Hay un  halo de personaje en el poema de Giselle Duchesne que se escurre y nos deja la lactancia de querer atraparlo, retenerlo.

Giselle Duchesne es una poeta nacida en Puerto Rico que reside desde hace más de tres décadas en Washington, EEUU.

¿Dónde comienza y termina el poema de Giselle Duchesne antes de escribirse, todos sus poemas, y aun antes y después de leerse entre los velos de la luna, el estallido de las galaxias y el eclipse solar? Dos preguntas en un  fulminante rayo prefiguran la multiplicidad honda nunca  antes convertida en palabras por una mano de luz profunda con dedos que te alcanzan, por la resonancia de  aquello que avasalla la sombra o abisma la caligrafía acechante de la existencia secreta donde habitó William Shakespeare, en su intensa concentración, intrigante y desatada represión o contención de acontecimientos, pulsión única y oculta que termina por movilizarla, tanto como el choque de dos partículas cuánticas al encuentro de Dios.

En este umbral comienza la poesía de Giselle Duchesne. Su misterio está agazapado por una verdad que nunca será revelada por su incesante y frondosa trama de filigranas destellantes. Sin sentimentalismos, sin concesiones. Solo el sentimiento desnudo y puro junto a una inteligencia que disecciona el alma. Entre los fantasmas y las matemáticas, pensó y escribió Edgar Allan Poe su poesía. Por eso el espejismo en el poema genial se equivoca en una primera intención. Es demasiado líquido para retenerlo, para fijarlo en una imagen definitiva. La pupila se derrite al mirarlo. Entonces,  surte el efecto mágico que el poema hay que volver a leerlo por la zaga de estremecimiento que ha dejado en nosotros. Hemos sido poseídos al inicio y el poema nos habrá de habitar por siempre. Aunque el olvido presume haberlo secuestrado. Al leer de nuevo el poema, emerge una nueva primera vez que ni el deseo calculado lo puede impedir. La página donde está escrito no se agota. Pergamino que resiste el tiempo. Acontecimientos que concentran las líneas vibrantes del poema, su metáfora o simbología, edificada en sonidos, melodías, músicas o imágenes. Pero a la vez en la ausencia de la imagen que se cuela en la aguja del silencio de la composición, entre esos puentes invisibles que van de un abismo a otro. Esa imagen que es el espectro de la incandescencia abrasiva que consume al lector en busca de la interpretación del poema. Esa magnifica experiencia se vivencia al leer a Giselle Duchesne.

Con las palabras hemos querido alcanzar más que con los hechos, quizá porque con las palabras apostamos a hacer perdurable un acontecimiento, una vida larga o corta. Esa máxima representación que puede estar contenida en el gesto de una mano, en una mirada que nos perseguirá por todos los senderos como un sueño azul, o como el beso de una rosa que recordaremos porque nos hemos convencido de que en ese beso quedó tatuado por siempre la primera vez que nos hicimos amor en un pétalo. Pero ninguna brisa de la evocación es igual a la otra, porque no todas atesoran lo perdurable que tanto deseamos hacia el porvenir. Las olas del amor nos lo advierten. Queremos ser felices a cada instante, en la distancia y en la cercanía, más cuando padecemos  y queremos regresar a una felicidad que no fue total, pero el sufrimiento nos confunde al idealizar el pasado añorado como lo hace una canción o un balada. Por eso queremos regresar a aquel momento, aquel lugar donde la dicha fue fugaz y preferimos aferrarnos a lo que tenemos, a lo que nos quedó como los restos de una tormenta o un naufragio, porque es preferible el engaño a creer que la presencia de lo que  ahora está desnuda como la evidencia, habrá de permanecer allí inmodificable y nos acompañará hasta el final. Pero el final no existe, existe la ilusión

Hay un  halo de personaje en el poema de Giselle Duchesne que se escurre y nos deja la lactancia de querer atraparlo, retenerlo. Guardarlo como una ofrenda. Sin embargo, el poema no cuenta, expone. No es un relato. Lejos está de la narración, pero sí próximo a un retrato, figurativo, geométrico, cubista. Marc Chagall a veces lo ronda. Una presencia fugaz persiste en el caleidoscopio de sus posibilidades, se obstina de manera fragmentaria por quedarse. Imposible  retenerla para complementarla y definirla en una identidad real, soñante o ensoñante. Inclusive, otorgarle o inaugurarla con un nombre no basta. Ni siquiera con los nombres que provee la pesadilla, esa yegua que galopa entre los relámpagos de la oscuridad. Poema arrodillado como un tótem ante las aguas de un rio caudaloso donde se aproxima a curar su profunda herida donde ha bebido su naciente de ternura, inocencia, tormento, laberinto o el puro y palpitante corazón escarlata que lo ha concebido y que lo contiene. El poema de Giselle Duchesne conmueve desde el bordado de algunos sentimientos, pero también cuando deslumbra desde la aguda y certera inteligencia, tallado en la piedra oculta de la selva desde donde no cesa de llover.

La mixtura en la composición poética también existe en el poema de Giselle Duchesne, las dos desconcertantes  y arbitrarias preguntas y respuestas en una, que hicimos al inicio de este breve ensayo da para más, se expande. Desde muchos ángulos que nos hace pensar que el poema de Giselle Duchesne fue concebido en un universo que rebasó el común y previsible mundo poético que ahora abunda más que nunca en las redes sociales. Su poema es fruto del hallazgo de una dimensión críptica, sin transiciones convencionales. Pasa de la ternura al horror con una fluidez cósmica. Quizá ahí comienza la inmensidad, la mar o el desierto de aquellos ojos que todavía no saben mirar, solo escuchar el rugido del jaguar que se aproxima como el poema que habrá de escribirse y que convoca el azar de lo impredecible.

Invito a mis lectores a leer ese poema de Giselle Duchesne, ese que alcanza la pluralidad en muchos más luminosos poemas, en libros, revistas, blogs y que cautivan a sus devotos lectores que la celebran en su virtud.

edilio2yahoo.com

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