Me pregunto si los venezolanos desarrollaremos una lengua del sufrimiento. Y si la desarrollamos… ¿cómo será? El horizonte que nos espera es amplio.

El 15 de septiembre se hizo público el informe sobre Venezuela de la Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos, de Naciones Unidas. La instancia examinó más de dos mil casos de violaciones de derechos humanos ocurridos en el país y el documento describe con precisión cuarenta y ocho de ellos. Ofrece nombres, expone modos y desnuda dinámicas. Se pudieran hacer distintas consideraciones sobre el tema. Análisis técnicos y observaciones teóricas. Este artículo, sin embargo, es una reflexión sobre la profundidad de las heridas que hemos sufrido en los últimos años y su impacto en el alma de nuestra nación. Es una aproximación al rostro más humano del problema.

Como punto de partida acudiré a las obras de Svetlana Alexievich. Su pluma recoge con especial sensibilidad el mundo interior de quienes sobrevivieron a sistemas totalitarios comunistas. En El fin del Homo sovieticus publica entrevistas a hombres y mujeres que vivieron en la Unión Soviética y ahora son parte de una realidad post-totalitaria que los aliena. Hay un testimonio anónimo que refiere a la lengua del sufrimiento. Dice lo siguiente: «Nunca dejamos de hablar del sufrimiento… es nuestra forma de conocimiento. Los occidentales nos parecen gente ingenua porque no sufren como nosotros. Tienen medicinas para todos los males. Nosotros, en cambio, sufrimos el Gulag, llenamos de cadáveres los campos durante la guerra y descontaminamos la tierra de Chernobil con nuestras propias manos desnudas… y henos ahora aquí sentados sobre las ruinas del socialismo. Parece el paisaje después de una batalla. Tenemos la piel curtida, estamos tan machacados… hablamos nuestra propia lengua, la lengua del sufrimiento».

Vuelvo a ese párrafo con cierta frecuencia. Sin ánimo de equiparar tragedias, me pregunto sobre el impacto de este episodio en nuestra cultura política, en nuestra historia y en el alma de nuestra nación. El informe expone realidades muy duras que no debemos —ni podemos— ignorar. Referiré tres. Seguramente hay más. Primero, los perpetradores son venezolanos. Ciertamente hay tutoría foránea. Pero nos toca desterrar la falsa premisa que le ofrecía consuelo a nuestro orgullo republicano y establecía que las torturas las ejecutaban «los cubanos». Los que persiguen, secuestran, torturan y asesinan son hijos de esta tierra. La degradación del odio llegó a nuestras venas. Convivimos con los perpetradores. Pueden ser nuestros vecinos. Por ser venezolanos, han puesto al servicio de la barbarie nuestra picardía criolla. Duele advertir rasgos de creatividad en la manera en que denominan las piezas que integran la estructura de mal. Los cuartos de tortura y las celdas de castigo tienen nombres ocurrentes: El cuarto de los locos, La casa de los sueños, El tigrito o El bañito. En ellos, nuestra alegre sagacidad se entregó a la perversidad.

Segundo, los militares y sus familias se llevan la peor parte. El informe distingue entre las graves violaciones de derechos humanos que ocurren en el Servicio Bolivariano de Inteligencia (Sebin) y en la Dirección General de Contrainteligencia Militar (Dgcim). Ambas son salvajes. Pero en el Dgcim se observan patrones especialmente viles. La barbarie se extiende de manera sistemática y despiadada a la familia militar. El punto 323 dice textualmente: «las parientes femeninas —de los presos políticos del Dgcim— llevadas a casas clandestinas eran agredidas sexualmente y/o torturadas con asfixia, golpes y descargas eléctricas». Y es que también convivimos con las víctimas. Pueden ser nuestras vecinas. Después de leer el informe le tengo especial compasión a los militares y a sus familias. Para ellos todo es dolor. Los perpetradores criollos no advierten que son las primeras víctimas de esta estructura de mal. Y los perpetrados sufren una doble estela de dolor. Por un lado, enfrentan el ensañamiento de sus hermanos de armas y, por otro, soportan la mirada sospechosa de una sociedad que resiente la opresión.

Tercero, los sectores más humildes sufren con más intensidad la barbarie. En 2016 fui a un recorrido en el municipio Libertador del estado Carabobo. En la entrada de una casa había un charco de sangre. Adentro lloraban dos mujeres. La noche anterior había habido un operativo y los funcionarios ajusticiaron al joven que vivía en ese hogar. La madre del muchacho se esmeraba en afirmar que su hijo no era un malandro. El informe de la misión de Naciones Unidas describe con precisión las operaciones de liberación del pueblo y las operaciones de liberación humanista del pueblo. En estos procedimientos, funcionarios de la PNB, del Sebin, del Cicpc, del Dgcim y de la Guardia Nacional irrumpen en comunidades pobres y destruyen todo lo que encuentran a su paso. El plomo no respeta nada. Atraviesa paredes y cuerpos. En los casos incluidos se describen las detenciones y los ajusticiamientos. Cadáveres anónimos e insepultos. Desaparecidos. ¡Qué ironía! ¡La revolución y sus contradicciones! Siempre dijeron ser el gobierno del pueblo. Quienes prometieron una vida mejor nos imponen una sobredosis de muerte.

Reitero mis preguntas sobre la profundidad de las heridas y su impacto en el alma de nuestra nación. Dagoberto Valdés, pensador y luchador social cubano, refiere al daño antropológico que ocasionan sistemas autoritarios. Se trata del «debilitamiento, la lesión o el quebranto de lo esencial de la persona humana que subvierte la vida en la verdad, menoscaba su libertad y vulnera los derechos de las personas, lo que hiere profundamente su dignidad intrínseca, al mismo tiempo que provoca una adaptación pasiva del ciudadano al medio y una anomia social persistente».

En Venezuela se observan síntomas de la enfermedad que refiere Valdés. Hay signos concretos. El informe de la misión de Naciones Unidas nos confronta con una realidad que durante muchos años algunos negaron y otros catalogaron de exagerada. En el futuro no podremos decir que no sabíamos. Son demasiados casos documentados y no documentados, es perversidad galopante y sistematización racional del mal. Es la primera vez que los venezolanos enfrentamos tales horrores. Somos un país de víctimas y victimarios que nos debatimos entre el dolor y la vergüenza. Difícilmente volveremos a ser los mismos. Enfrentamos el desafío de la gestión de este episodio que nos ha revelado el mal del que somos capaces y que estamos llamados a reparar.

Para terminar vuelvo a las palabras que recogió Svetlana Alexievich y referí al comienzo de este artículo. Me pregunto si los venezolanos desarrollaremos una lengua del sufrimiento. Y si la desarrollamos… ¿cómo será? El horizonte que nos espera es amplio. Estamos obligados a colmarlo con la esperanza que ofrecen la justicia y el perdón. No debemos olvidar que debajo de esta piel curtida que ha causado y padecido represión, tortura, exilio y muerte está la nobleza criolla. Están las ideas de Roscio, los versos de Andrés Eloy, las novelas de Gallegos, los cuadros de Reverón, las obras de Cabrujas, la pericia política de los fundadores de la democracia y el testimonio de miles venezolanos que no se rinden. No somos huérfanos y acudir a lo mejor de nuestra herencia republicana nos ayudará a ganar en magnanimidad. Nuestra lengua de sufrimiento debe acompasar los horrores superados y lo afirmativo venezolano. Debe incluir nuestras luces y nuestras sombras. Rendiremos honor a las víctimas y revisaremos las causas que hicieron posible la devastación. Nuestro lenguaje de sufrimiento debe ser un camino de sanación que nos permita avanzar y alcanzar aquello que san Juan Pablo II llamaba la madurez moral de los pueblos que han sobrevivido al comunismo.

Paola Bautista de AlemánPaola Bautista de Alemán. Política e intelectual venezolana. Se graduó de periodista en la Universidad Católica Andrés Bello. Cursó estudios de maestría en Ciencia Política en la Universidad Simón Bolívar y en 2019 obtuvo el título de doctor rerum politicarum (cum laude) en la Universidad de Rostock (Alemania). Preside el Instituto FORMA, es miembro de la Junta de Dirección Nacional de Primero Justicia y preside la Fundación Juan Germán Roscio. Autora de «A callar que llegó la revolución», editora del libro «Autocracias del S. XXI: caso Venezuela», directora de la revista Democratización y columnista de Diálogo Político. Esposa y madre de tres niños.

Publicado originalmente en https://dialogopolitico.org/

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