Era la primera vez que un thriller policíaco recibía tales distinciones, especialmente, la del Oscar a la Mejor Película.

In the Heat of the Night (Al calor de la noche/En el calor de la noche) se desarrolla en un ambiente de misterio policial, a partir de la llegada de un forastero a la pequeña ciudad sureña de Sparta, en Mississippi, un lugar que parece tener bien claro lo que es de allí y lo que allí no cabe, a pesar del cartel que da la bienvenida a los visitantes. Mientras oímos a Ray Charles entonar la canción que da título a la película, las imágenes de vías de ferrocarril entrecruzándose, teñidas con luces amarillas, rojas y azules de faros y semáforos, llenan la pantalla con los créditos iniciales. Un tren entra en la población, lo recibe un paso a nivel y frena al llegar a la estación. Un ferroviario coloca el habitual escabel y un hombre, al que no vemos el rostro, cargando un maletín y ya marcado de algún modo por la diferencia del color de su piel, se baja del tren. El film nos está preparando para la realidad del Sur norteamericano y para el conflicto racial que se avecina.

La première de esta extraordinaria película tuvo lugar el miércoles 2 de agosto de 1967 en el Teatro Capitol de Nueva York, ubicado en la Calle Ochenta y Seis Este, con gran éxito de público, de la crítica neoyorquina y de la Academia de Hollywood, que le otorgaría cinco Oscar en la premiación del año siguiente, entre ellos, el de Mejor Película y el de Mejor Actor, aparte de ganar varios premios internacionales más. Era la primera vez que un thriller policíaco recibía tales distinciones, especialmente, la del Oscar a la Mejor Película. Seguramente, el asesinato de Martin Luther King unos días antes de la premiación, y los disturbios que ocurrieron en varias ciudades del país, terminaron dándole el empujón necesario para imponerse sobre otras notables candidatas, como Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde) de Arthur Penn, o The Graduate (El graduado) de Mike Nichols (que recibió el Oscar como Mejor Director).

En el origen del éxito también está la novela en que se basó la película, así como el guión cinematográfico que se hizo de ella, que le valió otro de los Oscar con que fue premiada. La novela de John Ball (1911-1988), un escritor neoyorquino multifacético (desde experto en artes marciales hasta fan número uno del genial Sherlock Holmes), se había publicado en 1965, era su primera novela y trataba el tema del racismo en el sur de Estados Unidos, a través del caso de un detective afroamericano de la californiana ciudad de Pasadena llamado Virgil Tibbs, que debía luchar contra la intolerancia racial en una pequeña ciudad sureña de Estados Unidos, a la que ayudaba en la resolución de un asesinato. La serie de novelas posteriores de Ball con Virgil Tibbs como protagonista fueron bastante peores, casi tanto como las películas que trataron de emular el éxito de la primera: They Call Me Mr. Tibbs (Ahora me llaman señor Tibbs) de 1970 y The Organization (La Organización) de 1971. Si ya en 1967 a Tibbs lo habían cambiado de detective de la policía de Pasadena a la de Filadelfia, en las dos secuelas cinematográficas ya pertenecía a la policía de San Francisco (dónde transcurría la acción). Aunque Sidney Poitier continuaba siendo el protagonista, el resto de los equipos de filmación era completamente diferente. Mejor lo tuvo la serie de TV que se hizo 20 años más tarde, intentando reeditar los viejos laureles con nuevos participantes y sustituyendo a todos los protagonistas de la premiada película: logró mantenerse durante varios años en episodios semanales de una hora, pero con ratings en progresivo descenso, hasta su desaparición en 1995.

El productor de Al Calor de la Noche logró reunir un equipo de excelentes profesionales, tanto para la actuación como para elaborar el guión (Oscar para Stirling Silliphant), para la cinematografía (obra del clásico Haskell Wexler), para la edición y el montaje (Oscar para el futuro director Hal Ashby), para la música (compuesta, arreglada y conducida por Quincy Jones, y con la participación de notables jazzmen, como Roland Kirk o Ray Brown) y para la dirección, en la que deslumbró el canadiense Norman Jewison, apenas comenzando su andadura como director y para el que calificativos como desigual o ecléctico quedan pequeños, y que seguramente será recordado más por la infame Jesus Christ Superstar (Jesucristo Superstar) de 1973, que por la notable The Thomas Crown Affair (El Caso Thomas Crown) de 1968. De todas maneras, aquí lo fundamental fueron los dos protagonistas del film, dos monstruos de la interpretación cinematográfica: Sidney Poitier, como el detective Virgil Tibbs, y Rod Steiger, como el jefe de policía Bill Gillespie (que ganaría el Oscar como mejor actor).

Ambos protagonistas ya habían sido premiados por su actuación en películas previas: Poitier, con el Oscar como Mejor Actor en 1963, por su interpretación en Lilies of The Field (Los Lirios del Valle), siendo el primer afroamericano en obtener ese galardón; y Steiger, con el Oso de Plata en Berlín, como Mejor Actor en 1964 por The Pawnbroker (El Prestamista). A pesar de su excelencia como actor, Poitier siempre dejó la impresión de sobresalir especialmente en dúo, cuando compartía el primer plano con otro protagonista, como era el caso aquí, o en otras películas, como en la excelente «The Defiant Ones» (Fuga en cadenas/ Fugitivos) de 1958, con Tony Curtis. Ahora, además, contaba con un tipo de iluminación que, por primera vez en un film de Hollywood, asumía plenamente el color diferencial de su piel, sin pretender “blanquearla”. En el caso de Steiger, que compensó su escasa filmografía de calidad posterior al Oscar, con 5 (cinco) matrimonios (!), su interpretación como sheriff racista cambiando interesadamente a menos racista, pero sin dejar de ser racista, resultó, francamente insuperable (incluyendo tener que mascar chicle durante casi toda la película).

La cinta tiene varias escenas memorables, que vale la pena destacar. La primera, casi al inicio, cuando Gillespie se burla del nombre Virgil, añadiendo que es un nombre cómico para un negro de Filadelfia y preguntando, después, cómo lo llaman allá. A lo que, furioso, Tibbs responde: «¡Ellos me llaman mister Tibbs!» (una de las frases ya célebres del cine de nuestra época). Después, aclarada su identidad y experticia detectivesca, Tibbs quiere alejarse lo más rápido posible de aquella ciudad (en la realidad, a Poitier tuvieron que arrastrarlo, prácticamente, para rodar algunas escenas en el Sur del país), mientras Gillespie tiene que ir a buscarlo en la estación del tren para pedirle que se quede y lo ayude a resolver el asesinato: primero, amenazando con azotarlo, y luego, con otro discurso de época: “Tú vas a quedarte aquí, así yo tenga que llamar a tu jefe para que te recuerde lo que tienes que hacer. Pero no pienso que yo tenga que hacer eso, ves… No. Porque tú eres tan condenadamente listo…Tú eres más listo que cualquier hombre blanco. Tú te quedarás aquí y nos lo demostrarás a todos.”

La visita a Endicott, el poderoso dueño racista de la plantación de algodón, también contiene momentos para el recuerdo. El automóvil que conduce el sheriff hacia la señorial mansión atraviesa los campos donde los trabajadores recogen el algodón. Tibbs los observa en silencio, mientras vuelve a oírse cantar a Ray Charles. “Nada de eso es para ti ¿eh, Virgil?”, ironiza Gillespie. Luego, en el invernadero con Endicott, tiene lugar la escena con una de las bofetadas más famosas de la historia del cine: se la devuelve inesperadamente Tibbs al omnipotente hacendado, ante el asombro de todos los presentes. Esa escena no está en la novela y tampoco aparecía en el primer guión que se hizo a partir de ella. Poitier exigió que se le garantizase la inclusión de esa devolución de bofetada en todas las versiones de la película, para acceder a participar en la misma. Parece que, durante las primeras semanas del estreno en Nueva York, Steiger y Poitier asistían al Teatro Capitol para oír los aplausos de un sector del público en aquél asombroso instante y las exclamaciones de sorpresa del otro. Al final de la visita a Endicott, junto al automóvil para el regreso a la ciudad, ocurre otro momento sorprendente para el sheriff, que quedó sin saber qué hacer ante la bofetada devuelta y ahora descubre a un Tibbs racista, queriendo inculpar a Endicott sin pruebas debido a su status social: “Caramba, muchacho –le dice sardónico- ¡eres igual que todos nosotros!”.

Yo prefiero una de las escenas al principio de la cinta, cuando Tibbs accede a revisar el cadáver en la improvisada morgue de la funeraria. El sheriff lo introduce ante la extrañeza del encargado y el médico forense. Tibbs arranca de un envión la sábana que cubre al muerto y se la entrega a Gillespie. A continuación, se dirige hacia las manos del cadáver: ahora, un close-up nos muestra las manos negras palpando cuidadosamente las manos blancas, y ese contraste negro-blanco, ocupa toda la pantalla. Luego de saludar la limpieza de las uñas, el experto detective comienza a pedir los materiales que necesita para el análisis, mientras las manos se mueven hacia la cara del hombre muerto, y después de revisarla, hacia los pies, previo desatado y descalce de los zapatos. Allí, las manos vuelven a moverse con sabiduría y con total libertad, lo que escasea por fuera. Gentilmente, Tibbs corrige la primera evaluación del médico e introduce al sheriff en sus descubrimientos. El pasmo es general.

La escena final de la película, con Gillespie cargando la maleta de Tibbs para despedirlo en la estación, estrechando su mano y pidiéndole que se cuide, es el equivalente al clásico beso final de las cintas de Hollywood, mientras aparece el letrero de THE END. Ese ‘final feliz’ y de conciliación interracial, en este inolvidable film, nos resulta hasta conmovedor.

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