El séptimo largometraje de Diego Rísquez ha devenido en la película venezolana más comentada durante el primer semestre de 2011.  Por diversas razones. Por la desbordante actuación de Luigi Sciamanna o por la magnífica fotografía de Cesary Jaworsky. Por los límites de un guión muy parcial o por los testimonios de la historia. Muchos espectadores —la gran mayoría— han descubierto con el film la mítica figura del “loco de Macuto”  mientras que otros han confrontado sus propias visiones del artista con la del cineasta venezolano. El film ha dividido las opiniones pero en general cosecha un balance a su favor. Pasado el primer impacto de su estreno —y de las discusiones consecuentes— conviene proponer una revisión exhaustiva que ofrezca una apreciación en profundidad de la obra más importante de Rísquez.

Tras verla de nuevo, reconfirmo que las mayores fortalezas de Reverón se hallan en la perdurable dimensión creadora del personaje que la inspira y en la sugerente puesta en escena desplegada por el realizador para atrapar y expresar la desmesura de su genio plástico. La pantalla se llena de una historia enceguecedora como la luz y compleja como el drama de un hombre que pintaba para vivir y vivía para pintar. La relación entre Armado Reverón y Diego Rísquez se remonta al primero de sus cortometrajes, A propósito de la luz (1974), de corte experimental y filmado en formato súper 8, en el que el cineasta delataba su admiración por el artista. Fascinación que tras casi cuatro décadas permanece intacta. Pero no se trata sólo de la identificación de un cineasta con su personaje sino también de una postura narrativa fundamentada en los valores de las artes visuales.

Desde su primeriza A propósito de Simón Bolívar (1976), Rísquez ha construido una filmografía muy personal a partir de los valores de la plástica y de la historiografía venezolana y caribeña, fundamentada más en la representación visual que en la narrativa cinematográfica tradicional, cuyas expresiones fueron Bolívar Sinfonía Tropikal (1979), Orinoko Nuevo Mundo (1984) y Amérika Terra Incógnita (1988). Cine sin diálogos que impulsó una visión múltiple de nuestra conformación como país y continente. Películas construidas como estampas de la historia y no como continuidad dramática convencional.

Aquel Rísquez “original” inició una ruptura con su fallida Karibe Kon Tempo (1994), su primer intento de hacer un cine con diálogos. que desembocó en Manuela Saenz (2000), su película más exitosa en la taquilla pero también la más convencional, y en Francisco de Miranda (2006), sobre el precursor de la libertad americana, con momentos de gran belleza expresiva pero con escenas que se sumergen en el lugar común narrativo.

Con tales antecedentes, Rísquez enfrentó su proyecto más ambicioso, concebido como un retorno a sus orígenes, a su primer personaje, a su inicial propuesta visual. Por eso la imagen es su principal herramienta, tanto desde la perspectiva de Reverón como desde la del  propio Rísquez, manifestadas en la deslumbrante fotografía de Jaworsky y en la reconstrucción del castillete de Macuto a manos del cineasta. En la escena inicial la pantalla se llena de colores pero a medida que avanza el relato la imagen se decanta por la luz que enceguece y oculta los colores, como en la propia obra del pintor. Ante ese nervio central se articulan elementos como la banda la música de Alejandro Blanco Uribe y el montaje de Leonardo Henríquez, concebidos para acentuar un ritmo particular.

Cabe recordar que Armando Reverón había sido objeto de tres notables filmes venezolanos, siempre desde la óptica del documental y a pesar de la limitación de la fotografía en blanco y negro. El trabajo de Rísquez es el primero que crea una ficción —en colores— a partir de la obra de un creador que a principios del siglo XX marcó la ruptura estética con la pintura europea y definió el hallazgo de la luz tropical. Lo que une su labor plástica con el cine es la luz, razón medular de sus obras. La pintura es luz, el cine es luz, todo es luz, como dice en la película. En ese vínculo entre el universo visual del artista y la concepción plástica que el realizador desarrolló en su filmografía inicial residen los mayores logros  de una película ambiciosa y arriesgada.

En cambio, sus flaquezas más notorias se ubican en la construcción dramática del relato, que se revela sesgada y desequilibrada. Escrito inicialmente por Armando Coll y Rísquez, sobre la base del conflicto entre el artista y su entorno, el guión fue completado por el actor Luigi Sciamanna, quien no se limitó a interpretar al “loco de Macuto” sino que se propuso enriquecerlo como personaje. Ese objetivo se cumplió, a todas luces, y es por ello que la presencia de Reverón ocupa el noventa y cinco por ciento de los planos del film. Pero por otra parte, el guión elige un periodo de su vida signado por el aislamiento y el combate con el mundo exterior. Evade las consideraciones de su participación en el Círculo de Bellas Artes —en la segunda década del siglo pasado— y su aprendizaje estético en Europa, para centrarse en su reclusión en la costa venezolana a partir de 1930. De hecho, la película comienza cuando el artista —ataviado con lo que parece un traje de luces y ejecutando pases de capote, en referencia a la lejana España— conoce a Juanita en una fiesta de tambores y se la lleva a su castillete en Macuto, donde comienza su aislamiento del mundo al amparo del amor de su vida. El Reverón de Rísquez es el Reverón de Juanita. No en balde, la película comienza de verdad y de forma tardía cuando la joven mujer le pregunta —le increpa, más bien— si ella es su mujer. El lazo afectivo. Allí está el primer conflicto real del guión. Porque en el fondo se trata de una historia de amor entre un loco genial y la mujer que lo impulsa a pintar y vivir.

El realizador  argumenta que no quiso repetir el tono biográfico de Francisco de Miranda y prefirió concentrarse en la etapa más productiva y trascendente del pintor, lo cual es perfectamente respetable. Sin embargo, el guión no nos permite conocer las razones de la ruptura con el exterior que conduce a ese periodo fundamental de su trabajo. Simplemente parte de esa situación. De la misma manera, tampoco sabemos cómo el pintor ruso Ferdinandov influyó en su trabajo o cuáles fueron sus vínculos iniciales con otros notables artistas de su generación, como Cabré y López Méndez. Pero lo más importante es que expone de manera superficial su relación con el crítico e historiador del arte Alfredo Boulton, primero, y con el brillante poeta Vicente Gervasi, después, reducidos a meras estampas inexplicadas de su relación con el mundo “de afuera” en contraposición con su mundo “de adentro”. Lo mismo sucede con Oscar Yanes y otros personajes reales. Asimismo forma parte de la historia que Reverón entró y salió varias veces del manicomio y no una vez. Se trata de un desequilibrio dramático que afecta la apreciación global de la película y reduce el impacto medular del trabajo de imagen.

El poderoso imaginario del pintor plena la pantalla y seduce al espectador, a través de sus obras, de su mirada, de su demencia… y de la actuación de Luigi Sciamanna, quien se crece de manera sorprendente. Muchos han aplaudido lo que consideran el primer papel protagónico de un actor venezolano que ha labrado una carrera brillante en roles secundarios en la producción venezolana, pero debo recordarles que Sciamanna debutó en el cine con mucha fuerza interpretando a Antonio José de Sucre en el Sucre que Alhida Ávila  presentó en 1995, en el marco del bicentenario del hombre que salió de su natal Cumaná siendo casi un adolescente para conducir la liberación de la América andina al lado de Bolívar. Lamentablemente ese film  tuvo una exhibición demasiado reducida y casi nadie lo recuerda. Ya entonces el actor venezolano manifestó sus dotes como intérprete. En la escena final, cuando moría el Mariscal de Ayacucho en el atentado en Berruecos, Sciamanna dejó escapar su última palabra: ¡Cumaná!

Reverón revela la madurez de Rísquez como autor. Sin duda alguna es su trabajo más completo y más fluido, capaz de estrechar los vínculos con el espectador sin traicionar sus postulados estéticos. Un cine muy personal y a la vez colectivo que sigue haciendo películas sobre personajes que pertenecen a nuestro patrimonio —Bolívar, Miranda, Manuela, ahora Reverón—pero desde el punto de vista de un creador que ha comprendido la complejidad del mito.

* Publicado originalmente en la edición de agosto de 2011 de Visión Analítica. http://www.analitica.com/visionanalitica

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