El lema del Gobierno interino de «Cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres», no solo no se ha cumplido, sino que parece hoy remoto.

A la crisis política y humanitaria de Venezuela se ha sumado un factor alarmante: una crisis general de autoridad, que afecta seriamente las acciones de los sectores alternativos al poder. ¿Qué pueden hacer los demócratas venezolanos y sus aliados?

En Venezuela, el autoritarismo sigue de momento una marcha inercial. Pese a signos tímidos y unilaterales de concesiones, el Estado controlado por el Partido Socialista mantiene con cierta holgura sus modos autoritarios. El levantamiento del control cambiario y la desatención en ejecutar sus prácticas regulatorias sobre el sector económico privado, e incluso las conversaciones positivas con el medio empresarial, han sido acompañadas de medidas y advertencias amenazantes contra comercios y prestadores de servicios educativos y sanitarios. Los llamamientos al diálogo desde la cuestionada Asamblea Nacional derivada del proceso de diciembre de 2020 están acompañados por dinámicas en las que el partido oficialista tiene una presencia avasallante. Las universidades nacionales autónomas son presionadas a aceptar una intervención administrativa. El Ejecutivo anuncia la aprobación de un paquete legislativo sin conversaciones ni consenso, que afecta tanto preceptos constitucionales como la codificación tradicional. Y, mientras tanto, continúan acciones contra medios, partidos, así como ante los disidentes presos o exiliados.

El Estado no las tiene todas consigo, empero, con limitaciones severas a su eficacia, mientras continúa —para la mayor parte de la región y las democracias de Occidente— siendo caracterizado como ilegítimo. Sin embargo, los problemas de legitimidad no solo afectan a Nicolás Maduro, sino a su contraparte más notable, Juan Guaidó y su Gobierno interino: a pesar de todos los esfuerzos de los diputados electos en 2015, exiliados o dentro del territorio, la precariedad de su poder y las circunstancias represivas han mellado su autoridad dentro de los sectores democráticos. La ruta política definida por Guaidó a finales del año pasado, incluso luego de la consulta popular, no parece haber tenido efecto sostenido en la opinión general y, pese a su preeminencia, ni la Unión Europea ni los Estados Unidos lo asumen como el vocero exclusivo de la oposición venezolana, ante la cual hay voces crecientemente disonantes, con el efecto perverso de desconfianzas y recriminaciones. Pero lo más grave es que, al descontento tradicional hacia Nicolás Maduro, diversas encuestas han mostrado una erosión de los índices de favorabilidad de Juan Guaidó y la Asamblea Nacional legítima, y no asoma un liderazgo opositor alternativo en el horizonte de preferencias. Al contrario, lo que crece es el descreimiento y la desalineación política, aun con la insatisfacción general con el statu quo.

Parte de esto se debe a una crisis de expectativas, que afecta en dos sentidos. En primer lugar, la esperanza no cumplida de un cambio político inminente, en el lema del Gobierno interino de «Cese de la usurpación, gobierno de transición, elecciones libres», no solo no se ha cumplido, sino que parece hoy remoto. A la vez, tras la debacle económica, social y humanitaria de los últimos años, los destellos de reactivación económica en algunas ciudades y los efectos de la pandemia, hay una suerte de encierro en lo privado, en la supervivencia que no se arriesga en un futuro político que se encuentra más remoto y azaroso. Esto, por supuesto, presenta un riesgo importante de profundización desmoralizante, puesto que la aspiración democrática históricamente dominante en la sociedad venezolana podría ser sustituida por una resignación ante el hecho autoritario, que sea percibido como una normalidad fatal, en sobrevivir sin atender ni derechos ni deberes ciudadanos. La desesperanza aprendida ha sido el fundamento social más profundo y continuo de los sistemas dictatoriales en la región.

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Ante esa constatación, ¿qué queda hacer a los demócratas venezolanos? Reconociendo que el margen de acción es limitado, hay que partir de esta realidad catastrófica y no solo del voluntarismo que paraliza. Una opción, moralmente discutible, sería la cohabitación con el sistema, no solo dentro de sus reglas sino como agente de los intereses del propio Estado, como han escogido los partidos satélite de la oposición parlamentaria; una claudicación similar, paradójicamente, se manifiesta en aquellos sectores que promocionan una improbable intervención extranjera como único medio posible de cambio en el país.

Por su parte, los partidos políticos democráticos, hoy casi clandestinos, han reavivado contactos para plantearse la posibilidad de participar en las elecciones municipales y regionales recientemente convocadas, como protesta ante las condiciones electorales adversas. A su vez, grupos de ciudadanos y organizaciones autónomas han decidido plantear participación en espacios de acuerdos sectoriales con el Estado, bajo la expectativa de comprometerlo paulatinamente a crecientes concesiones favorables a la sociedad, desde el ámbito electoral hasta el económico. Las otras alternativas, aún en su variedad, aspiran a mantener su diferencia y su reclamo frente al poder, pero pueden a veces depender de decisiones ajenas a los actores políticos.

¿Qué concesiones se pueden esperar de un Estado autoritario? ¿Debemos aspirar a una acción milagrosa que solo dependa del extranjero? ¿Cuáles deben ser las fuerzas conductoras de la estrategia opositora? La miríada de organizaciones políticas de la vieja Unidad Democrática, así como las organizaciones de la sociedad civil que han cobrado mayor relevancia en los últimos meses, tendrían que asumir su posición con modestia, sobriedad y respeto mutuo. Se hace preciso actuar sobre la base de aquello que está bajo el propio control: reorganizar los partidos, tender puentes entre los centros de autoridad ubicados en el exilio y en el país, reconstituir las reglas de decisión colectiva y las relaciones de confianza en el liderazgo, demandar tenazmente mejoras sociales y económicas desde las organizaciones civiles y gremiales, exigir condiciones de apertura política genuina y buscar espacios de poder desde lo local hacia lo nacional. Todo esto, por medio de todos los canales de participación, regulares e irregulares disponibles, y sin descansar en la denuncia de la situación.

Pero esas, incluso, son tareas que resultarían inútiles sin una convicción superior. Si pudiese recomendar una prioridad esencial para todos los sectores partidistas y sociales que conforman el amplio mundo de los demócratas venezolanos, sería la de mantener, con celo evangelizador, la legitimidad de la aspiración democrática, cuya convicción puede ser irreversiblemente abatida por la desesperanza. En un mundo en el que los regímenes democráticos se encuentran en regresión, y donde las alternativas autoritarias se proyectan con novedosa confianza, esta es una bandera que debe ser reivindicada como creencia y como propósito. No porque sea más útil o más práctica, sino porque es el sistema político que mejor garantiza la dignidad de sus ciudadanos.

Publicado originalmente en https://dialogopolitico.org

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