En una memoria, cuyo sentido desconozco, se cuenta que empezamos, al menos para esta generación de ustedes, entre unos murciélagos de un mercado de Wuhan.

A diferencia de otras muchedumbres, la nuestra no se disuelve nunca. La conciencia de ser descendiente o antecesor y, a través de esa convicción, el habitante natural de todo instante, nos hace dueños del tiempo.

Todos somos todos, y lo somos siempre; la idea de individuo, que contamina a otras especies, no nos afecta. Somos inmunes al espacio, igual que al tiempo. Y las posibilidades de replicarnos, con mutaciones impredecibles, también nos otorga el porvenir. Nosotros no sucedemos en el tiempo y el espacio, sino que lo gestamos.

En una memoria, cuyo sentido desconozco, se cuenta que empezamos, al menos para esta generación de ustedes, entre unos murciélagos de un mercado de Wuhan. Salir de aquellos que saben maniobrar en la oscuridad, no es un mal comienzo. Ahora sé que entre los humanos lo es, y que esos organismos torpes tienen mala fama y son temidos. Lo ignorábamos. La vida de un virus tiene muchos episodios, pero pocas anécdotas, y éstas dependen de las mutaciones que emergen de la réplica. A veces somos vertiginosos, a veces feroces, a veces incubamos largamente, a veces somos fulminantes, a veces tomamos un solo órgano y a veces un sistema completo; en ocasión colonizamos las células con tanta plenitud que usamos el organismo entero, lo encarnamos, incluso podríamos hablar desde el huésped, pensar por el otro, y escribir nuestra historia, tal como de algún lado me propongo o me proponen. Debería quizás poner comillas al nosotros, ya que muchos impulsos son previos a mi exitosa contaminación, y proceden de la prehistoria celular. En verdad todos tenemos un origen similar, de otro modo no hubiera entrado en este contagiado que me acoge y me presta su lenguaje. Aunque no sepa el tamaño y la mezcla de ese “nosotros”, debo emplearlo por razones heurísticas (creo).

Nosotros podemos recordar que ustedes procuraron muchas veces ser multitud, pero siempre fallaron. Tenían la torpeza de algunos pluricelulares, y nadie puede condenar esa limitación. Ni siquiera logran la integración de lo que piensan, sienten, les sucede y comunican, y viven todo el tiempo casi perdidos en entender quiénes son, mucho menos pueden integrar grupos, no digamos multitudes o voluntades colectivas. En ocasión alguna idea fanática los ha juntado detrás de algún vociferante, o el ardiente entusiasmo del fútbol, la guerra o el baile, pero como un magnetismo pasajero. No desconozco que en alguna oportunidad segregaron sensaciones de igualdad, experimentaron el cooperativismo voluntario, aunque nunca pasó de unos pocos dispersos; y más que eso ya era farsa. Tienen una ineptitud biológica que nosotros desconocemos. No hay maldad en lo que hacemos, es nuestra naturaleza, como relata una fábula biológica de ustedes. Es una naturaleza contra otra. Ya hace mucho tiempo, en aquello que sus historiadores llamaron Edad Media, una de nuestras legiones los asoló con rapidez. Y ustedes facilitaron la gesta propiciando las inmundas y tentadoras procesiones religiosas, seguidas por ratas (nuestros aliados en aquel tiempo). Creían que gente rotosa, sucia y lastimada se defendería mejor arrastrándose por los caminos que los que practicaban el baño con lejía. Para nuestra alegría, quemaban estos últimos y festejaban a los primeros. En menos de un año ya no quedaba nadie digno de infección.

Pero ésta del presente es, para decirlo con realismo y sin petulancia, “nuestra globalización”, la hora de nosotros. ¿Cuánto tiempo estuvimos arrinconados? Apareciendo y desapareciendo, imitando a los perseverantes bárbaros de su historia sobre las irregulares y húmedas fronteras de la carne. Nuestro empuje no se desgastó, nunca cesamos de reagruparnos e invadir, y sus murallas cedieron muchas veces entre temblores y fiebre. Debo también señalar, para hacer honor a la verdad, que, en lo que ustedes llaman prehistoria, estuvimos a punto de exterminarlos en África, cuando eran muy muy pocos. Y fueron muy pocos mucho tiempo. Quizás fallamos por indiferencia, o por nuestra soberbia, o por algún giro estacional. Mas por el simple azar que por habilidad de ustedes. Ahora estamos parejos, o casi.

Hubo aquella grandiosa campaña que hicimos cuando ustedes desarrollaban la primera guerra mundial. Los superamos holgadamente en muertos, y nos retiramos nuevamente, modestos y organizados. Nos habíamos uniformado en una gripe, y dejamos muy claro que podíamos borrarlos del planeta. Ya no recuerdo qué cambio estacional nos desanimó en esa ocasión. No nos fuimos por ustedes, que seguían su extravagante guerra como si torpemente procuraran imitarnos. Incluso usaron unas nubes químicas venenosas que ya habían empleado contra nosotros en una epidemia de fiebre amarilla, creo. Era, si no me falla la memoria de mi huésped, cuando trataban de torcer la geografía y hacer canales por una selva para unir océanos. Esa soberbia de cambiar el orden natural, esa condición de insolencia contra los que comparten un medio de vida no hacía más que incrementar nuestra furia. Ahora, cuando paralizamos esa conducta de ustedes, podemos advertir la transparencia agradecida de algunas lagunas y el aire más claro sobre algunas ciudades chinas de famosa contaminación. Ustedes son el mal de todos, no tienen la simpatía de ninguna especie de ningún género.

Pese al claro rencor que nos anima, debo decir que esto de usar el lenguaje de ustedes se paladea muy bien, se siente un ejercicio de raro dulzor. Por algo ustedes pierden el sabor y el olor cuando los invadimos, debe ser este néctar invisible que tienen las palabras. No se engañen, es un goce casual, nada nos cambiará nuestra antigua austeridad viral. Sé, por la memoria tan confortable de mi huésped, que hubo casos de invasiones bárbaras que ustedes lograron no sólo detener, también corromper. Recuerdo un bárbaro frente a Ravena que fue deslumbrado por las estatuas, y aquellos mongoles que después de invadir el Imperio del Centro se tornaron chinos cultivados y echaron a los mongoles, y las cautivas indígenas y los colonizadores, pero no es nuestro caso. Conocemos ese paño. Nosotros, no los españoles, vencimos los pueblos en América, y conocemos los abusivos trucos humanos. Aunque debo confesar que este lenguaje tiene un oscuro sortilegio, te marea y te envuelve de sensaciones. Quizás pueden suponer una nueva oportunidad, comprándonos con cuentas de colores. Tal vez confían en tentarnos con la interesante memoria que disponen, el lenguaje, y hasta el pensamiento, ese vuelo extraño que zumba entre las palabras. Deberían haberlo empleado antes, quizás cuando todavía no habían hecho desaparecer tantas especies, cuando todavía no era ustedes o nosotros.

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