Ahora el reto consiste en reconstruir un liderazgo que, además de manejarse dentro de las redes, esté incrustado en el alma de un pueblo acosado por las necesidades materiales.

Los recientes conflictos surgidos dentro del liderazgo democrático han generado críticas muy ácidas por parte de analistas, dirigentes políticos y ciudadanos comunes y corrientes, que se sienten frustrados y desencantados por esos desacuerdos, sin duda lamentables. En una reciente entrevista de Felipe González con un periodista del diario Clarín de Argentina, el expresidente del Gobierno español dijo que le ‘agobia’ esa división, donde los egos suelen ocupar un lugar prominente. Para mucha gente, además de tener al frente el peor gobierno del mundo, Venezuela también cuenta con la peor oposición del planeta.

La siguiente es una pregunta recurrente: ¿cómo es posible que Nicolás Madruo, un mandatario  rechazado por más de 80% de la población, que dirige un gobierno repudiado por un porcentaje similar, desprestigiado y aislado en el plano internacional, haya podido abrocharse al poder de la manera como lo ha hecho? La respuesta que la mayoría de esas mismas personas dan resulta demasiado simple: porque la dirigencia opositora combina en proporciones similares la incapacidad con cierta complicidad.

Creo que la explicación es mucho más compleja: el régimen ha demostrado una torpeza infinita para resolver los problemas nacionales y lograr que la gente viva mejor que hace más de dos décadas, cuando el comandante llegó a Miraflores; pero, del mismo modo, ha evidenciado —con la ayuda de los jerarcas cubanos— una eficacia desconcertante en destruir el capital social sobre el cual se levantó la democracia a partir de la huida deshonrosa de Marcos Pérez Jiménez el 23 de enero de 1958.

Primero Hugo Chávez, y luego Nicolás Maduro, dinamitaron a los partidos, sindicatos, gremios, federaciones estudiantiles, ligas campesinas, medios de comunicación independientes y la mayoría del resto de las agrupaciones civiles. Por la otra banda, fueron armando las mismas agrupaciones con esquiroles o con sus propios activistas, de modo que las organizaciones no gubernamentales (ONG) fueron desplazadas por organizaciones muy gubernamentales (OMG); por añadidura, formaron los colectivos, eufemismo que sirve para denominar los grupos de choque. Luego, desdibujaron y desinstitucionalizaron a las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas en una guardia pretoriana al servicio de los intereses del régimen y de sus propios integrantes, especialmente los del alto mando. Junto a estos factores, el chavismo-madurismo ha orquestado una poderosa hegemonía comunicacional que distorsiona y enmascara la realidad.

Destrucción, control institucional, desinformación, represión y miedo sintetizan las claves del dominio oficialista y representan los factores que explican la supervivencia del régimen.

Con esta caracterización no pretendo justificar los errores de la dirigencia opositora. Han sido muchos los desbarros. Pero en su descargo hay que apuntar que le tocó luchar, en primer lugar, con un líder populista carismático al que le sonrió la diosa Fortuna, dándole centenas de millones de dólares con los que fue demoliendo todo el sistema democrático constituido a partir de 1958. Su heredero, Maduro, a partir de la ruina provocada por Chávez, ha ejercido una hegemonía afincada de modo casi exclusivo en la coerción. En este ambiente opresivo, más parecido a la tiranía que a la dictadura, como dice Felipe González, es donde le ha correspondido actuar.

Si queremos establecer una diferencia neta entre los grandes dirigentes democráticos del pasado y los más destacados del presente, la línea divisoria hay que trazarla en los vínculos entre esos líderes y las organizaciones políticas en las cuales militaron. Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, para señalar solo tres de los más notables, formaron parte de organizaciones políticas con una fuerte presencia entre las masas populares. A partir de este nexo sólido entre ellos y los partidos a los que pertenecían, por una parte; y los vínculos entre sus agrupaciones y los ciudadanos, por la otra, se conformaron esos liderazgos macizos. Esos personajes encarnaban estrategias discutidas y aprobadas en sus agrupaciones. La televisión, la radio y la prensa escrita lo único que hacían era proyectar lo que ocurría en la realidad. Los medios de comunicación masivos no decretaban los liderazgos, solo lo proyectaban.

Desde finales del siglo XX, a raíz de la crisis de representación y legitimidad de Acción Democrática, Copei y el MAS, el cuadro comenzó a variar. Esas y otras organizaciones políticas fueron burocratizándose, terminando por transformarse en maquinarias electorales con poca o ninguna relación orgánica con los sectores populares. Las nuevas agrupaciones partidistas —Primero Justicia y Voluntad Popular— realizaron intentos por ocupar el espacio dejado por los partidos históricos, pero no lo lograron. No tuvieron ni la disposición ni el tiempo para suplantar a AD y a Copei y meterse en la piel de los venezolanos. Algunos de sus dirigentes sucumbieron al hechizo de la televisión —de canales como Globovisión— o de las redes sociales, universalizadas a partir de la primera década del siglo XXI.

No dudo del coraje, valentía y mística de los más sobresalientes dirigentes opositores del presente. Sin embargo, varios de ellos son fenómenos de opinión pública, sin el calado organizativo que tuvieron los fundadores del sistema democrático. No poseen ni el partido, ni el vínculo con las masas existente en el pasado. Esta ausencia representa un hándicap difícil de superar.

Ahora el reto consiste en reconstruir un liderazgo que, además de manejarse dentro de las redes, esté incrustado en el alma de un pueblo acosado por las necesidades materiales.

Publicado originalmente en https://politikaucab.net/

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