Las cocinas de GGM tienen su propio ritmo y al igual que las personas que cocinan son generosas y elaboradas, tienen su misterio y su mestizaje.

El que vende comida no se muere de hambre”.

Gabriel García Márquez.

La cocina en la literatura del Gabo —al igual que todas las personas que habitamos este mundo y amamos la comida en sentido amplio— es la cocina ligada a los recuerdos de la infancia. Todos sus escritos están plagados de referencias gastronómicas y como es lógico a su entorno natural que son las cocinas y las calles, que siempre son contundentes, estruendosas porque huelen, saben y suenan. Las cocinas también tienen sus toques  de locura y son personajes por sí mismas, no sólo por el espacio físico que ocupan sino porque en ese escenario unos personajes interpretan diariamente una obra de teatro coral, donde estos protagonistas son al mismo tiempo espectadores de su propia actuación.

Estas cocinas —al igual que las calles— están asociadas a los sentidos y a los sentimientos. En esa  atmósfera densa y familiar  flotan multitud de sonidos, de voces e instrumentos. Fluyen los aromas de los platos que están en los fogones y de aquellos que están en la solera de parrillas, de ollas y sartenes, de aceites incrustados en mesas y paredes. Entran por los ojos los colores y las formas de frutas y vegetales, deslumbra el brillo de las escamas de pescados y seduce a la mirada la grasa de las carnes. Coquetean con los dedos las texturas de los granos de sal y de pimienta, la aspereza de una concha de plátano, la suavidad de la piel de una berenjena. Y acaricia el paladar la pizca de chocolate fundido, la melosidad de una salsa, el crujiente de una corteza de cerdo.

Las cocinas de GGM tienen su propio ritmo y al igual que las personas que cocinan son generosas y elaboradas, tienen su misterio y su mestizaje. Los relatos que nos ofrece  están tejidos con sabores dulces de chocolate, con aromas de infusiones. Y son al mismo tiempo un archivo repleto de información acerca de condimentos, ingredientes, recetas y degustaciones. Pero son algo más: representan también el alma de sus habitantes, sus lenguajes y sus acentos, sus creencias y supersticiones que transmiten de generación en generación, su historia oral. A veces carecen de recetario escrito y todo el procedimiento se ha heredado de padres o madres a hijos sin haber apuntado ni una coma, simplemente porque la gente, en algunos casos y en alguna una época no sabía leer ni escribir. Hay miles de años de conocimiento acumulado entre las paredes y fuegos de las cocinas y esto lo percibimos y los vivimos claramente cada vez que leemos a GGM.

Pero no es solamente lo que hay en ese espacio concreto de la cocina lo importante. Al mismo tiempo, mientras leemos,  nos trasladan a lugares lejanos y exóticos, a las fondas de Galicia, a los conventos de Castilla, a las viejas plantaciones del Magdalena, a las playas lejanas de origen africano, a las costas del Caribe colombiano, al terruño de los emigrantes sirios en el Medio Oriente. Los sentidos están ahí presentes de nuevo. Nos evoca hablando de las remolachas tiernas y cremosas que se conservan en su propia miel y esparcen su sabor nocturno a los manantiales de Lérida en España o nos lleva a la plaza de Mauber Mutualité del Barrio Latino de París, cuando nos recuerda los olores de las guayabas maduras que se sienten paseando por sus calles.

Teniendo cinco o seis años, GGM pudo sentir por primera vez el hielo y no precisamente en forma de panela sino de pargo congelado. La compañía bananera United Fruit Company, los encargaba para su personal que vivía en Aracataca y estos pargos llegaban en un tren que venía desde Santa Marta con otros productos como jamones de la misma Galicia o manzanas de California. Su abuelo le hizo poner las manos sobre uno de estos pescados congelados y él sintió que las manos le ardían debido al intenso frío que nunca antes había sentido.  Qué decir de las tisanas que saben a ventana hervida, como  si alguien hubiera probado las ventanas hervidas.

Hay otro elemento que es crucial en la evolución de la cocina y de la gastronomía en general. El hambre, que provoca que el ser humano, ante la escasez, se vea obligado a comer de todo sin pecar de escrupuloso, porque cuando hay necesidad vital de alimentarse, las mezquindades no tienen cabida. El hambre, hermana de toda cocina, tiene en la obra de GGM una presencia directa. Hambre que rompe costillas, que se siente ante la única tostada de plátano o ante un caldo de cebolla como único ingrediente, un caldo huérfano de carne y vegetales. Del hambre han salido platos que las mujeres colombianas —y las del  mundo entero— convirtieron de un simple producto en el milagro diario de una comida de familia. Ingrediente dramático que con el poder de las letras adquiere la dosis necesaria de romanticismo, de leyenda. La verdadera cocina colombiana actual no podría existir sin sus estrecheces y penurias que han creado platos muy ‘nobles’ de productos muy proletarios.

Pero hablábamos también de las calles, el otro universo donde tiene lugar y se vive el mundo de la cocina con la diferencia de que el espacio cerrado se convierte en una concha teatral abierta, pero donde también los sentidos tienen su gran importancia.Todo el ambiente que se respira está impregnado de dulce, de las bolas de tamarindo, las muñequitas de leche, las melcochas de miel, las cocadas de piña combinadas con la algarabía de la gente en la calle, las voces de  los personajes habituales, limpiabotas, vendedores, pregoneras e incluso las moscas que dice el Gabo que son las mismas de todos los días que zumban mientras los niños salen del colegio y corren por la calle.

“La despertó del hechizo una negra feliz con un trapo de colores en la cabeza, redonda y hermosa, le ofreció un triángulo de piña ensartada en la punta de un cuchillo de carnicero. Ella lo cogió, se lo metió entero en la boca, lo saboreó, y estaba saboreándolo con la vista errante en la muchedumbre…”

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