuando me encuentro con alguien con quien no tengo muchos deseos de hablar, recuerdo a Ramón Velásquez y digo: “¡Cuántos recuerdos!” ¡Puedo jurar que jamás he tenido que hacerlo con ninguno de ustedes!

Ramón fue también parlamentario, Secretario de la Presidencia durante la segunda administración de Rómulo Betancourt. Fue Ministro de Comunicaciones con Rafael Caldera. Dirigió la Corporación de Fomento y creó Corpoandes. Estuvo presente en la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado en tiempos de Jaime Lusinchi. Llegó a ser senador y supo de los asuntos de nuestras fronteras. Gracias a él se solucionó la grave crisis causada por el tendencioso e insidioso juicio a Carlos Andrés Pérez, al ser elegido como Presidente para que concluyera el período constitucional. En la Academia de la Historia se le recuerda y se le venera porque su mayor gloria fue la de haber sido historiador. En este campo nos dejó innumerables trabajos periodísticos y ensayos.

Dos obras suyas, consideradas por los historiadores como eternas y culminantes, cautivaron y seguirán cautivando a sus futuros lectores: La caída del liberalismo amarillo y Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez.

Un acontecimiento singular en su vida pública está asociado a Diógenes Escalante en tiempos de Isaías Medina Angarita, un episodio dramático llevado años mas tarde al teatro y la novela por Javier Vidal, Las camisas voladoras,  y Francisco Suniaga, El pasajero de  Truman, respectivamente.

En resumidas cuentas, fue no sólo el venezolano que yo valoré como un padre para el país sino algo todavía mas importante: resguardó en la suya la memoria del país. La prueba está en sus Confidencias imaginarias de Juan Vicente Gómez. Llegó a ser un historiador tan acucioso y poseía una memoria tan descomunal que hizo posible que el pensamiento y el talante de Juan Vicente Gómez penetraran en él, en un perfecto ejercicio de ósmosis, al punto que los ávidos lectores de ese asombroso libro podíamos vivir la época gomecista como si participáramos activamente en ella. La capacidad imaginativa de Ramón Velázquez, su profundo conocimiento del alma tachirense y su memoria política lograron que Juan Vicente Gómez, el tirano liberal, volviera a manifestarse personal y físicamente.

Pero las dos obras mencionadas rivalizan con la tenacidad, dedicación y mirada crítica que puso Ramón J. Velásquez cuando dio inicio a la publicación del Archivo Histórico de Miraflores, un compendio de la vida política venezolana en el siglo veinte, es decir, la verdadera Memoria que reafirmó y consolidó la propia memoria de este venezolano irrepetible que siempre anhelé tener como mi propio padre y como el Padre que necesitamos en esta triste, incierta y desventurada hora delictiva y de exclusiones que tanto nos aflige.

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