Cabrujas no fue propiamente un político, ni un historiador, ni un psicólogo, pero sus textos son lecciones magistrales de política, de historia, de psicología.

ESPECIAL PARA IDEAS DE BABEL. La vida y la obra de José Ignacio Cabrujas coincide, cronológicamente hablando, con el período de la llamada democracia en Venezuela, entre 1958 —cuando tiene 22 años— y 1995, la fecha de su muerte, unos pocos años antes del comienzo de la desaparición del experimento de construcción de un país. Cabrujas es uno de los testigos más importante de esa época.

La obra de Cabrujas y todos sus textos, los de sus obras de teatro, de sus escritos, de sus conferencias, de sus entrevistas, de sus apariciones en radio y TV, son la expresión más cabal de eso que podríamos, a falta de una mejor definición, llamarlo la venezolanidad.

Un país no es un sitio, ni una geografía, un país es una sociedad, con todo lo que ella implica, con basamentos sólidos, con instituciones, con tradición, con conocimiento, con estudio. El paisaje es lo de menos. El mejor ejemplo quizás es el de los judíos. Durante siglos no tuvieron sitio, ni terrenos, pero como sociedad era muy fuerte, con un gran arraigo, y cuando encontraron de nuevo el espacio, reconstruyeron allí, un país, una nación.

Venezuela nunca llegó a existir propiamente. Fue monte y culebra hasta Gómez. A partir de ahí intentó construirse. Antes debía su pre-existencia a la figura de Bolívar, un loco desaforado que llevó a cabo una tarea descomunal, la mayor parte de ella a costa de la vida y la riqueza del propio país. Donde quiera que Bolívar hubiese nacido, habría hecho lo mismo o algo similar. Su figura histórica es independiente de su origen. Ganó las guerras, pero no pudo construir un país, en eso fracasó.

Venezuela como nación siempre se estuvo intentando. De alguna forma los venezolanos hemos sido siempre, no sólo ahora, unos huérfanos deambulando desaforadamente. Quizás nos hemos pasado buena parte de la vida, buscando las razones de la orfandad y endilgando a diestra y siniestra la falta de paternidad. Bolívar el padre de la patria, Gómez el Taita, Pérez Alfonso el padre de la OPEP, Betancourt el padre de la democracia. Tratando de conocer de dónde salimos, a ver si nos organizamos. Buscando un padre escurridizo que no aparece por ninguna parte y que hemos fallado tantas veces confundiéndolo con un caudillo, que como todo caudillo, nos engaña, nos promete, y caemos como unos tontos en sus manos.

Los momentos de mayor ilusión coinciden precisamente con ese período que ha dado en llamarse la democracia en Venezuela. Pero no éramos propiamente un país, Cabrujas nos definió como “un campamento minero de lujo”.  Todos sabemos lo que es un campamento minero, un sitio que se forma a partir de una bulla —entendiéndose bulla no por alboroto, sino por la aparición milagrosa de un mineral valioso— en este caso nuestro oro negro.  Bendición y maldición al mismo tiempo.

A partir del petróleo el campamento fue creciendo, pero siempre provisionalmente, sin nada sólido, sin mucho orden que digamos. Y todos sabemos que cuando una bulla va disminuyendo, el campamento, la vida ficticia que sobre él se va construyendo, empieza a desaparecer tan rápido como se había armado. Habíamos llegado a crecer tanto, que todos teníamos la ilusión de que era perecedera, pero era evidente, desde hacía tiempo, que se estaba desmoronando. Sólo van quedando, deambulando por sus alrededores, algunos fantasmas vivientes, o sobrevivientes con los restos escuálidos de la bulla. Y la maltrecha escenografía que en algún momento creímos que eran edificios. Como esos falsos pueblos construidos para unas filmaciones y después abandonados, con el viento, la lluvia y los roedores socavando lo que queda hasta la desaparición total.

Muchos mineros se enriquecieron, ¿pero qué iban a hacer con ese despojo? Decidieron irse a otros lugares a disfrutar de su riqueza, qué sentido tiene vivir sobre unas ruinas.

A aquellos ilusionadores de espejismos antiguos, que hablan de la solidez de la democracia, de lo que se había construido, me permito remitirlos a los escritos de Cabrujas. Infinitas páginas están llenas con sus palabras —era su don más preciado— donde proverbialmente relató lo que estábamos haciendo, en lo que nos estábamos convirtiendo. La obra completa de Cabrujas es la descripción histórica más precisa de ese período llamado democrático. Lamentablemente, como todo lo que se vincula con Venezuela, es poco o nada estudiada. Se le recuerda más por sus incursiones en la televisión, importantes desde luego, como todo lo que emprendió, pero mucho menos que todo lo que dijo y escribió. Desgraciadamente la farándula ganándole a lo profundo y lo esencial. Cabrujas es la expresión autocrítica más cabal de Venezuela. Nadie como él se ha enzarzado en desmenuzar lo que hemos sido, sin edulcoraciones, con un escalpelo diseccionando al máximo nuestra realidad.

José Ignacio, refiriéndose a su obra teatral fundamentalmente, expresó múltiples veces que a él le interesaban los personajes fracasados. Y en sus textos de reflexión sobre el país y la política se centró en eso, en el fracaso como sociedad. Basta recorrer sus palabras para recordar con hechos y anécdotas, que durante ese período llamado democrático, ni la democracia, ni la política, ni la justicia, ni la sociedad, funcionaban. Algún defensor de lo perdido me dirá, más que ahora. Claro, pero es que ahora no funciona nada porque desaparecimos, y desaparecimos porque no se había construido nada sólido. Éramos aparecidos jugando a ser ciudadanos.

Cabrujas no fue propiamente un político, ni un historiador, ni un psicólogo, pero sus textos son lecciones magistrales de política, de historia, de psicología. Era sencillamente un intelectual, culto y comprometido, comprometido con lo que le tocó vivir y como muy claramente lo expresó: “Lo único que quiero en la vida es decir lo que pienso y no tener miedo”. Y no lo tuvo, se enfrentó con sus palabras y sus ideas a todo tipo de contrincantes, con un conocimiento sólido de lo que hablaba, sobre todo, lo que habíamos sido y lo que estábamos siendo y haciendo como sociedad.

Hace unos años, conjuntamente con Belén Orsini, realicé una película sobre él, Cabrujas en el país del disimulo, es su título, y sólo pretendía llamar la atención, mediante un medio tan atractivo como el cine, acerca de un personaje que se estaba disolviendo en el tiempo y cuya obra corría el peligro de desaparecer. Era sólo un aviso de que existió alguien que nos pensó, nos retrató y nos abofeteó, con las mejores intenciones, desde luego. Hoy en día me digo que la película fue también un fracaso, como casi todo lo que se intenta en Venezuela. No logró su objetivo, no llegaron a 3.000 los espectadores, pero eso ni siquiera era lo más importante, sino que mucha gente sintiera la curiosidad de saber lo que ese hombre pensó y dijo, pero no, no ha resultado así.

Cumpliéndose 25 años de su desaparición física, se le menciona, se le homenajea, se habla faranduleramente de su figura, por emblemática, por sardónica, por incisiva, pero no se le conoce. Es poco o nada que se le estudie, que se le investigue. Solamente, gracias a la exhaustiva labor de Leonardo Azparren, se recolectó toda su obra teatral en tres tomos publicados por la Editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar. Hace décadas Monte Ávila había editado una recopilación de sus textos en El Diario de Caracas, pero hasta ahí.  Ni siquiera El Nacional donde escribió durante muchos años, ha editado sus escritos. Una orfandad absoluta. Su texto-entrevista para la Copre (Comisión para la Reforma del Estado) creada y posteriormente abandonada por Jaime Lusinchi y luego respaldada por Carlos Andrés Pérez en su segundo mandato, fue editada en su momento con el nombre de “El país del disimulo”, es un compendio excelente de lo que hemos sido, desde su brillante óptica.

Si a los venezolanos de verdad les importara el futuro, deberíamos hurgar en el pasado, no en el pasado acartonado y esquemático de muchos historicistas que se limitan a enumerar hechos y dar fechas y acontecimientos, sino a aquellos como Cabrujas que pensaron al país, lo que estábamos siendo como un ente vivo. La falta de conocimiento de nosotros mismos es lo que nos está matando.

Civilizaciones más sólidas que nosotros desaparecieron. La cultura Maya por ejemplo. Sólo quedaron algunas edificaciones —que si eran sólidas— y rastros funerarios.  De lo nuestro, si no reaccionamos, ni eso quedará.  Pasaremos a los cuadernos de historia como una sociedad que desapareció por la invasión de unos bucaneros de una islita que destruyó todo con la complicidad de algunos aborígenes.  Porque ni siquiera edificaciones sólidas como las de los Maya quedaran en pie, porque vamos a estar claros, tampoco es que las hubo.

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