La narración de El misterio de las lagunas, fragmentos andinos, dirigida por Atahualpa Lichy (Venezuela, 2011), recorre un camino inverso al de uno de esos reportajes que pasan por documentales y también de lo que sugiere la palabra “misterio” del título, por referencia a otro género cinematográfico. No es como un filme de personajes de Agatha Christie o Sherlock Holmes, en el que al final se resuelve el enigma que se había planteado. Es al revés: del comienzo de videoclip folklórico, con el que el filme simula tener el tranquilizador aspecto de una exaltación turística de las bellezas del país, se llega a las inquietantes preguntas del final sobre rituales que podrían asustar al espectador urbano temeroso del campo, porque son de esos que llaman primitivos aunque han continuado llevándose a cabo a lo largo de la época moderna, y quizás persisten en la actualidad.

Con el material de El misterio de las lagunas, y hasta con el mismo título, podría hacerse la quinta entrega de la serie Indiana Jones, o incluso un filme al estilo de Holocausto caníbal de Ruggero Deodato (Cannibal Holocaust, 1980) o un regreso de los reportajes sensacionalistas de RCTV. Pero en la película esas historias forman parte de la cotidianidad de la gente que vive en los pueblos del sur, en los Andes venezolanos. Si los personajes y su mundo resultan fascinantes, es porque en los seres humanos pueden descubrirse cosas asombrosas si se les presta la atención que merecen. En eso el documental es cercano a la obra de uno de los más importantes realizadores del género: Werner Herzog.

No hay en la película venezolana una emotiva narración en voice over, como la del cineasta alemán hablando su inglés de científico loco en La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010), aunque se escuchan algunas preguntas. Pero lo personal del documental de autor se hace manifiesto en este caso, por ejemplo, en la fotografía. El uso de la cámara demuestra que los realizadores tienen, en su manera de ser artistas, algo en común con los personajes de la película, en particular con el virtuoso autodidacta que es un verdadero Jimi Hendrix del violín. Ocurre, por citar una secuencia, cuando hacen tomas aéreas desde un parapente, lo cual es evidente por la sombra del ala en el suelo y por otra gente que se ve volando alrededor. La escena del grupo que toca música folklórica adquiere un toque de locura inspirada cuando las imágenes comienzan a mostrar todo eso alrededor.

También es afín El misterio de las lagunas a la idiosincrasia de sus personajes en la forma como está estructurada la narración. La resonancia intelectual que podría tener la palabra “fragmentos” del título es engañosa en ese sentido, aunque el espectador que estudió Humanidades no dejará de encontrar una divertida referencia al ser para muerte del filósofo existencialista Martin Heidegger en una señora que sale en la película. El conjunto de los episodios, que están conectados mediante la recurrencia del motivo de la música y por las canciones compuestas por Rafael Salazar, interpretadas por Cecilia Todd, Francisco Pacheco e Iván Pérez Rossi, entre otros, se parece a un espectáculo popular de variedades, que en este caso incluye humor y también un par de números que tienen algo de circo, además de los misterios del título. A darle esa cercanía a la gente contribuye también la presencia del director en algunas funciones. Presenta la película y conversa luego de la exhibición con el público, como si hubiera llegado cargando los rollos en una mula. Quizás, al salir de la sala, alguno imaginará que, de la misma manera, el cineasta montado se irá.

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