“Todo era una intuición, una ambigua pero definitiva esperanza que lo obligaba a correr al encuentro de aquel sueño, de aquella aparición”.

Carlos Moros:

Amigos para siempre, ed. 1986, p. 31

Da gusto podernos reunir para celebrar a Sebastian de la Nuez (1953) como escritor y meternos junto a él por los vericuetos que nos propone en su bella novela Rosalía (Caracas: Alfaguara, 2010. 261 p.), hecho esto a través de una cuidada y convincente prosa en la cual aparece nuestra ciudad, el amor, una honda nostalgia por ciertos momentos del final de los sesenta del siglo pasado y el recuento de la dolorosa experiencia colectiva que significó para muchos venezolanos la lucha armada de los años sesenta (1961-1965), tanto para los que participaron en ella como para todos los habitantes de esta urbe en donde nos encontramos porque aquello significó una experiencia, un hecho generacional para todos los que llegamos a los veinte años en esa década. Es esto lo que explica las numerosas obras que se le han dedicado: tal País portátil (1969) de Adriano González León (1931-2008), No es tiempo para rosas rojas (1975) de Antonieta Madrid, El round del olvido (2003) y El último fantasma (2008) de Eduardo Liendo, Los últimos espectadores del acorazado de Potemkin (1999) de Ana Teresa Torres, seguramente la mayor de todas, El diario íntimo de Francisca Malabar (2002) de Milagros Mata Gil o las historias de los hijos de los guerrilleros, abandonados por aquellos para ir tras su utopía, tal la noveleta de Ricardo Azuaje: Juana la roja y Octavio el sabio (1991). Y las obras citadas no son las únicas, el asunto traspasa la narrativa venezolana de las últimas décadas. Solo nos referimos a las obras-hitos.

Pero Rosalía, la obra que hoy nos junta, es más que solo una historia de amor entre Rosalía y su joven protagonista, Samuel. Es algo más, mucho más, todo contado con especial certeza y no poca belleza literaria.

La esencia de esta novela es la evocación del periodista y bisoño escritor Carlos Moros (1951-1982), uno de los reporteros caídos en el holocausto de Tacoa (diciembre 20,1982). La otra, al menos para nosotros, fue Marianela Russa.

Fue Carlos Moros, como aquel también inolvidable Simón Barreto Ramos (1943-1975), un escritor en ciernes, ambos caídos en el ejercicio de sus profesiones, Carlitos, como siempre se lo llamó entre amigos, como periodista, Simón dando la mano a un enfermo porque era médico. De ambos nos quedaron las promesas de sus primeros escritos. Carlos Moros fue autor de los cuentos Amigos para siempre (Prólogo: Earle Herrera. Caracas: Fundarte, 1986. 51 p.) y del poemario Viraje de fuego (Prólogo: William Osuna. Caracas: Fundarte, 1984. 65 p.), volúmenes póstumos ambos, los únicos de su pluma, tuvo quien les habla el privilegio de ser su editor, traídos a nuestras manos por su mamá, nuestra entrañable Nancy Rodríguez.

Rosalía está dedicada a la memoria de Carlos Moros, quien es a la vez uno de los personajes de la ficción que comentamos pues dentro de sus páginas lo vemos aparecer en uno de sus pasajes más destacados, momento memorable de esta invención, en el encuentro entre de La Nuez y Moros, topetón ficticio, en un bar por los lados de La Mariposa que aquí se narra (p. 93-98), fragmento que hemos leído varias veces con saudade. Dos amigos hacen sus libaciones en aquel antro de carretera mientras el autor de la narración se pregunta, escuchando al amigo, si “Ese verlo todo también puede ser lo que defina a Carlos” (p. 93). Ante lo cual nos preguntamos, como lector emocionado ante este bello trozo, si eso no es lo que sucede siempre a todo creador, lo que le da carnadura y sentido a su vida: mirar todo con anticipación.

Otro pasaje destacado

Otro momento subrayable para nosotros está a partir de la p. 185 (hasta la 204). Es todo el capítulo X: “Esta celda es pan y tú, amante, agua de manantial”, sucede en Madrid, páginas hermosas, de bellos momentos de celebración erótica plena.

Apuntaríamos que el punto de partida de este libro no es otro que “reconstruir la historia de ciertos puntos neurálgicos de la ciudad, recrear la memoria de sus recovecos, contar la añoranza de protagonistas retirados de la escena. Rescatar lo pintoresco, lo rancio, lo que pasa por debajo de la mesa” (p. 99), es decir mirar la historia cotidiana, a aquellos seres, hombres y mujeres que son como todos, gente como uno, las historias del “common people” como se dice en inglés.

Pero junto al recuerdo del amigo, que es casi una elegía, nos encontramos en Rosalía la historia de una experiencia dolorosa y lacerante: la guerrilla de los sesenta, la memoria de una experiencia desolada y frustrada, el andar de la izquierda desde aquellos días hasta su disolución cuando el socialismo autoritario desapareció, años después de que la guerrilla se había también extinguido. De allí que ante esos hechos, que el novelista rememora con nostalgia, y a veces con lágrimas, se escuche a Carlos Moros decir, en su palabreo con el amigo, “Me gusta con tal de que la compasión se disimule. Que sea fresca y desenfadada” (p. 97).

Esta es una instancia. La otra es aquella en que se comprueba como “el izquierdismo se ha venido a menos” (p. 138), ha desaparecido.

Pero lo que Sebastian de la Nuez indaga no es el sucederse de la guerrilla, tal como lo harían los historiadores con la precisión de su discurso, tal lo ha hecho hace poco Antonio García Ponce (1929) en su Sangre, locura y fantasía (Caracas: Editorial Libros Marcados, 2010. 286 p.). En cambio aquí lo que nos muestra este narrador son los “detalles, roces, y gestos y ecos” (p.177) de ese período, lo que toca la piel, los sentimientos, las vivencias, los amores desesperados por lo que no puede ser, las causas perdidas que dice, todo aquello que es literatura.

Y, claro, es evidente, que la narración que glosamos es el recuento hecho en Caracas, y desde Caracas, de aquellos años. En verdad la guerrilla sucedía lejos, en las montañas y nunca logró tener eco alguno en los que vivían en la ciudad, de hecho fue la gente de la urbe la que la derrotó en las elecciones del 1 de diciembre de 1963 cuando la insurgencia llamó a la abstención y la gente votó para elegir a Raúl Leoni (1905-1972). Pero a la vez aparecen aquí las gentes y las búsquedas, incluso las literarias, de aquellos que se reunían en las tardes en el Paprika, en El Gato Pescador, en el Tic Tac o en la República del Este, en el llamado Triángulo de las Bermudas, todo ello en Sabana Grande.

El protagonista de este volumen es un periodista, Samuel. Un cronista quien ejerce su oficio pero padece sus días, por ello tiene nostalgia de unas vivencias y de unos seres amados, pero cada jornada sigue registrando el suceder. Por ello leemos: “El periodista lucha todo el tiempo por hacer de lo fugaz algo permanente, escoge palabras para revestir lo pasajero de cosa trascendente y consumada” (p.203), aunque señala “No era mi intención ser testimonial o autobiográfico pero no pude evitarlo” (p.131), imposible porque rebusca y escudriña sus propios tiempos. Aunque no deja de señalar que estás son “Páginas hechas con la convicción del testimonio impenitente que ha tenido la oportunidad de asistir a grandes acontecimientos y vive para contarlo” (p.26).

Y ello lo hace a la vez, memorando la guerrilla o las ideas que parecieron sustentarla, pero siempre recordando las idas y vueltas de su amor imposible por Rosalía, siempre inasible y lejana para él, tanto que le dice ni siquiera “te puedo tocar. No te puedo abrazar. No te puedo follar”  (p.235). Y el lector puede preguntarse ante esto si estos amores platónicos no son de los mejores que se pueden vivir porque siendo amores, nunca dejan de serlo, quedan libres del fastidio de la vida cotidiana y del cansancio de la experiencia íntima repetida.

A veces este libro es un roman a clef, tal Avengoa, inspirado en parte al parecer en José Antonio Rial (1912-2009), otros nombres ficticios son claramente reconocibles; pero también a veces Rosalía es una novela casi histórica con los nombres propios de los protagonistas del período, tal la complejidad con la que ha empapado Sebastián de la Nuez a su creación.

Pero estamos al leer Rosalía en el final de la izquierda. Leemos: “Avengoa vivió sus últimos años a las orillas de la izquierda, a pie de página en el sillón verde. Ya nadie necesitaba su apartamento como guarida. La noticia de su desaparición se limitó a un breve de contratapa en un periódico regional y una líneas hagiográficas en Tribuna Popular” (p.171). En ese momento, después de 1999, no existía ya la izquierda, dejó de estar presente desde las huelgas polacas de 1980, el anuncio de la Perestroika (1985) y los sucesos de los países del centro de Europa (1989), en 1999 el socialismo marxista había terminado su periplo, hasta la URSS había desaparecido (1991), los únicos que estaban eran los que nosotros hemos llamado los dinosaurios de la izquierda, incluso latinoamericana, esos viejitos de pelo blanco, patéticos casi todos, risibles, que aparecen en el Canal Sur, algunos como Abengoa, en la parte final de la novela, son funcionarios del régimen fascista actual, sucedió con ellos lo que Gisela Kozak dijo, en su Venezuela, el país que siempre nace (Caracas: Alfa, 2008, p. 89), Andrés Barazarte, el protagonista de País portátil, y sus compañeros llegaron al poder con el Poseso, solo que sin ideales ni convicciones, vacíos, subrayamos nosotros.

Pero la guerrilla de 1961-1965, siempre fue en sus escasos cuatro años, “una revolución próxima al fracaso” (p. 188) y el Partido Comunista de Venezuela solo “un lecho de…  errores” (p.  182). Y ello, porque como lo hemos señalado, la guerrilla nunca caló porque se basó en una falsa interpretación de la realidad del país, que solo deseaba el régimen democrático después de la caída de la dictadura. Pero también fracasaron las guerrillas porque siempre estuvieron lejos, en las zonas rurales, lejanas a las ciudades donde transcurría la verdadera vida del país, ya convertido en nación urbana. Y además la verdad humana que aquí leemos: mucha gente de izquierda tenía, como se lee aquí, al lado del afiche de Ernesto Guevara de La Serna  (1928-1967) o de Ho Chi Minh (1890-1969), otro de Ursula Andress enfundada en su famoso bikini blanco en el que apareció en la película Dr. No (1962) del agente 007. Así tenían a “Marx en el pensamiento, Isabel Sarli en la foto, Neruda en el corazón” (p. 257). Y además, “Después del Vigésimo Congreso del PCUS no se puede seguir siendo comunista de fe” (p. 230). Fue en esa reunión (febrero 4-26, 1956) en donde Nikita Jrushchov (1894-1971) denunció los crímenes de Stalin (1879-1953), tal su famoso “Discurso secreto” (febrero 25,1956), este por cierto fue comentado entre nosotros casi inmediatamente por Augusto Mijares (1897-1979), uno de nuestros grandes pensadores democráticos (“El informe secreto de Kruschev, El Nacional, Caracas: julio 20 y 21, 1956).

Y menos marxista se podía ser primero después de la insurrección húngara contra el régimen comunista ese mismo año (octubre 24, 1956) y de la Primavera de Praga doce años después (Abril 15,1968) y sobre todo después de la caída del Muro de Berlín (noviembre 10, 1989), suceso hondamente comentado, con certera precisión por Arturo Uslar Pietri (1906-2001) en “El Muro de Berlín y el Tercer Mundo” y “El marxismo-leninismo” en Pizarrón (Caracas: Los Libros de El Nacional, 2006, p.382-386). Todos estos sucesos hizo del vivir de una generación venezolana, como leemos en Rosalía, “la melcocha ideológica, esquizofrénica: voluntarismo proletario y ambiciones burguesas” (p. 232), lo que llevó a “Al me estoy desangrando por dentro” (p. 242) por carecer de todo sustento, de toda dirección vital.

Momento singular de la novela que comentamos es cuando aparece en ella el espectro de Rómulo Betancourt (1908-1981), el hombre anti-guerrilla, el creador, junto a Rafael Caldera (1916-2009) y Jóvito Villalba (1908-1989), de la democracia de 1958, de la República Civil. Ese “encuentro fantasmal entre Abengoa y Betancourt en Pacairigua” (p. 224) es momento singular, es el tropiezo de la razón, de la inteligencia que todo lo supo mirar, Betancourt, y de la sin razón, que se llevó la vida de numerosos jóvenes, Abengoa.

El corazón

Si intentamos penetrar en la entraña de Rosalía encontraremos lo ya advertido: “Hay multitudes en el bulevar de la memoria, pero solo un puñado de gente en los recovecos de la nostalgia”(p.21), tal la evocación que aquí encontramos de las “causas perdidas”(p. 21), que seguramente no es otra que la búsqueda permanente de que se establezca la justicia social pero la que no se puede prender en la sociedad con el uso de la violencia, por lo cual encontramos aquí la interrogante fundamental: “Qué ha quedado de la subversión… “atrincherándose en las montañas” (p. 28 ). Por ello en sus memorias “Se mezclaban nostalgias, ilusiones, amigos” (p.59).

Y todo es mirado aquí, desde del profundo socavón de la laceración y del recuerdo de los inocentes caídos. Nos toparemos al leer con el recuento de los libros leídos entonces y de la música que acarició las sensibilidades de aquellos seres.

Y ello junto a la hiriente meditación sobre nuestra nación: “Siempre he vivido en un país de paradojas” (p. 72), una tierra en donde “se perdona todo excepto el éxito” (p. 107), “un país subdesarrollado pero muy, muy frasquitero” (p.  16).

Y esto contado siempre en medio de la historia del amor de Samuel por Rosalía, relación que no cuajó y solo produjo “dolor y la desolación” (p. 127) a él porque todo lo que observamos son las instancias de un amor herido. Un amor que encarnó lo que Octavio Paz (1914-1998) dice en el mayor tratado sobre el amor publicado en las últimas décadas, cuando asienta que “el amor es una pasión dolorosa y no obstante digna de ser vivida…es una apuesta contra el tiempo y sus accidentes” (La llama doble. Bogotá: Seix Barral, 1993, p.128 y 220).

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