Walter Benjamin 1Uno de los ensayos de Calle de dirección única, el libro que Walter Benjamin escribió entre Berlín y París durante los años veinte, se titula “Viaje por la inflación alemana”. No se trata de una argumentación teórica sobre la naturaleza financiera de la inflación. Tampoco hay divulgación factual ni exaltada polémica. Se trata de catorce fogonazos entre los escombros.

La travesía de Benjamin entre aquellos escombros no es solo económica sino moral, sociológica, psicológica. La teología también asoma, como en casi todo lo que escribió el ensayista berlinés. Hablar de dinero en términos exclusivamente económicos era caer en una trampa solipsista y sospechosamente simplificadora. Lo contrario era también cierto: todos los temas —la lengua misma en que eran tratados, quizá— conducían al Reichsbank.

El contexto: al perder la guerra, Alemania —entonces una incipiente democracia parlamentaria gobernada por una aristocracia liberal— ganó un ramillete de severas sanciones económicas por parte de los vencedores americanos, franceses y británicos. El Estado alemán estaba en bancarrota, aunque no oficialmente: sus deudas no podían ser pagadas, pero aun así seguía endeudándose. Para saldar deudas internas, o para rematarlas, Berlín y Viena —poderosas pero ya aisladas capitales financieras— multiplicaron la producción de dinero inorgánico. El Estado seguía como si nada, gastando en obras, pensiones y programas sociales, pero la economía era una ruina. La inflación llegó a 182 billones por ciento.

En la penuria económica de la primera posguerra Benjamin vio otras miserias. Los desechos y la podredumbre —escribió con característico vuelo visionario— crecen como muros levantados por manos invisibles. No eran tan invisibles, de todos modos, aquellas manos. Al menos para Benjamin, eran sin más la sombra invariable del dinero o del mercado económico: destructor de vínculos, creador de desconfianza ciudadana, egoísmo y masificación. Más que invisibles, las manos —todas las manos— eran viles. También, a menudo, sangrientas.

El ensayo de Benjamin era un alerta mordaz: la inflación no era una anécdota del capitalismo sino su deriva inevitable. La prosperidad anterior a la guerra era apenas su más edulcorada ficción. A juicio del pensador alemán, la trama era otra, en realidad bíblicamente sombría. La inflación —lo dijo— era el diluvio. Su esperanza era que Noé fuese comunista.

El dinero era para Benjamin —como para el catolicismo contrarreformista y los utopistas decimonónicos, entre otros cruzados— el lado oscuro, por no decir demoníaco, de la trama social. La inflación de posguerra había ayudado a despertar una zona particularmente feroz —por aterrorizada y degradada— de la psique alemana.

Escribió: “Como el dinero constituye, por un lado, el centro absorbente de todos los intereses de la existencia, y, por otro, esta es precisamente la barrera ante la cual todas las relaciones humanas fracasan, cada vez desaparecen más, en el plano natural como en el moral, la confianza espontánea, la tranquilidad y la salud”. Puede uno percibir cierta nostalgia del tiempo —más bien mítico— en que el dinero no era un problema.

Más que como crítica general del capitalismo (sugestiva incluso cuando mesiánica y ahistórica), el ensayo de Benjamin es una iluminadora instantánea de aquella Alemania que comenzaba a confiar solo en sus más mezquinos fantasmas (y en su Banco Central).

Esto vio, al menos: la inflación era el fin de un camino. Como en la Venezuela actual, el Banco Central era una máquina de hacer ruinas.

Veremos si seguirá siendo avalada por tantos venezolanos.

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