Hoffman y Rubin son dos jodedorcitos ingeniosos que usan o quieren usar el juicio como tribuna.

La historia, se sabe, nunca se repite, pero rima. Y de un tiempo a esta parte, los setenta y sus prolegómenos han vuelto a ocupar un lugar especial en el cine. Pensemos en The Post de Steven Spielberg o Mark Felt de Peter Landesman. No es casual que sea así.

Los setenta fueron años de protesta contra una guerra impopular si las hay, de rebeldía contra un orden establecido que venía cayendo desde hacía al menos dos décadas. Pero, vistos en un juego de espejos, eran la pelea desigual entre una generación inconforme con un establishment a la cabeza del cual revistaba un villano perfecto: Richard Nixon. El presidente era un conservador de viejo cuño, una brillante mente geopolítica y, a la vez, un paranoico de Congreso y un adicto al juego sucio y las trampas. Los años sesenta lo habían vapuleado feo. Primero había perdido la presidencia contra Kennedy, luego su estado natal, California, le había negado la gobernación. Pero su voluntad era blindada y logró la presidencia contra Hubert Humphrey, en una de las elecciones más violentas del siglo. La pelea estaba lejos de ser solo entre republicanos y demócratas. A la izquierda (la palabra todavía significaba algo políticamente) de los demócratas estaba la disidencia contra el sistema. El partido de la juventud (los yippies), los pacifistas a ultranza y las Panteras Negras querían hacerse oír. Un elemento los unía entre varias coincidencias: la lucha frontal contra la guerra en Vietnam. Y entre otras acciones decidieron hacerse oír en la convención demócrata en Chicago, que terminó en golpizas, trifulcas y un sentimiento de frustración generalizado. Como se sabe, Nixon ganó la presidencia y puso manos a la obra para meter presos a los revoltosos, simbolizados en los siete de Chicago del título. Con lo cual cinco meses después se iniciaba el juicio presidido por el honorable Julius Hoffman (sin relación con uno de los acusados, Abbie Hoffman).

En un contexto tan polarizado, el peligro para el libreto estaba en presentar dos bloques, uniformes y antagónicos. La primera muestra de inteligencia está en disolver ese choque de trenes en los distintos ángulos del drama. En primer lugar porque los fiscales, no son necesariamente unos malos tipos definidos por su obsecuencia al sistema. Uno de ellos, profesional, orgulloso de su cargo, tiene la independencia de criterio como para dudar de la tarea que le fue encomendada. Y del otro lado el panorama es aún más rico. Por un lado el principal abogado de la defensa lucha por hacer de sus defendidos unos personajes funcionales, lo cual no siempre es fácil. La película se enfoca en cinco de ellos, sin duda los más representativos. Hoffman y Rubin son dos jodedorcitos ingeniosos que usan o quieren usar el juicio como tribuna, otro es un convencido no violentista y Tom Hayden es un animal político que quiere usar el mismo juicio para un salto estratégico de lo judicial a lo político. Este planteo le da al filme una riqueza de puntos de vista que no deja fuera (muy por el contrario) al outsider último del evento: Johnny Seale, el líder de los Panteras Negras. Ahora bien, el drama pudiera difuminarse si no hubiera un pararrayos central, una figura de autoridad en torno a quien todos estos dramas e intereses giren. Esa figura es el excelente Frank Langella como el juez Hoffman, impecable en su papel de Tarek William Saab sin pelo. No es concebible el drama sin un brazo ejecutor, un personaje que permanentemente busque torcer el sistema a favor del poder y desmontar todos los intentos de la defensa. Con un detalle adicional, algunas de las chanzas de Rubin y Hoffman son tan buenas que Hoffman pierde la compostura. Y esos momentos, por cierto raros, de estridencia, ayudan a mantener ese ritmo tenso de la narración. Porque lo que está en juego es una pregunta que va más allá del mero trámite judicial. El juicio no es penal, es político, (¿qué duda cabe?) pero formalmente no existe, al menos en ese dominio, el juicio político. Lo que hay es una lectura política del juicio y la riqueza de la película es atender a los intereses de todos los actores y al rumbo que el juicio lleva. Conviene ubicarse en la época, una década perforada por los magnicidios (Kennedy, Luther King, Malcolm X, el otro Kennedy). El horno no estaba para bollos y el juicio era una forma más de darle un cauce político, a las confrontaciones de la época.

Una reflexión final nos lleva al párrafo del principio, los sesenta y los setenta están de regreso, al menos como parte del imaginario. Porque a ese personaje torvo pero de una brillantez política indudable, capaz de leer los anhelos de la ‘mayoría silenciosa’ norteamericana, ha sucedido cincuenta años más tarde un bufón mediático, que de nuevo es capaz de beber del lado oscuro de las masas. Es inevitable compararlos. Y comprobar lo mucho, muchísimo que el discurso político del poder ha caído. Está en Netflix.

El juicio de los 7 de Chicago (The trial of the Chicago 7). Estados Unidos.2020. Director: Aaron Sorkin. Con Frank Langella, Sacha Baron Cohen, Joseph Gordon Levitt.

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