Mi fascinación por el cine tiene dos culpables: José Molina Vásquez y Rodolfo Izaguirre. Hace cincuenta y cinco años mi padre fue la primera persona que me llevó a ver una pelÃcula. Aquel niño que yo era descubrió algo que no entendÃa bien pero que necesitaba ver cada semana y que con el tiempo se harÃa casi una obligación diaria. Es otra de las cosas que debo agradecerle a ese hombre andino y reservado que decÃa más con sus actos que con sus palabras. Sobre todo, levantar a una familia.
Años después, a mediados de los sesenta, conocà a Rodolfo, aunque él no me conoció a mÃ. Ni siquiera sabÃa que yo existÃa. Entonces era un adolescente que empezaba a abrir los ojos ante un mundo en transformación, como muchos muchachos que tuvimos la dicha de crecer en los primeros años de la democracia. Un buen dÃa, miércoles para más señas, descubrà una columna donde un señor escribÃa sobre cine. El hallazgo se volvió costumbre. Todos los miércoles buscaba la página de opinión de El Nacional para leer lo que escribÃa un sesudo y muy serio periodista sobre las pelÃculas que yo habÃa visto o estaba a punto de ver. Aquellas lÃneas me indicaron que habÃa otra forma de percibir y entender lo que yo veÃa y escuchaba en las muchas salas de cine de Los Rosales, donde vivÃa entonces. Dicho de otra forma, el primer análisis cinematográfico que yo leà fue el publicaba semanalmente Rodolfo Izaguirre. Aquel intelectual de izquierda me deslumbró con sus visiones e influyó sobremanera en mi forma de disfrutar y comprender el cine. Lo incorporé rápidamente como uno de mis mejores amigos. Aunque él, entonces, no lo sabÃa.
Después, en la vÃspera de los años setenta, me enteré que el señor Izaguirre era el director de la Cinemateca Nacional, templo fundado en 1966 por Margot Benacerraf y al que me habÃa hecho un asiduo feligrés los fines de semana. Allàdescubràa Bergman, Wajda, Fellini, Visconti, Varda, Huston, Godard y tantos otros, cuyas obras me mostraron visiones diferentes sobre el mundo y me alejaron de la evasión. Algunas veces, en los pasillos de lo que serÃa la GalerÃa de Arte Nacional, mis amigos y yo veÃamos pasar a aquel intelectual «progre», como se decÃa entonces, ocupado en que las cosas marcharan bien en nuestro templo. Se lo agradecÃamos en silencio.
De entonces a hoy han corrido muchas tintas y tantas páginas, muchas horas en televisión y tantas otras en radio, muchos debates y miles de contiendas, en las que Rodolfo Izaguirre ha estado involucrado. Y nos ha involucrado a todos.
Años después los miembros del efÃmero Grupo Foco —Jacobo Penso, Iván Zambrano, Eddy León, el finado Miguel Ãngel Buonaffina y yo— lo veÃamos en aquellas Jornadas de Cine Nacional, celebradas en Cumaná a principios de los setenta, junto a otros cineastas e investigadores, en busca de una Ley de Cine que tardó muchos años en hacerse realidad. Allà estaban Rodolfo y otras personalidades de nuestro incipiente cine de entonces. Nosotros lo seguÃamos con respeto y admiración.
Lo respaldamos, desde nuestro anonimato, cuando protestó el cierre de la Cinemateca Nacional por la censura en tiempos de mojigaterÃa sexual. Ni siquiera era por razones polÃticas, pensábamos nosotros, sino por los oscuros complejos internos de un censor.
A la vuelta de los años, en enero de 1977, casi por azar, comencé a escribir en El Nacional la columna diaria Cámara Lenta que Manuel Trujillo acababa de dejar para dedicarse a otros proyectos. Y un buen dÃa recibà la llamada de Carmen Luisa Cisneros para invitarme a colaborar con la Cinemateca Nacional. QuerÃa que yo coordinara la programación, nada más y nada menos, de nuestro templo del cine. ImagÃnense ustedes el impacto que produjo en mÃ.
AsÃ, al dÃa siguiente, conocà en persona a Rodolfo Izaguirre. Lo primero que me llamó la atención de aquel muy serio intelectual de izquierda, de amplio prontuario cultural desde El Techo de la Ballena y otras aventuras similares, no era su evidente comodidad conceptual en el campo del cine, las letras, la danza, las artes, en fin, sino su sorprendente y desconcertante humor. Un hombre que evadÃa la solemnidad, que se burlaba de los lugares comunes en boga, que desconfiaba con razón de la hipocresÃa de las formas, a través de un humor lacerante e implacable. Allà comenzó nuestra amistad… en persona.
Una amistad que ha fluido por diversos caminos y en distintas situaciones, sin pedir permiso, a través de conversaciones, confesiones, consultas, pero siempre con mucho humor. Y muchas veces con un buen whisky en los vasos. Es imposible no reÃr con Rodolfo. Un viejo censor del franquismo decÃa que la risa siempre es sospechosa… de cualquier cosa. De provocar la inteligencia, de incitar a la reflexión, de combatir la estupidez, de abrir rutas a las emociones y los pensamientos. De todo esto es culpable ese intelectual «progre» que la revolución —la de antes y la de ahora, que parecen la misma— intentó quitarle sus manÃas, sus ganas de echar vaina y cambiar la vida con una sonrisa y un buen cuento.
Lo mejor del cuento, precisamente, es que a sus ochenta años, después de recorrer tantos caminos, Rodolfo reemprendió su carrera como articulista y desde hace dos años me ha habituado —como a ustedes— a buscar la página de opinión de El Nacional de cada domingo para leer una columna repleta de memorias, humor y mucha humanidad.
Por esta nueva columna estamos aquà hoy aunque yo me encuentre lejos. Para celebrar su premio en este homenaje organizado por la Fundación Herrea Luque. Esta noche no puedo estar con ustedes fÃsicamente, pues me encuentro en Roma, la ciudad mágica de Visconti, De Sica, Fellini y otros cómplices. Pero desde aquà quiero compartir con ustedes la emoción de honrar a mi maestro y amigo.
Con la misma emoción de cuando José Molina Vásquez me descubrió la fascinación del cine y con la misma emoción de cuando nuestro querido Rodolfo me enseñó —a distancia y sin proponérselo— que el cine era eso que él llamaba la mitologÃa de lo cotidiano.
Alfonso Molina
Roma, 18 de septiembre de 2012