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¿Somos capaces de entender que somos una sociedad fracturada, que desconfiamos del otro?

En estos días caminando en el Parque del Este, donde no se respeta el horario de sus usuarios para que obreros y maquinarias se te atraviesen a cada momento, al pasar frente a un grupo de más de veinte hombres equipados con cajas plásticas y quienes en un mismo lugar que no superaba el metro cuadrado, trabajaban recogiendo hojas secas comentamos: “¿qué hacen con ponerlos a todos juntos? Deberían distribuirlos por el parque”.

De inmediato tuve respuesta de una mujer que quizá era la supervisora porque contestó ofendida y con tono de ritintín: “y pondremos cien si nos da la gana en el mismo lugar”.

El resto de mi caminata la realicé concentrada en una nueva reflexión sobre lo que nos pasa como sociedad. Vivimos a la expectativa. Nos armamos rápidamente con la palabra porque el único sentimiento que manejamos es que no podemos perder la batalla. Cada quien trata de imponer su razón, en el trabajo, en el condominio, en la diversión. Somos dos mundos que caminamos en paralelo y lo cierto es que ninguna sociedad puede evolucionar si sus integrantes no comparten objetivos comunes.

Nos bastarían pocos ejemplos para darnos cuenta que hay dos aceras claramente definidas y que nos paramos sobre ellas, convencidos que en la del otro lado está el enemigo: los que creemos en el estudio y la formación y los que creen que solo basta que te guste algo para que puedas trabajar en ello. Los que creemos en la norma como la base para una sociedad organizada y los que se saltan la norma, se burlan de ella y trabajan para que desaparezca. Los que creemos que somos únicos y que en ello reside el éxito, en poder potenciar los recursos individuales para alcanzar el bien colectivo, y los que creen que somos todos iguales y que debemos actuar de la misma manera. Los que creemos que con el trabajo honesto tienes derecho a elegir lo que quieres, mejorar tu calidad de vida, pensar en el futuro, y los que creen que se lo merecen todo, que no hay que trabajar y que los demás están obligados a darles. Los que se delatan en los actos más sencillos, como por ejemplo respetar la luz del semáforo o saltársela a la torera con la excusa de la inseguridad o de que no sirven. En la política, en el condominio, en nuestras calles, en el parque, en cualquier lugar puedes entender que hemos sido dominados por una división que nos quiebra como sociedad.

El problema más grande de esta separación es que nos hemos vuelto incapaces de escuchar al otro, de atender a recomendaciones, de reconocernos, así que cualquier tarea que emprendamos se nos presenta llena de dificultades. El sentimiento de confrontación se impone por encima de los actos más sencillos. En mi entender esa ruptura de la que formamos parte es mucho más fuerte que cualquier otro obstáculo de los tantos que vivimos a diario, nos habita la rabia. ¿Qué estamos haciendo desde el espacio que nos corresponde por tratar de cambiar las emociones? ¿Qué estamos haciendo para escuchar al otro y para que se nos escuche? ¿Somos capaces de entender que somos una sociedad fracturada, que desconfiamos del otro? Urge sanar. Urge el reencuentro.

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