Para Vasari, pues, crítica y autocrítica en los grandes artistas parecieran ser complementarias.

El 30 de julio pasado se celebró alborozadamente, tanto en Italia como en el resto del mundo civilizado, el 510 aniversario del natalicio del primer historiador del arte (que incluía, por aquel entonces, la pintura, la escultura y la arquitectura): el aretino Giorgio Vasari (1511-1574) .

En la Florencia de 1550 se publicaba, en dos volúmenes con 998 páginas y dedicatoria al gran Cosme de Médicis, la magistral primera edición de Las Vidas. Dieciocho años más tarde, en tres volúmenes con 1.012 páginas, se publicaba de nuevo en Florencia la segunda edición, con el notable agregado de los retratos de los artistas (grabados en madera hechos por él) y 34 nuevas biografías, incluyendo la suya (de última). En tanto que pintor, Vasari dejó su obra principal en los grandes frescos del Palazzo Vecchio, como los del Salón de los Quinientos. En su labor arquitectónica, se destacan el Palazzo dei Cavalieri en Pisa y, sobre todo, las Uffizi en Florencia, las nuevas oficinas gubernamentales de los Médicis anexas al Palazzo Vecchio.

Con los pinceles en una mano, su libro bajo la otra y las Uffizi al fondo, Vasari dejó para los estudiosos de su obra una gran variedad de temas y problemas historiográficos, a uno de los cuales nos referiremos sumariamente aquí: el papel de la crítica en la historia del arte. ¿Cumple un rol positivo la crítica en el desarrollo del arte? ¿Estimula el avance o el freno de los artistas? ¿No hay siempre en los grandes artistas un ‘descontento sagrado’ con su trabajo y firmes deseos de superación, y allí juega un papel fundamental la crítica externa, como creía Vasari, y hasta la propia autocrítica de los artistas? La importancia de un ‘medio-ambiente’ crítico y no mediocremente  conformista, para Vasari, también parecía esencial.

Vasari nos da varios ejemplos al respecto, uno de ellos al contar las causas del regreso de Donatello desde Padua a Florencia, en la biografía de este: «Como allí se le consideraba un portento y era elogiado por toda persona entendida, decidió volver a Florencia, pues, como decía, si hubiese permanecido allí más tiempo habría olvidado cuánto sabía al ser alabado tanto por todo el mundo; regresó de buen grado a su ciudad natal para ser constantemente censurado, pues esas críticas le harían trabajar más duramente y de este modo alcanzaría mayor gloria.»

En la biografía del Perugino, Vasari pone en boca de su maestr los ‘secretos’ del ambiente florentino: «Que fue en Florencia, más que en cualquier otro lugar, donde la gente alcanzó la perfección en todas las artes (…), pues en esta ciudad la gente es espoleada por tres cosas. La primera, las injurias a las que tantos son tan aficionados, dado que ahí el aire favorece una libertad natural de la mente que no se contenta con la mediocridad, y que siempre está más interesada en honrar lo bueno y lo hermoso que en respetar a la persona. La segunda razón es que si uno quiere vivir allí, debe ser industrioso, lo que significa emplear siempre su mente y su juicio, y ser pronto y rápido en su trabajo, y finalmente saber ganar dinero (…). La tercera cosa, no menos importante, es una sed de gloria y honor, que en gran medida es producida por el aire en los hombres de toda profesión y que no permite a nadie que esté en su sano juicio dejar que otros estén a su nivel, y menos quedarse rezagado de otros como ellos (…). Es cierto que una vez que un hombre ha aprendido allí bastante y quiere hacerse rico, tiene que abandonar esta ciudad y vender la calidad de sus obras y la reputación de esta ciudad en el extranjero, como hacen los doctores con la reputación de la universidad florentina. Pues Florencia trata a sus artistas como el tiempo trata a sus creaciones, haciéndolas y deshaciéndolas y consumiéndolas poco a poco.»

Pero de nada sirve la crítica externa si no hay una interiorización de esas  exigencias, sino hay ese descontento en el artista que entienda siempre la crítica como ‘constructiva’ y no como un atentado personal, convirtiéndola en conciencia autocrítica. Vasari habla de la rigurosidad de Tiziano con su propio trabajo «borrando una y otra vez hasta lograr la exactitud perseguida», pero es más revelador el relato de uno de sus discípulos sobre los métodos de trabajo de éste: «Después de aplicar esas bases preciosas, volvía los cuadros contra la pared y allí los dejaba a veces durante varios meses sin mirarlos. Y cuando quería de nuevo aplicar el pincel, los analizaba con rigurosa atención, como si hubieran sido sus enemigos mortales, para ver si hallaba alguna falta en ellos. Y cuando descubría algún rasgo que no correspondía a su entendimiento sensible, trataba al inválido como un buen cirujano, eliminando si era necesario alguna excrecencia o superfluidad de carne, o enderezaba un brazo si la forma no se ajustaba a la estructura del hueso; o si un pie había adoptado una actitud inconsecuente lo colocaba en su sitio sin hacer caso del dolor, y así con todas las cosas.» Para Vasari, pues, crítica y autocrítica en los grandes artistas parecieran ser complementarias.

«Seguid el ejemplo que Vasari dió»

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