En los años cincuenta del pasado siglo se inició en Caracas una avasalladora búsqueda de la modernidad. Bajo el terror polÃÂtico que impuso la dictadura perezjimenista, con sus persecuciones y torturas, Caracas conoció, sin embargo, un acelerado fervor renovador y se expandió hacia el Este. El Nuevo Ideal, como se autodefinió la “ideologÃÂa†de aquel régimen militar, impulsó un proceso de modernidad que se resquebrajó bruscamente a partir del 23 de enero con la caÃÂda de la dictadura. Tanto los socialdemócratas como los socialcristianos, pretendiendo sancionar al dictador, detuvieron el proceso renovador por considerar que se trataba de una “pesada herencia de la dictadura†y en cierto modo “castigaron†aquella renovación urbana y arquitectónica que hizo posible la célebre afirmación del arquitecto milanés Gio Ponti cuando vaticinó que Caracas estaba destinada a ser no sólo la capital mundial de la arquitectura moderna sino la más bella ciudad moderna del mundo. El sistema vial, y duele decirlo: las grandes obras se hicieron durante el perezjimenato.
La República reiteraba asàla violenta contradicción que la ha marcado, la ha afligido y la ha abrumado desde su nacimiento: ella quiere ser moderna pero permanece anclada en una indignidad tercermundista que nos avergüenza; se sabe rica y petrolera pero nunca ha logrado superar los lamentables ÃÂndices de pobreza y marginalidad que socavan sus aspiraciones de paÃÂs floreciente. Anhela ser libre; ejercitarse y activarse en democracia pero se ve azotada periódicamente por ramalazos autoritarios de aventureros en armas, caudillos civiles y dictaduras militares que la han empobrecido y maltratado en un empeño de siglos.
Mi vida venezolana es una muestra palpable de esa terrible contradicción. En lo personal soy un hombre moderno; hombre de cultura; de ideas avanzadas y progresistas pero vivo en la confusión y en la incertidumbre de un paÃÂs que tarda en encontrarse a sàmismo. Es más: !Nacàbajo la perversión¡ Era apenas un niño de cinco años cuando Juan Vicente Gómez cometió, como dice Manuel Caballero, el único error que no se le está permitido a ningún dictador: el de morirse. Y como ha ocurrido con todos los caudillos y dictadores civiles o militares que han sido y continúan siendo en la historia venezolana y gustan apadrinar el autoritarismo invocando el nombre de El Libertador, también el Bagre habÃÂa convertido a BolÃÂvar en cómplice suyo, al punto que se le antojó morirse el dÃÂa y mes en que murió El Libertador. Los enfermos y desilusionados huesos de BolÃÂvar sólo sirven de amuleto a los gobiernos que utilizan su nombre para amparar o justificar sus desmanes y despropósitos. No padecàa Gómez pero mis hermanos mayores sufrieron sus vejámenes. De alguna manera supieron vengarse porque al conocerse la muerte del tirano los tumultos que se produjeron en Caracas y los saqueos a las mansiones de los más connotados gomecistas hicieron que mis hermanos trajeran a casa muebles y toneles de vino español. Aquel fue un momento único e insospechado porque a los cinco años y través de las celosÃÂas de las ventanas vi a una gente muy alborotada que si bien estuvo callada y aterrorizada durante 27 años estallaba ahora convertida en protagonista de su propia historia.
Rafael MarÃÂa Velasco era objeto de un profundo resentimiento popular y su casa, al igual que otras casas de gomecistas notorios, fue saqueada y tuvo que abandonar el paÃÂs en febrero del 36 para morir 12 años más tarde en el exilio de Costa Rica. No lo sabÃÂa entonces pero era evidente que al beber el vino de aquellos toneles mis hermanos y sus amigos celebraban el hecho de que los saqueos, considerados como una estridente y violenta polÃÂtica de calle, señalaron frente a mi casa el camino hacia la democracia; y durante años, sentado en una bella silla giratoria que perteneció a Rafael MarÃÂa Velasco hice mis tareas escolares en el sólido y lujoso escritorio de caoba pulida sobre el que tantas veces Velasco, llamado El Sapo, Gobernador del Distrito Federal, firmaba las órdenes sangrientas de las represiones contra los estudiantes del 28 y las de los últimos años del régimen. Posteriormente, con la disolución de mi casa natal nunca supe que destino tuvieron la silla y el espectacular escritorio de El Sapo Velasco.
La ingenuidad, en todo caso, me hizo creer que con aquellos toneles de vino y los muebles de Rafael MarÃÂa, que en cierto modo tuvieron que ver con la historia de la República al final de la oprobiosa dictadura militar, perdonen la doble redundancia, me hizo creer que el paÃÂs caminarÃÂa airoso por inexplorados senderos revelando a placer nuevas vivencias en libertad. !Pero no fue asá Tuve que esperar por la edad juvenil para tropezar nuevamente con el desaliento. El militarismo es como una maldición que gravita sobre Venezuela. Siendo yo un adolescente, el paÃÂs perdió nuevamente el equilibrio y se desplomó sobre la República el fascismo ordinario de otro militar, Marcos Pérez Jiménez: una circunstancia que pesó sobre mày sobre toda una generación. Quienes estuvieron conmigo en el grupo literario Sardio (Adriano González León, Salvador Garmendia, Guillermo Sucre, Elisa Lerner, Luis GarcÃÂa Morales, Gonzalo Castellanos) y los que se agruparon en Tabla Redonda, el otro movimiento literario de los años sesenta: (Rafael Cadenas, Manuel Caballero, Jesús Sanoja Hernández, Jesús Enrique Guédez, Ligia Olivieri, Fernández Doris, Dario Lancini, que murió recientemente), detuvieron y postergaron durante diez años sus procesos creativos. Tuvimos que esperar una década y en algunos de nosotros un tiempo mayor para que unos y otros comenzáramos a producir y revelar los frutos de nuestra actividad creadora. Las ricas aunque difÃÂciles vivencias acumuladas antes y durante el perezjimenismo tardarán años en revelarse a través de la literatura o las artes plásticas.
Aquel militar que fue Pérez Jiménez, apenas un teniente coronel cuando conspira contra IsaÃÂas Medina en octubre de 1945, detuvo nuestro proceso intelectual y paralizó la revelación de nuestras vivencias. Apoyándose en la tenebrosa Seguridad Nacional aterrorizó al paÃÂs y cometió un crimen nefasto porque impidió que fluyera el pensamiento: cerró nuestras puertas y cegó las ventanas; obstaculizó las esclusas de la aventura intelectual. Nos convirtió en vÃÂctimas. La mÃÂa fue una generación tardÃÂa. Jesús Sanoja Hernández, al referirse a los integrantes de Sardio y de Tabla Redonda, dice en El dÃÂa y la huella, libro publicado gracias a Manuel Caballero por la editorial Bidandco, que el mejor tÃÂtulo para designar a estos grupos que consumen la edad del sueño en compromisos y destierros es el de la “otra generación†porque no se salvó ninguno de ellos en el momento de cruzar ese Cabo de las Tormentas que se dobla cuando se llega a los treinta años. Esa “otra generaciónâ€Â, dice Sanoja, ha tenido la desventaja (o la ventaja) de cuajar tardÃÂamente, en plena adultez, en el perÃÂodo en que ya el autor empieza a ser material biográfico. En 10 años, escribió Sanoja, apenas si Adriano González León y Juan Calzadilla y a última hora Guillermo Sucre, tuvieron la oportunidad de publicar notas en el “Papel Literarioâ€Â; modo de “aver mantenencia†más que la expresión de lo que llevaban por dentro. Los otros eran unos desterrados en el sentido radical de la palabra, o unos sepultados por el cataclismo. Rafael Cadenas, en la poesÃÂa, necesitó rebasar los treinta años y su primer libro importante se titula precisamente “Cuadernos del destierroâ€Â. Salvador Garmendia, en la narrativa, llegó a esa edad sin haber escrito más que libretos radiofónicos. A Zapata, nadie lo conocÃÂa. Anibal Nazoa, a quien estaba reservado escribir la novela fantástica de Venezuela, el esperpento o el grottesco de la violencia, reventó, en su estilo de humor trascendente, ya transpuesta la treintena… Allàestán. Pertenecen a la “otra generaciónâ€Â.
Hoy, a los ochenta años, instalado como estoy en el término y final de mi propio futuro, constato con furiosa tristeza que aquel paÃÂs pleno, hermoso y satisfecho que avizoré y creàestar construyendo cuando joven; un paÃÂs al que aspiraba moderno y vigoroso; libre, rico, sensible y culto, se asfixia en la hora actual en la mediocridad de una cultura cuartelaria; se hunde en la pobreza y en la confusión; se dilapida; se desgarra civil y moralmente; erosiona el lenguaje; se degrada desde el poder asaltado por un autoritarismo militar que se alimenta de sus propios abusos, corrupción y procacidad. No otro es el paÃÂs que padecemos en los inicios del siglo 21, testigos como somos de la aniquilación de la democracia. De tal suerte que, en el ocaso de mi vida, en la siempre difÃÂcil, oscilante e incierta vida venezolana, debo enfrentar como nunca antes la dura experiencia de sentirme exiliado nuevamente en mi propio paÃÂs, apartado, excluido, postergado y ofendido sólo por defender mi derecho a disentir. A no estar de acuerdo con muchas de las decisiones tomada desde el poder polÃÂtico y, aun menos, desde el organismo que se ocupa de los bienes culturales. La ofensa mayor que recibo es la de ser acusado de fascista justamente por quienes creen no serlo desde un absurdo contubernio cristiano-marxista. Porque nada es más cercano al fascismo que la ultraizquierda o la llamada izquierda autoritaria; nadie más parecido al héroe mesiánico o revolucionario que el tirano que aprieta y sojuzga.
Después de haber visto en el curso de mi vida los comportamientos autoritarios de Hitler, Stalin, Mao Tse Tung, Pol Pot, Castro o Sadan Hussein para no mencionar al Papa Doc haitiano, al Fujimori peruano o a algún déspota africano que masacra tribus y etnias que no les son afectas como si apagara una vela con un soplo, he aprendido a desconfiar del Héroe mucho antes de que se convierta en sÃÂmbolo o en estatua y me haya expulsado de mi libertad. En este preciso instante puedo, y me es lÃÂcito, reiterar y enumerar mis recelos: desconfÃÂo de la palabra fácil y las promesas de los polÃÂticos que luego en el poder se transforman en seres autoritarios y perversos. Me aterran por eso los MesÃÂas, Enviados, Salvadores y Revolucionarios que tratan de emular las pasadas hazañas de algún héroe local porque se ocultan en ellos rencores sociales que, cuando asaltan al poder, destruyen los alcances, logros e instituciones existentes. Recelo de los nacionalismos porque cierran las puertas y ventanas y asfixian a los paÃÂses. Desprecio a los censores; abomino de los que delatan; rechazo a los que pontifican agitando el dedo ÃÂndice; a los que se empeñan en afirmar que no son moralistas; a los que se comprometen a investigar las atrocidades derivadas de la propia perversión del poder y, al decirlo, mienten con descaro. De igual manera, desconfÃÂo de los que pronuncian la palabra «Patria», porque generalmente son quienes más crÃÂmenes cometen invocándola. !Apoyo a quién dijo que el mayor acto de patriotismo consiste en decirle a tu patria que está comportándose de forma deshonesta, estúpida y malévola¡ Me alejo también de los dogmáticos, de los fundamentalistas y obsesivos; de los que pregonan la pureza de sus actos administrativos y abomino de la justicia cuando la veo sonreÃÂda y entregada al poder polÃÂtico o temblando ante el uniforme militar.
Siempre recordaré a Salvador Garmendia. SostenÃÂa que era sano, urgente e imprescindible eliminar al ejército y tenÃÂa pavor a la Revolución: “Si aquàllegan a triunfar los revolucionarios, me decÃÂa, los primeros fusilados seremos nosotros, por el sólo hecho de no pensar como ellosâ€Â. Pero el ofrecimiento más patético sigue siendo el glorificado “hombre nuevo†que no es otro sino el hombre triste y desorientado de siempre. Lo afirma Rafael Cadenas: cuando “el hombre nuevo†no tiene ya la obligación de desempeñar ese papel tan incómodo, vuelve a ser el de antes, el de hace miles de años. Y DarÃÂo Lancini, que acaba de fallecer, me confesó que él creerÃÂa en ese hombre nuevo el dÃÂa que le mostraran a la mujer nueva. No nos merecemos tanto oprobio como tampoco se lo merece la República. No lo mereció mi infancia sojuzgada por el tenebroso laconismo del tirano Gómez tan en contraste con la insufrible e inagotable verborrea del actual presidente venezolano; tampoco lo mereció mi juventud bajo el autoritarismo militar de Pérez Jiménez y mucho menos esta hora mÃÂa, senil, brutalizada por un lenguaje presidencial tosco y de cuartel tercermundista.
No ha logrado el paÃÂs venezolano revelar total y cabalmente sus propias y más recientes vivencias porque para hacerlo necesitarÃÂa un tiempo de quietud y reflexión que jamás han conocido los pasillos y salones del Palacio de Miraflores siempre alterados por las contingencias polÃÂticas a veces turbulentas y siempre azarosas. Creyó hacerlo IsaÃÂas Medina Angarita y no le alcanzó el tiempo. Lo intentó Rómulo Gallegos y le fue peor. Después de Pérez Jiménez el paÃÂs vivió casi cuarenta años de cultura democrática pero en sobresalto, en una angustia permanente. El fantasma del caudillo â€â€civil o militar no ha dejado de acosarnos. Durante el largo perÃÂodo democrático conocimos a dos de ellos: Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez con el agravante de que sus respectivos partidos o, mejor dicho, los “cogollos†de sus partidos, también aprendieron a serlo. Tan caudillos fueron que nos precipitaron al abismo donde seguimos cayendo. Nos quejamos de la pérdida cada vez creciente de nuestra calidad de vida pero creo que deberÃÂamos pensar también en el empobrecimiento de nuestra condición humana.
Nuestras vidas, la del escritor, la del artista en particular, son muy vulnerables y están expuestas, como se dice, a todos los vientos. Personalmente no tengo fuerza ni me asiste poder polÃÂtico alguno porque la polÃÂtica no es mi oficio. Pero por mi condición de hombre de cultura tiendo a ser un solitario capaz, en todo caso, de construir una burbuja, en la que vivo, una versión personalÃÂsima de aquella antigua Torre de Marfil en la que se aislaba el escritor. Un estupendo lugar de trabajo no sólo para el escritor sino para el compositor, el artista plástico; para todos porque nadie lo molesta a uno. Sin embargo, aquella magnÃÂfica Torre de Marfil siempre fue vilipendiada, por quienes se empeñaban, desde la izquierda marxista, en que toda manifestación artÃÂstica debÃÂa tener, contener o proponer indefectiblemente un mensaje como si se tratara de la oficina de correos o de algún servicio de mensajerÃÂa. Entonces era frecuente escuchar cosas como: ¿Cuál es el mensaje de esa pelÃÂcula? ¿Qué mensaje tiene ese cuadro? ¿Dónde está el mensaje de los Mandala o del TrÃÂo número dos llamado Espejos que en homenaje a Ravel compuso Diógenes Rivas? !Dentro de esa burbuja vivo ahora, refugiado o protegido de la intemperie¡ En ella he practicado una puerta por la que me asomo al mundo exterior para constatar que él sigue allÃÂ. Me conecto con los amigos que aun no han desertado de la vida y cultivo en mi memoria la alegrÃÂa que en vida mantuvieron los que ya no están; me muevo en Internet y trato de encontrar respuestas a lo que me acontece como habitante de este paÃÂs. No es que abandone mi conciencia ciudadana. Es mi manera de sentirme activo, solidario y dispuesto. Tengo libros que aun no he leÃÂdo y muchos más que tengo que releer; hay pelÃÂculas que me faltan por ver y músicas por escuchar o seguir escuchando hasta el fin de mis dÃÂas y espero seguir participando en los futuros festivales de ATempo.
Mi mayor deseo serÃÂa, por ejemplo, reiterar la gloria que alcancé ayer en la primera Jornada de Atempo, con la presentación del libro de Inés Silva refrescando la memoria del grupo Madi antes de que las sonoridades de las Ondas Martenot invadieran estos espacios y resonaran en ellos el violÃÂn de David Nuñez y la guitarra de Pablo Gómez y recibiera nuestro espÃÂritu la fresca iluminación que irradian los Senderos de Antonio Pileggi. Hay mucho espacio que debo recorrer y no hay autoridad alguna que me lo impida; hay muchos otros senderos por los que debo aventurarme tan cautivadores como los que comienza a trazarse Antonio Pileggi desde el doble sacerdocio y liturgia de su vida espiritual y musical.
Pero he descubierto también que la vida se rebela contra todo lo que trata de explicarla y se niega a que se la confunda con esas explicaciones. La vida es como los paÃÂses: tampoco ellos tienen por qué explicarse. Era Bergson quien pretendÃÂa que la existencia espontánea revela una realidad que no es otra que la del espÃÂritu. Unamuno se referÃÂa a los misteriosos deseos del alma por encima de las constricciones del espÃÂritu, y harto de tantas explicaciones de la vida Chesterton afirmó que la vida es anterior a ellas y rechazó las estrecheces de esas explicaciones. Somos muchos los que nos hemos negado a degradar la complejidad de la vida en una simple organización intelectual. Quiero decir que la vida se rebela contra los sistemas y métodos que buscan constreñirla. La vida supera al músico. Se le escapa al artista. Se burla del escritor. Se encrespa cuando el polÃÂtico de la ultraizquierda pretende negarla hoy para hacerla posible mañana. Por eso conviene dejarla ir; que fluya libremente al igual que la muerte socavando o encontrando su propio cauce. El nacional socialismo proclamado por Hitler se creÃÂa eterno e invulnerable. Quiso acabar con los judÃÂos en nombre de una raza superior y acabó suicida en un bunker berlinés asediado por los tanques rusos y el socialismo soviético se esforzó por acabar con una clase social tradicionalmente productiva y esclarecida; tardó setenta años en percatarse de que no iba a ninguna parte y cayó sin que se hiciera violencia contra él, como caen los mangos en el solar de mi casa.
El marxismo y su praxis, que raramente atendieron las angustias y palpitaciones del corazón humano, constreñidos como estaban por el peso y la adhesión ideológicos convertidos en catecismos e instrumentos de fé, ya no resultaron tan esclarecedores y no dio para más y la perestroika le reventó el corazón que nunca tuvo. Aquel venezolano que pedÃÂa a gritos que no se distribuyeran ni se leyeran los libros de Mario Vargas Llosa como castigo por los artÃÂculos en los que discrepaba de la “ideologÃÂa bolivariana†estaba agitando una oscura bandera ideológica pero empapada de una Fe no menos tenebrosa. Estaba marcando, entre los venezolanos, el camino que trazaron Adolfo Hitler y José Stalin.
Está condenada al fracaso cualquier ideologÃÂa que pretenda elevarse a las subjetivas alturas de la fé con el propósito no de salvar nuestras almas sino de proteger, vigilar y encauzar lo que abusivamente el ideólogo considera un destino extraviado, es decir, la existencia de quienes se le oponen. !Nuestro mayor temor en la actual hora bolivariana es el miedo¡ No el miedo a la página en blanco que el escritor tiene que poblar de historias y atmósferas; tampoco el temor del músico a la composición; el pánico que suele acompañar al actor antes de levantarse el telón o antes de que el director de la pelÃÂcula diga: “!Acción¡â€Â. No es el terror de la bailarina convertida en Odile el perverso Cisne Negro que en el tercer acto de El lago de los cisnes debe ejecutar a la perfección y con el más depurado virtuosismo técnico los famosos 32 fouetés en tournant de Marius Petipas, difÃÂciles y consagratorios. Estos son temores que por el contrario ofrecen momentos de superación, caminos de liberación; señales de un combate contra las convenciones y lo establecido; cruces que van marcando en el mapa el tesoro oculto en nuestra propia sensibilidad. No se trata tampoco, ni de lejos, del miedo a la oscuridad, el terror a los espectros y enviados de ultratumba o los terrores que los curas con los hierros candentes del pecado y del infierno marcaron nuestras almas desde la infancia porque esos son terrores que permanecen anclados en los subterráneos de nuestra memoria. No son tampoco los miedos que para gloria de la poesÃÂa dejó anotados Rainer MarÃÂa Rilke en los Cuadernos de Malte Laurid Brigge: el miedo de que esta miga de pan sea de vidrio al caer y se rompa; el de una cifra que comience a crecer en mi cerebro y no haya espacio para contenerla… porque éstos son iluminados temores del alma poética. Me refiero a estos nuevos, miserables e inevitables terrores que diariamente nos abruman: las intemperancias del caudillo, el miedo de pasar por una determinada esquina de la Plaza BolÃÂvar; el de cruzar la calle y coger la otra acera cuando vemos avanzar hacia nosotros al policÃÂa o al sujeto malencarado; el de toparnos con un grupo de muchachos violentos e irrespetuosos. El no saber si regresaremos a casa. La degradación moral y la miseria humana. El miedo a los motociclistas, a las clÃÂnicas colapsadas, a los hospitales contaminados; a los alimentos descompuestos de Pdval como trágica metáfora del otrora jactancioso paÃÂs petrolero convertido hoy en un gigantesco animal podrido bajo el sol.
Y por supuesto, el miedo mayor que se engendra desde el poder polÃÂtico: el miedo a opinar, a expresar libremente nuestras ideas a riesgo de podrirnos también en una cárcel mientras los jueces miran hacia otro lado. Y el más perverso y ominoso de todos: el de autocensurarnos por temor a un castigo del que no atinamos a calcular su peso antes de que nos golpee. Callar, obedecer por temor, mutilarnos el alma.
José Antonio Marina en su libro AnatomÃÂa del miedo, publicado por Anagrama sostiene que el miedo es la gran herramienta para dominar a otras personas y que por eso, la acción de los terroristas es tan eficaz. Dice que el miedo es la gran esclavitud y explica que desde un poder polÃÂtico abusivo hay dos formas de aprovecharse del miedo: producirlo o presentándose como el que lo va a solucionar. Muchas personas y sociedades quieren un salvador que las saque de sus problemas y que se los resuelva; que les ofrezca seguridad aunque para ello estén dispuestas a darle todo tipo de poderes. El hombre mezquino, incapaz de valorarse a sàmismo, tiende a sacrificar su libertad por la seguridad. Le importa más el bienestar económico que el progreso moral. Y sólo la valentÃÂa puede frenar semejante tristeza entendiendo por valentÃÂa, justamente, el ejercicio de la libertad, la lucha por nuestra liberación. Esta lucha, entre nosotros, no es nueva.
Basta decir que en su momento, hace por lo menos 150 años, Simón RodrÃÂguez dijo que no bastaba la hazaña de Simón BolÃÂvar de haber conquistado la independencia polÃÂtica porque aun nos faltaba conquistar la libertad: esa libertad que sólo puede lograrse individualmente en el saber y en la perfección pedagógica. !Lo que todavÃÂa no hemos logrado¡
Sin embargo, soy un espacio que aun no ha sido invadido por la arbitrariedad y el autoritarismo militar. Un espacio vulnerable, es verdad; un espacio que puede ser asediado y quebrantado en cualquier momento por las armas del rencor social y de la perversidad de quienes las emplean y manejan; pero es un espacio vulnerable sólo en apariencia porque su muralla, su mayor amparo y protección; lo que lo sostiene y defiende es el honor y el anhelo de justicia y libertad que encuentro con quienes me comparto. Quiero decir: la revelación y el ejercicio constante de las vivencias de una cultura democrática que se enseñoreó en nosotros durante cuarenta años ininterrumpidos y a lo largo de un siglo de vivir en paz sin hacerle la guerra a nadie.
Nuestra mayor defensa en la hora actual venezolana es la convicción de que ella reside en la armonÃÂa, pluralidad y diferencias de nuestras respectivas identidades; en encontrarnos unos a otros y, sobre todo (!y es lo más dificil¡) encontrarse uno consigo mismo reconociendo esas diferencias y rechazando la imposición de cualquier clase de criterios únicos, dogmáticos, abusivos, excluyentes y discriminatorios. A la larga, este rechazo a los fundamentalismos evitará que se prolongue la violencia polÃÂtica, los miedos de que se vale el poder para sojuzgarnos y auspiciará un mayor conocimiento de otras culturas, de otras conductas sociales y civiles ejercidas en libertad a fin de que podamos reconstruir, finalmente, nuestro destruido tejido social y cultural y revelar gloriosamente las vivencias y anhelos de la nación que somos.