Entre las injurias favoritas de AMLO y sus corifeos está el llamar ‘intelectual orgánico’ a quienquiera haya descollado en el Estado cultural en cualquier época anterior a la llamada Cuarta Transformación.

La memoria de un subgénero del cine mexicano de los años 50  resuena en el título de esta columna. Me he dado cuenta de ello justo cuando me disponía a enviarla y por  eso me animé a un breve introito.

Aquellos filmes que distribuía Pelimex por todo el continente juntaban la imaginería de los héroes de lucha libre y una mostrenca ciencia ficción hecha en Estudios Churubusco. Eran la respuesta mexicana a El día que la Tierra se detuvo o La bestia que devoró a Cleveland. El científico loco solía ser el inolvidable Wolf Ruvinskis y los agonistas enfrentados podían ser Santo y las mujeres licántropas comandadas por Rosita Arenas.

Sin embargo, mi asunto no es un film de Chano Urueta y Miroslava sino la guerra que el presidente López Obrador ha declarado desde el primer día de su mandato a las ideas ajenas y a las garantías que un Estado verdaderamente democrático debe a la libertad de expresarlas.

Ciertamente, de entre el zaperoco de noticias que llegan desde el ajeno mundo a Bogotá hay unas que me alarman más que otras. El incesante siglo va apilando catástrofes, mortandades, crímenes, vaticinios y amenazas pero la porción que me toca del ser latinoamericano no puede dejar de ver un asunto familiar en el llamado manifiesto de los 650 con que  muy diversas vertientes del pensamiento y la creación mexicanos han lanzado un ¡basta ya! a la estigmatización y la difamación contra sus adversarios con que AMLO responde a toda crítica.

No se trata, en el caso de AMLO, simplemente de reacciones más o menos instintivas en un jefe de Estado, de suyo repudiables por mucho que sean de esperar: se trata de una estrategia encaminada a atacar y destruir el más indiscutible logro del México posrevolucionario: las instituciones del justamente llamado Estado cultural mexicano y la larga y vasta tradición intelectual y democrática que lo sustenta.

Rafael Rojas, brillante historiador de las ideas, hablando de esa tradición, señalaba en un artículo publicado recientemente por The New York Times, que “ella va de Daniel Cosío Villegas a Octavio Paz y de Alfonso Reyes a Carlos Fuentes,  [que] fue continuada por la generación del 68 y logró sobrevivir a la transición democrática y el giro neoliberal de fines del siglo XX. Entonces el régimen político mexicano dejó de ser una mancuerna de partido hegemónico y presidencialismo ilimitado y se crearon condiciones para la alternancia en el poder. Pero la articulación de una esfera pública y un campo académico y de pensamiento, subsidiados por el Estado, que ejercían la crítica del autoritarismo, se mantuvo”. Rojas añade, receloso: “hasta ahora”.

Se trata de ideas, instituciones y políticas de Estado que fueron modélicos para Venezuela en todos los  períodos democráticos de mi país durante el siglo XX,  desde el trienio llamado ‘de los dos Rómulos’, Betancourt y Gallegos  ( 1945- 1948).

Una vez derrocada la dictadura de Pérez Jiménez, en 1958, y  durante cuarenta años de problemática alternancia democrática truncada por el ascenso de Hugo Chávez al poder, la idea de armonizar virtuosamente la gestión del Estado cultural, el régimen de partidos y la libertad de expresión prevaleció en el ánimo de los planificadores. Se expresaba coloquialmente en la frase ‘hacer como los mexicanos’, ya se tratase de ambiciosas editoriales, redes de bibliotecas públicas o programas de subsidio a la creación o la investigación.

Sin duda, los más generosos logros de nuestra controvertida democracia en el último cuarto del siglo XX se centraron en la educación pública gratuita de alto nivel y en el fomento a una cultura sin ataduras al Ejecutivo. Estuvieron imbuidos de un talante que procuró no hacer de los intelectuales mandarines ni mucho menos comisarios a la cubana.

La creación de la Biblioteca Ayacucho y la editorial Monte Ávila, el impulso dado a la museística de todo orden, hacer de la Biblioteca Nacional un musculado instituto autónomo y ejecutar un programa de subsidio al cine que no produjese propaganda oficial, respondieron en gran medida al proyecto de dar forma a ese Estado cultural. No fue un proceso fácil ni careció de enemigos, pero sus realizaciones fueron de tal alcance que recuperarlas algún día es uno de los pocos consensos de la oposición democrática venezolana.

Entre las injurias favoritas de AMLO y sus corifeos está el llamar “intelectual orgánico” a quienquiera haya descollado en el Estado cultural en cualquier época anterior a la llamada Cuarta Transformación.

El corrimiento de sentido que se imprime así a un concepto tan complejo y, sin duda, debatible como el de Gramsci reduciéndolo  al de cortesano lambón o propagandista a sueldo solo busca la muerte civil de los críticos del Gobierno o de quien pueda concebiblemente llegara a serlo.

Chávez,  que tocaba de oído, alguna vez escuchó la expresión gramsciana de labios de algunos de los sabihondos adulantes de la izquierda reaccionaria que en 1998 se pegaron a él como lampreas. El momento quedó inmortalizado en un  video de Aló, presidente. Al  Comandante le gustó eso de ‘intelectual orgánico’; lo saboreó ante las cámaras y terminó usándolo el resto de su vida como equivalente de ‘lacayo’ de sus adversarios.

Razón añadida para, sin  ser mexicano, juntar mi firma a las otras 650.

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