Tomado de http://www.elantepenultimomohicano.com/
Aquella mañana los teletipos no intentaron seducir a ningún crédulo. Las noticias llovÃan retóricamente, sÃ, como un atÃpico lunes que mojara el rictus de dos presentadores cuyas dentaduras, por algún designio más o menos circunstancial, no sonreÃan ni con fórceps bucales. Nada. Ni siquiera un esbozo. Más bien al contrario, pues ellos también advertÃan la gravedad del asunto: Detroit, Ciudad del Motor, cantera de boxeadores como Joe Louis, reino del sello discográfico Motown, o sea del soul y del funky y de buena parte del mejor pop jamás concebido, se habÃa metamorfoseado en un sumidero por el cual verter toda la mierda que no convenÃa destapar. Marrón oscuro y a plena luz, asà interpretaban los tecnócratas el latido de esa ciudad sin ley, partida en dos hasta la raÃz. El televisor, pues, rugÃa también partido en miles de fracciones que mostraban una realidad acaso visionaria; un hoy hecho futuro y un porvenir que no invitaba a cruzar ningún camino adyacente, o, mejor dicho, ninguna ruta alternativa. Los rótulos centelleaban a pie de plano, mientras el reportero apuraba su afectación y la copresentadora sugerÃa —para s× el inminente aterrizaje del robot: un hÃbrido entre bulldozer y rana y avestruz y velociraptor lesionado del menisco, cuyo lema podÃa definirse como: «Identificar, desarmar y, si eso, matar». El futuro. Qué chiste. Más aún si su construcción sale a flote en detrimento de los más desfavorecidos, pues ese minimalista y eficiente parque tecnológico a duras penas logra satisfacer las apetencias del alcalde y su troupe de machacas catedráticos en marketing. En Detroit la criminalidad habÃa alcanzado cotas obscenas. PolÃticos y empresarios orquestaban veladamente un proyecto que debÃa sepultar aquel ya viejo Detroit en favor de la futurible (a tiro de piedra finisecular) y no poco ostentosa polis, Delta City. Todo sonrisas y todos sonrientes para recibir a la Ley con software y hardware de última-generación-sin-inventar y cañones que escupÃan 120 proyectiles Parabellum por minuto: un Vietnam a escala precipitado a través de la ficción menos alegórica.
«Está pasando, ya viene, observen la debacle, ya es pretérito». CorrÃa el año 1987 y los héroes (con o sin el prefijo «súper», que carga con una lectura ampliamente discutible y peor vestida), sospechosos de traición a la bandera aun habiendo comparecido siempre a la llamada del Orden, y por él, hablaban poco, no sin impostura y con la parquedad rocosa del asceta en pijama superabsorbente. A fuego lento morÃa una década, y ya en sus estertores nació Robocop. Fue a manos de un intruso o, si se quiere, del más insospechado cineasta en territorio hostil —por aquello del desafÃo que, pirueta temporal mediante, todavÃa no habÃa sido, aunque por un tris—. El holandés Paul Verhoeven leyó (el guion), se sentó (tras la cámara) y, rásquese si le pica, marcó un hito dentro de la cultura popular. Él y su actor principal, Peter Weller, la mandÃbula más infrautilizada del cine moderno (la segunda, propiedad de Schwarzenegger, fue sobreexplotada por casi tres decenios), grabaron en piedra dos nombres: Alex Murphy y Detroit. También una frase lapidaria que todavÃa hoy hace las delicias —turcas o no— del espectador medio, ya sea éste un friki trasnochado o un loco niño que sueña con metal: «Vivo o muerto, vendrás conmigo». Sentencia que me retrotrae a un muñeco que descansa en lo más alto de mi estanterÃa, cuyo burocrático léxico y sutil humor no le impiden afirmar, cual tertuliano proveniente de un tiempo anterior, sutilezas como «Â¡Fuera drogas!», «Â¡Deténgase!»; e incluso aclarar (si se tercia) su identidad con un esclarecedor «Â¡Soy RoboCop!». Mitad hombre, mitad máquina; cien por cien abatible. Y sin embargo, un icono por siempre jamás, al que ni la muerte pudo siquiera borrar de ese futuro que sabÃa a óxido y a pan negro.
Fiel al relato original, el no remake de José Padilha regala lo que promete: grandes escenas de acción contumaz y nerviosa, y un what if que es ya, inmediatamente, paradigma de un tiempofascistoide. Una época muy suya, muy nuestra. El director brasileño repite con su director de fotografÃa, Lula Carvalho, tras la cara B de una pieza industrial que, no tan alejada de su metro patrón —Tropa de élite sobre un escenario equÃvocamente pre-distópico—, prefiere invertir en dopamina y solventar sin riesgo las entretelas del trauma que sufre Alex Murphy. El histrión es una peluca pegada a Samuel L. Jackson, mientras que al cerebro ejecutor lo describe audiovisualmente Michael Keaton, un pergamino cuya gestualidad bien puede arrancar alguna sonrisa malintencionada. No asà la sensual Abbie Cornish, esposa en funciones de Joel RobocopKinnaman. Ambos cumplen sin estridencias, que equivale a decir: son lentejas, y no las dejo. Y si no hubiera cables de por medio, habrÃamos advertido rápidamente no ya una falta de quÃmica sino una plétora de ociosidad. Porque amantes eran, y en marido & mujer se convirtieron. La apoteosis, sin embargo, llega a punto e irrumpe con moto en un almacén que funciona como laboratorio para ingeniar —y empaquetar después— drogas y artillerÃa. Se hace la oscuridad y, en lo que dura un breve intermedio televisivo, a ráfagas de ametralladora cuyo cañón tose destellos de luz, Robocop se gradúa con una pátina light, documental, epiléptica y subversiva como un ballet ruso puesto hasta las cejas de psicoestimulantes. Suele ocurrir. Que donde antes hubo sadismo, ahora solo queda deflagración. Y no se confundan: este filme no está ambientado en el futuro, pues el debate a propósito de los drones es una realidad tan presente como transversal. En 1987, Murphy personificaba la resistencia contra la herrumbre sociopolÃtica. Fue un resentido entre miles, un mazo que no dejó lugar a concesiones «polÃticamente correctas». Hoy, en 2014 (2028 para el Murphy de Padilha), Robocop carga con el mismo lastre emocional. Ya ven que tanto da presente, pasado o futuro: por más tiempo que pase, la resistencia y el cambio seguirá siendo cosa de resentidos. | ★★★
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