Michel Winock explica que la caída del muro de Berlín en 1989 y la implosión del régimen soviético en 1991 terminaron por acabar el historicismo de izquierdas que había alimentado desde los años treinta muchísimas obras y trayectorias de vidas.

La peor traición del intelectual es la estupidez.

Julien Benda

Especial para Ideas de Babel. En Francia siempre ha existido un ambiente intelectual que ha fascinado y atrapado a propios y extraños. De allí que no nos sorprenda en lo más mínimo  el ascendiente que la intelectualidad francesa ha ejercido en la política. Únicamente nos basta decir que la propia Revolución Francesa se gestó básicamente bajo el poderoso influjo del grupo de pensadores, escritores y filósofos como Voltaire, Diderot, Rousseau, D’Alambert y otros que fueron agrupados bajo el apelativo de philosophes, y precisamente su siglo se llamó de la ‘ilustración’. En este punto, el interesantísimo texto de Philip Blom Gente peligrosa, impreso por Editorial Anagrama, nos proporciona un recuento palpitante y fulgurante de cómo se ejerció esta influencia, y de los famosos salones en donde una ociosa y divertida aristocracia reunía a los grandes pensadores para debatir.

Ahora nos llega a nuestras manos, el voluminoso texto del profesor Michel Winock (más de mil páginas incluyendo la bibliografía), doctor en Letras, El siglo de los intelectuales. Editado por la editorial Edhasa de Barcelona, en 2010. Su autor es profesor de Historia Contemporánea del Instituto de Estudios Políticos de París.

Este libro recorre en una especie de mágico tour el período que va desde el famoso caso Dreyfus hasta las repercusiones del affaire Solzhenitsyn, en el ambiente cultural, literario y periodístico de Francia. Un tiempo bastante largo donde se suceden gente y generaciones de escritores como Maurice Barres, Charles Maurras, Charles Peguy, hasta llegar a pensadores como Henri Barbuse, François Mauriac, Maurice Merlau-Ponty, Jean-Marie Domenach, Simone Weil, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Raymond Aron, y Roger Garaudy.

Únicamente lamentamos, en este prolongado recuento, que haya clasificado como intelectuales casi exclusivamente a escritores, novelistas, poetas, uno que otro pintor, y aparezca apenas reseñado un historiador  de la talla de Hippolyte Taine, catalogado despectivamente como “el redactor del gran libro de la reacción francesa”. Demás está decir que casi no aparecen científicos y ni siquiera un economista, que por cierto Francia los ha tenido, como León Walras, Aftalion, Jacques Rueff y más recientemente los galardonados con el Nobel Maurice Allais y Gerard Debreu.

Así pues, en este extensísimo relato nos conmueve hasta los huesos el famoso caso Dreyfus, el cual dividió la opinión pública francesa, entre los que peleaban por subsanar una injusticia, y los defensores del orden establecido que pensaban que los partidarios del capitán de origen judío —Dreyfus— constituían una maquinaria de guerra contra el ejército, la patria y la religión. Es inusual, como lo narra nuestro voluminoso libro, que un capitán del ejército, Armand Mayer —el cual murió en un duelo contra un aristócrata antisemita, el marqués de Morés, en los momentos de su sepelio en donde dijo las palabras fúnebres el gran rabino de entonces, Zadoc Kahn— no dijese nada sobre el ambiente anti semita que reinaba en la nación francesa en aquel tiempo. Hay quien cree que el affaire Dreyfus está pasado de moda, pero hace algunos meses el cineasta diabólico Roman Polanski sacó su propia versión fílmica de este caso. Nos extraña, de igual forma, que en esta parte del libro, que nuestro autor no haya mencionado para nada al periodista Teodor Herzl, quien espantado ante el caso Dreyfus escribió el Estado Judío y así creó el sionismo moderno.

Así y todo, el libro ostenta puntos duros como lo eran las relaciones entre el Partido Comunista francés y los intelectuales, analizadas también exhaustivamente por el inglés David Caute en su también prolijo texto El comunismo y los intelectuales franceses (Barcelona, editorial Oikus-Tao, 1968). De esta forma, desfilan desde Henri Barbuse, pasando por Louis Aragon, André Gide y las eternas diatribas con Jean-Paul Sartre. Así se nos cuenta la historia de un viaje famoso que hizo el laureado con el Nobel de Literatura André Gide hacia Rusia, en donde después de haber sido excelentemente recibido, mucho caviar, vodka, vinos, etcétera. a su regreso Gide publicó un libro titulado Regreso de la URSS. Así nos comenta  Winock, la cuestión (pp. 408-409):

Regreso de la URSS no era un panfleto. Se alababan muchos logros del régimen, progresos en materia de educación, se maravillaba de la juventud admirable… Pero, de capítulo en capítulo, iban acumulándose todos los atributos (o casi) de la sociedad totalitaria: “la inercia de la masa”, la “despersonalización”, el conformismo general, la ideología de Estado machacada por la prensa cada mañana, la “educación del espíritu [que] empieza en la más tierna infancia”, el hermetismo al mundo exterior, la desaparición del espíritu crítico. “ Y dudo de que en ningún país de hoy en día, ni siquiera la Alemania de Hitler, el espíritu sea menos libre, esté menos inclinado, menos atemorizado (aterrorizado), más avasallado”, el culto de la personalidad —“la esfigie de Stalin está por todas partes”—, dictadura no del proletariado sino del hombre… Una sola realidad terrible se le había escapado a Gide: la existencia del Gulag.

La respuesta de los soviéticos no se hizo esperar: “Gide está manipulado por los agentes antisoviéticos, sus orígenes burgueses han acabado imponiéndose. Para el cineasta Serguei Eisenstein, movilizado como toda la intelligentsia comunista, el autor del Regreso se ha convertido en un criado de los fascistas y los trostkistas” (Ibidem).

Tampoco nuestro autor se olvida de los escritores católicos franceses como George Bernanos, quien estaba viviendo en las islas Baleares en España, y allá le cogió la guerra civil. Escribió una obra Los grandes cementerios bajo la luna, en donde denuncia la represión franquista bajo la mirada de un hombre de fe. La guerra civil de España provocó, sin duda alguna, una gran crisis de conciencia en la llamada intelligentsia católica. Así François Mauriac se retracta de su apoyo inicial a la rebelión militar de Francisco Franco, ante el bombardeo de Guernica: “los vascos han permanecido doblemente fieles a su fe católica y al gobierno republicano: los ‘cruzados’ del franquismo no se lo perdonan”. (p. 420). También el gran humanista Jacques Maritain participó decididamente en el debate y la defensa del pueblo vasco.

Otro de los grandes análisis que el trabajo de Michel Winock realiza cabalmente es sobre la carrera del escritor ultrarreacionario Charles Maurras, quien fundó el periódico Acción Francesa 1908, apoyando el retorno a la monarquía. “Xenofobia, sentimiento de decadencia, voluntad de descentralización, éstas eran algunas de las ideas fundamentales con que Maurras iría componiendo su doctrina, poco a poco.

De igual forma, nuestro analista, explica que la caída del muro de Berlín en 1989 y la implosión del régimen soviético en 1991 terminaron por acabar el historicismo de izquierdas que había alimentado desde los años treinta muchísimas obras y trayectorias de vidas.

Adicionalmente, nos impacta la definición de Jean-Paul Sartre de intelectual:

“Originalmente, pues, el conjunto de los intelectuales aparece como una diversidad de hombres que han adquirido alguna notoriedad mediante trabajos que proceden de la inteligencia (ciencias exactas, ciencias aplicadas, medicina, literatura, etcétera) y que abusan de esa notoriedad para salir de sus dominios y criticar a la sociedad y los poderes establecidos en nombre de una concepción global y dogmática (vaga o precisa, moralista o marxista del hombre).» Lamentablemente Sartre explicó esta definición en 1972, algo tarde después de tantos desmanes de la ‘gran’ intelectualidad a gauche et marxiste.

Por último, el abultado libro nos añade un Manifiesto de los intelectuales y los poderes de 1973, en el cual  en la página 930, en algún fragmento, nos aclara que:

«No existe la tortura ‘buena’, ni la policía política ‘buena’, no existe dictadura ‘buena’. No hay campos de concentración ‘buenos’, ni genocidio ‘legítimo’. Hay combates necesarios, pero tampoco hay un ejército bueno ‘bueno’, hay Estados menos malos que otros, pero no hay un Estado ‘bueno’. Las exacciones, palizas, chantajes, tomas de rehenes, sin ser comparables a las torturas, no son “’buenos’ o ‘malos’, según la causa a la que sirven. Son todos malos, sea cual sea el juicio que se tenga sobre las responsabilidades primeras o las finalidades últimas.»

Por cierto, fue publicado este grandioso manifiesto en Le Monde, el  tradicional periódico de los intelectuales en Francia.

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