Las autocracias crecen en el mundo.

El más reciente informe de Freedom House (2020) acerca de la democracia en el planeta, muestra de nuevo la preocupación de los directores de ese tanque de pensamiento por el retroceso de las libertades en el orbe. El autoritarismo de izquierda populista, de derecha nacionalista o ligado al fanatismo religioso, se expanden por la mayor parte de planeta.

En América Latina, después de una fase de esplendor democrático, luego de destronadas las dictaduras del Cono Sur y finalizadas las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y, de menor intensidad, en Guatemala, reaparecieron los regímenes autoritarios. Uno de los primeros fue el inaugurado en Venezuela por Hugo Chávez y continuado por Nicolás Maduro. Más tarde siguió la reaparición de Daniel Ortega en Nicaragua. Ahora han resurgido con fuerza tendencias autoritarias en El Salvador, con Nayib Bukele, el joven presidente salvadoreño que parece sacado de la novela Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos. Otro personaje con rasgos autoritarios muy marcados es Andrés Manuel López Obrador, caudillo mexicano decimonónico, quien  pretende recrear el esquema de control sobre los medios de comunicación y el sistema judicial impuesto por el PRI, pero con su partido Morena. Hacia el Sur, vemos el Brasil de Jair Bolsonaro, figura que se mueve entre la payasería y el delirio, pero que ha logrado cautivar a una amplia franja de ciudadanos decepcionados con la izquierda agrupada en el Partido de los Trabajadores (PT) y en los grupos socialdemócratas.

Estados Unidos por fortuna salió de Trump. De haber continuado en el poder, la democracia habría entrado en una larga noche. La voracidad de ese señor habría impuesto la reforma constitucional que le hubiera permitido eternizarse en la Casa Blanca. Ya había dado los primeros pasos en esa dirección. Con Biden ha retornado la sindéresis.

La democracia en la India, la más grande del planeta, está siendo arponeada desde distintos flancos por el primer ministro Narenda Modi, iluminado hinduista quien desde 2014 pretende aplastar a toda la oposición y a quienes no profesen la religión hindú, no veneren las vacas y no sean vegetarianos.

La frágil e inestable democracia birmana, que había sobrevivido a duras penas al acecho de los militares —quienes han controlado el país gran parte del período posterior a su independencia en 1948— fue derribada luego de una insurrección que derrocó al gobierno. Aung San Suu —la valiente dama símbolo de la lucha por la libertad durante décadas, ganadora del Premio Nobel de la Paz— fue arrestada. Se encuentra detenida en su domicilio. La represión contra los manifestantes que exigen el retorno a la democracia ha sido feroz. Ya van varias decenas de muertes causadas por la saña con la que actúan los cuerpos de seguridad. A los militares no los conmueven las sanciones internacionales anunciadas.

El caso de Birmania resulta curioso. Pocos días después de la asonada, China y Rusia, los dos colosos autoritarios del globo, se pronunciaron a favor de los militares golpistas y se opusieron a las sanciones anunciadas por Estados Unidos y la Unión Europea. Xi-Jinping y Vladimir Putin invocaron los principios de la no intervención en asuntos de otras naciones y la autodeterminación de los pueblos. Exactamente los mismos principios esgrimidos por los tibetanos para reclamar su independencia con respecto de China; e idénticos a los de los ucranianos y chechenos para exigir la autonomía con relación con Rusia. El poder central chino y ruso se mantiene herméticos frente a los derechos exigidos por esas sociedades. A Xi-Jinping y a Putin les parecen simpáticos los gorilas birmanos porque, luego de la asonada, se alinearon con China y Rusia.

El respaldo automático de las dos potencias autoritarias a los gamonales birmanos representa una muestra de cómo actúa la solidaridad internacional de los dictadores. No se paran en mientes. En sus razonamientos no existe ninguna preocupación por los derechos humanos, las libertades conculcadas, el derecho de los pueblos a elegir sus propios gobernantes. La defensa de los aliados autoritarios es automática. No pasa por los filtros de ningún parlamento o foro. No responde a ningún valor humanista. Prevalecen los intereses geopolíticos y financieros.

Con Birmania operó el mismo esquema que viene funcionando con Venezuela desde hace dos décadas. Los chinos y los rusos constituyen el principal respaldo económico y militar del régimen autoritario montado por el tándem Chávez-Maduro. Todos los intentos de pronunciamientos de las naciones democráticas en los organismos internacionales, contra las arbitrariedades del gobierno venezolano, son bloqueados por esa dupla. Para Xi-Jinping y Putin en Venezuela se respetan los derechos humanos, hay plena libertad de expresión, no existen los presos ni perseguidos políticos, las elecciones son libres, transparentes y competitivas, Maduro es un presidente legítimo.

Se entiende que esos déspotas orientales se comporten de ese modo. En sus respectivas naciones, lo mismo que en Venezuela, desaparecieron las libertades que la humanidad conquistó con la Revolución Francesa hace más de dos siglos. Entre ellos practican el internacionalismo autoritario.

@trinomarquezc

Publicado originalmente en https://politikaucab.net

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