«Sé que no he elaborado nunca poesía mística ni poesía religiosa más confesional, pero cada uno es religioso o no lo es a su manera”.

Sin tapujos ni cortapisas, el poeta expone su religiosidad, católica en sus orígenes, que a pesar de las renuncias y distancia, no está ausente, aunque la conciba de otra manera:

“El «sentido de la divinidad», término acuñado por Calvino, es algo difícil de aislar en el conjunto de una obra poética. Por acción o reacción, por uso o por defecto, siempre están presentes en los seres humanos un dios, unos dioses o, al menos, cierto sentido de búsqueda o alejamiento, de contacto más o menos con lo espiritual. No puedo ni quiero renunciar a mi educación, dentro de la Iglesia católica, aunque me haya alejado de ella sin acercarme a cualquier otra confesionalidad. Sí mantengo cierta tendencia espiritual que de no adscribirla a una aproximación al deísmo volteriano no sé dónde podría hacerlo.  Sé que no he elaborado nunca poesía mística ni poesía religiosa más confesional, pero cada uno es religioso o no lo es a su manera”.

En efecto, una divinidad resbaladiza se hace presente en los versos de Enrique Gracia Trinidad para convivir —emplazada y expatriada— con otros irreales y cotidianos semidioses que la ilusionada imaginación del hombre alienta para que la vida tenga su aliviadero abierto y la existencia otra razón de ser más allá de la que le otorga la previsible biología. Con su habitual desenfado registra el escritor esta personal ambivalencia:

“El Señor de las Moscas tiene el culo de azufre, / sonríe, / hace gala de dientes / y de puro placer le cruje el esqueleto de la Historia. / Nosotros, agrupados / en torno a los conjuros y los rezos, / tenemos el aliento enrarecido; / una roja penumbra nos invita a la muerte: / Y Dios se nos escapa de las manos como una pesadilla interminable”.

Dios está presente y no en la poesía inmensamente humana de Gracia Trinidad, convive a duras penas con el hombre y es definitivamente exiliado por el escritor; lo exhibe en sus versos para convertirlo ruidosamente, escandalosamente, estridentemente, en ausencia distinguida:

“Para que Dios despierte algunos días / hay que hacer mucho ruido al levantarse (…) Toser, si es necesario, cada cinco minutos, / como el que tose para ser notado. // Para que Dios despierte, / llegue a tiempo al trabajo, / y recuerde que estamos aquí, donde nos puso, / habrá que armar barullo esta mañana”.

Cansado de los dioses y de los hombres, solitario y ensimismado, un tanto harto de todo y de todos, pero sin perder la esperanza, las ganas de una buena sobremesa, de un buen café y un pitillo, el poeta de la vida vivida y por vivir, se declara intermitentemente feliz, cavila y comunica.

Primero invité a Dios a frecuentar mi mesa,

pero él estuvo ajeno,

distante,

y parecía necesario, al escribir su profesión,

poner la “D” mayúscula que no fue imprescindible

en ningún otro oficio.

Siempre huele a lejano, como su inmensidad,

y sentarle a la mesa

era correr el riesgo de verse devorado

por esos ojos glaucos, ojos mar,

ojos charca

erizada de juncos y atrevida bajo las cúpulas del cielo.

Dios no estuvo dispuesto o no lo estuve yo.

 

También hubo otros dioses invitados,

cada cual, con su rígida liturgia,

con su pan bajo el brazo

y el número preciso de adeptos y profetas.

Cuanto más sutil el templo más voraz la doctrina.

Ya no volví a marcar esos teléfonos.

 

Luego ofrecí a los hombres compartir mi comida,

pero conversaciones aburridas y tediosos monólogos

devoraban el tiempo.

Resultaron vulgares como yo

y ya es bastante esfuerzo soportarme a mí mismo.

Así que pronto me cansé

y ellos también se fueron disgustados.

Como los dioses,

los hombres siempre ponen un precio a cada cosa;

dispendio que no quise jamás satisfacer,

al menos no del todo,

al menos no tan alto.

 

Ahora suelo almorzar sin compañía

sin ojos avizores, sin bendecir la mesa.

No tengo agua de fuentes milagrosas

ni vino de buen precio;

no me obligo a decir «sírvase otro pedazo si le gusta».

Yo soy el alimento, el comensal, la mesa,

el plato de cerámica, la copa,

la locura.

Soy hasta el perro que atesora toda el ansia en sus ojos

esperando las sobras,

un mendrugo de pan o un simple hueso.     

                                                          

Y soy feliz a ratos,

después de un buen café,

cuando dejo perderse la mirada

por estos laberintos del mantel, por la vitrina,

por el rastro que deja la aguja del reloj

camino de las cuatro,

tiempo de sobremesa sin reproches,

perfil oblicuo de manzana.

 

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